#142. Intercambio mágico
Ayudar a gente desconocida, la novela de Tamara Tenenbaum y una resaca.
Terminó el verano. Se acabó ese somnífero natural que es el ruidito del ventilador prendido toda la noche. Pero ahora aparece otra sustancia para apaciguar la mente en la cama: el plumón. Me gusta sentir el peso de ese producto tan específico, tan de una época del año, encima de mi cuerpo. Tener algo pesado durante las horas de sueño. La ilusión de confort, refugio y calidez que da el plumón no te lo da nada más. La casa de tu vieja, tal vez. Pero mi casa materna queda a unos mil quinientos kilómetros de distancia. Por eso quiero mucho a mi plumón: se siente como un refugio familiar y conocido. Se siente como volver a casa.
Hace unos años con mi amiga Melina ayudamos a una mujer a zafarse de su marido violento. Habíamos ido a un bar a tomar una cerveza y cuando salimos encontramos a una mujer escondida en la entrada de un edificio, mientras su marido -que estaba bien en pedo- la puteaba a los gritos desde otra esquina de la calle. Llamamos a la policía, la acompañamos a hacer la denuncia y demás. Dicho así, en unas pocas líneas, parece que fue algo fácil y breve, pero no. Fue bastante trash y la peripla duró unas cuantas horas: mi amiga y yo pudimos volver a nuestras casas recién de madrugada. Después de eso, durante bastante tiempo, los dos creímos que fuimos bendecidos por una suerte de luz mágica que nos dio un poco de buena suerte. Siempre decíamos que las cosas buenas que nos estaban pasando tenían que ver con haber ayudado a aquella mujer.
Me acordé de esto esta semana porque en los últimos días me fui encontrando con distintas personas que me pidieron ayuda. Primero, un señor me pidió que le explique cómo sacar plata del cajero nuevo del banco. Después, una señora me preguntó si le podía indicar cómo combinar la línea B con la C y como íbamos para el mismo lado la llevé hasta el andén correcto. Por último, otro señor me pidió si no podía acercarle unas bolsas pesadas hasta el taxi que, supongo, lo llevaría hasta su casa.
Quisiera que todas esas pequeñas acciones se volvieran a traducir en un periodo de bonanza y buena suerte, como la que vino después de ayudar a aquella mujer. Está todo tan podrido que uno ya no sabe qué hacer, qué pensar, ni de qué agarrarse para tener un mínimo de esperanza y buena onda. No es que crea particularmente en esta idea de que “todo vuelve”, pero sí creo que a veces hay como intercambios mágicos sucediendo en la calle todo el tiempo, que cuando uno hace un pequeño movimiento para hacerle la vida más fácil a alguien, eso después se traduce en un golpe de suerte. Sé que esto es muy cursi y un lugar común. No estoy en un momento cínico de mi vida. Diría que todo lo contrario. Hasta me arriesgaría a decir que estoy un poco enamorado. Debe ser eso. O el cambio de estación.
Podés suscribirte a Vueltas en la cama con un aporte mensual de $1.500, $1.000 o por el valor que quieras. Si te parece que soy muy chanta por pedir plata todos los meses, pero igual querés aportar, tenés la opción de invitarme un cafecito. No voy a volverme rico, pero me vas a ayudar a tener más tiempo para escribir. Y eso se va a sentir como un mimo.
Leo la novela de mi amiga Tamara, La última actriz, y me río con mucho ruido en varios momentos. Nunca antes me había reído tanto con un libro suyo y eso me gusta. Esta escritura hilarante que tiene Tamara en este libro es preciosa y bastante novedosa, en comparación con sus otros textos. Me gustan las narradoras de La última actriz –vehementes, caprichosas, intensas– y también que por momentos la novela se transforme en un pequeño ensayito sobre algo, como por ejemplo, sobre hacer entrevistas. Escribe Tamara:
Todo el mundo sabe que no hay que interrumpir a la gente cuando habla en una entrevista porque si no no llega a la confianza ni a los lugares profundos, parece obvio, si, pero en la vida real es muy difícil que no te gane la ansiedad, ni hablar cuando ya llevás horas fingiendo tomar notas sobre algo que no te interesa esperando que aparezca lo que estás buscando. Pero aunque te esté por ganar la ansiedad hay que resistir y escuchar, y no solo escuchar, escuchar con interés. La otra cosa que descubrí es que el interés no se puede fingir, o que no sirve fingir, más bien: hay que interesarse en serio, encontrar la manera de interesarse en lo que te dicen, para que esa escucha tuya produzca algo en el otro.
Veo pasar una stori de Instagram en contra del gobierno. En el slide siguiente, una foto en culo. Hay algo de la combinación que me pone incómodo, del contraste entre las imágenes: por un lado, un texto que cuenta algo inenarrable para oponerse a Milei; por otro, la misma persona en bolas. No sé por qué me tensiono. Tampoco sé qué hacer, si compartir o no algo en contra del gobierno yo también, en vísperas del 24 de marzo. Hablo de este tema con amigas mientras cenamos. Les digo que nunca me termino sintiendo del todo cómodo con el tono de las redes sociales, como decía antes, hay algo del mensaje político seguido con una foto de orto que me marea y me incomoda. Quizás soy demasiado conservador y solemne como para entregarme a la liviandad digital. Por momentos también pienso que no sirve para nada, que toda la gente que mira mi Instagram –a excepción de un amigo que es libertario– sabe lo que pienso e incluso piensa como yo. Lo que estoy tratando de decir es que tengo la sensación de que siempre estamos hablando entre nosotros, indignándonos entre nosotros, amargándonos entre nosotros. No siento que estemos tratando de conversar con alguien que piensa diferente para tratar de modificar su punto de vista, decirle a ese otro que lo que festeja puede ser algo muy cruel para otras personas. En el último tiempo, a raíz del libro, di varias entrevistas y siempre llega el momento de la pregunta por “el contexto político”. Nunca me siento del todo seguro con mis respuestas, puedo intuir qué es lo que “tengo que decir” o lo que se “espera” que diga, pero no tengo opiniones tan tajantes sobre todos los temas de actualidad. Una vez, hablando con mi editora del diario, me dijo que ella estaba cansada de que le pregunten, todo el tiempo, qué piensa acerca de todo lo que pasa y deja de pasar en el mundo. Su hartazgo tenía que ver con que ella no creía -ni cree- que una persona que escribe tenga la obligación de opinar sobre cualquier cosa porque escribir no te convierte en un especialista en todo. Además, me decía mi editora, ella no tenía muchas certezas sobre muchas cosas y le parecía bien que, a veces, uno no tenga nada para decir. Yo estoy adentro de ese grupo, de los que no tienen muchas certezas, de los que dudan. Cada vez tengo posiciones menos fuertes, menos intensas, más flojas. No sé qué es “todo lo que está bien”. Ni tampoco qué es “todo lo que está mal”. Y cuando veo correr el río de certezas y culos que hay en Internet, me paralizo. No tengo algo para decir sobre todo. No creo que sea necesario.
Llegué un día tarde porque el viernes tuve mucha resaca. Tenía el texto a medio escribir, pero no pude terminarlo: me dolía mucho la cabeza y sentía que el cuerpo me pesaba. Lo que pasó fue que el jueves a la noche presentamos el libro y después brindamos y después seguimos brindando y un confuso episodio depositó a mis amigas y a mí en una mesa en Babieca frente a unos vasos de whisky. La combinación fue fatal.
El viernes quise ir a trabajar en la bici, como hago siempre, pero fue imposible. Tomé el subte y me encontré, a las nueve de la mañana, formando parte de esa coreografía geométrica que es ir a trabajar en transporte público. Miles de personas que se mueven en una dirección y otra, cada una en su mundo. Yendo y viniendo rodeados de un montón de gente que no tiene idea de quién sos. Eso es una de las cosas que más me fascina de esta ciudad y por las cuales siempre estuve muy desesperado por vivir acá: tener la certeza de que nadie sabe quién soy, caminar por la calle sin que nadie sepa de dónde vengo ni hacia donde voy. Ser un desconocido. Cuando vivía en Trelew, caminar por la ciudad era una actividad que implicaba parar en algún momento del trayecto para saludar a alguien o conversar con algún amigo o amiga. Me gusta que eso no me pasa acá. Me gusta saber soy completamente intrascendente, que podría caer desmayado en la mitad del andén y que a casi nadie le importaría, que la ciudad seguiría funcionando sin ningún problema. Me gusta saber que soy una pieza insignificante que se desplaza por un tablero gigante por el que también se desplazan millones de personas. Y me gusta que ese tablero se llame Buenos Aires.