Semana prolija de sueño. Consigo descansar ocho horas todos los días. Me siento una persona más sana. Pero sé que eso no es cierto.
Salgo a bailar.
Voy a una fiesta de la que supe ser habitué, pero que después abandoné, como quien deja de lado la PlayStation que usó durante años y ya conoce los juegos que tiene de memoria. De todos modos, dejé de ir a esa fiesta no porque la conocía demasiado, sino por un cambio de locación: del subsuelo en Recoleta donde se hacía, pasó a un bar de Microcentro y luego a un boliche en el Abasto. Ninguno de esos lugares me gustaba. La geografía configura las fiestas. El lugar donde suceden es determinante. La experiencia cambia si cambia la pista de baile. Después de años, la fiesta se volvió a hacer en ese sótano al que fui mil veces y en un arrebato nostálgico -tango que me hiciste mal y sin embargo te quiero- volví a ir.
En medio de una deriva química y sintética, fui a comprar una cerveza. Vi a la cajera atajar un grupo de pasados -ansiosos por recibir sus botellas de agua y sus tragos-, la acosaban con sus tarjetas y sus cuentas de MercadoPago. Ella se movía con mucha destreza y cobraba y sacaba cervezas sin parar. De fondo un techno insoportable para alguien sobrio. Yo la miraba fijo mientras esperaba mi turno y pensaba en qué estaría pensando ella, si soportaba la situación, la gente excitada, la música a un volumen altísimo, si le gustaría o no el techno, si odiaba todos los manijas que la rodeaban o si le eran indiferentes. Pero sobre todo trataba de imaginar cómo era su vida de día, cuando sale el sol, si tenía una rutina, si iba al gimnasio a la mañana, al supermercado, cómo sería su ropa diurna, qué desayunaba o si se levantaba siempre tarde para ir directo a almorzar. Ese es el verdadero misterio de la gente de la noche: es imposible imaginarlos teniendo una vida de día porque parecen sólo estar aptos para existir cuando el sol cae, como si fueran vampiros.
Cuando llegó mi turno, ella me trató con completa indiferencia. No diría que fue descortés, sino más bien precisa. Qué vas a pedir, son tres mil pesos, tarjeta o MercadoPago, gracias. Ahí entendí que todo lo que había estado pensando unos minutos antes era una idiotez. La cajera era simplemente una empleada haciendo su trabajo, una burócrata de la noche. Y yo, un pelotudo. O un neurótico de manual, enroscado en pensamientos y especulaciones que no llevan a ningún lugar.
Unos días antes de esa deriva química y sintética, terminé de ver Carol & the end of the world, una serie animada de Netflix: cuenta la historia de una mujer en medio del fin del mundo, muestra cómo pasa los últimos meses de su vida, antes de que una especie de meteorito gigante se estrelle contra el planeta Tierra. La particularidad de Carol, la protagonista, es que mientras todo el mundo quiere pasar sus días intensamente, haciendo cosas que no habían hecho hasta entonces, ella sólo quiere tener una vida normal, sin sobresaltos. Para conseguirlo empieza a trabajar en una oficina. Sí, en medio del apocalipsis ella elige ser una empleada administrativa, antes que una persona emocionante y relajada que accede sin chistar a la demencia colectiva -convertida en un nuevo sentido común-. A lo que quería llegar, porque todo tiene que ver con todo, es que hay un punto en el que Carol y la cajera son un poco parecidas: hacen lo suyo sin molestar a nadie, están en medio de una situación libertina, pero no se meten. No juzgan, ni critican, simplemente miran desde un costado. Están en una escena, pero no forman parte de ella.
Siempre me costó sentirme parte de algo y subirme a los consensos colectivos y las tendencias de la época. Un poco porque soy un pesado y otro poco porque realmente no siempre estoy de acuerdo con los grandes consensos. Diría que, generalmente, no me siento incluido en la fiesta de todos. Tampoco nada me genera demasiada pertenencia –una amiga mía diría que soy muy cínico–. Siempre miro todo un poco de reojo.
Hace unos años, entrevisté a Emilio Cicco a raíz de su libro Rock & Roll Islam. Nos conocíamos de antes, había sido profesor mío. Cuando terminamos la nota, él me dijo que el periodismo y el oficio de la escritura lo habían vuelto desconfiado, que lo hacían ver todo con cierta distancia, como si estuviera esperando que alguien muestre la hilacha o que pasara algo que después sirviera para ser contado. Yo no sé si es el trabajo o el mero hecho de escribir lo que me hace estar adentro y afuera de todo al mismo tiempo. Ser como Carol y como la cajera. Reconozco que esa posición me gusta, la disfruto. Nada mejor que estar parado y quieto en una fiesta de música electrónica, mirando todo como si fueras una antena humana que quiere captar señales que nadie más puede captar.
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En mi edificio –que tiene casi 100 años– se rompió un caño y tres departamentos se inundaron. En el que vivo, por suerte, no pasó nada. Todo esto generó que me quede varios días sin agua y fuera de casa. Cuando finalmente pude volver, mi departamento estaba raro. Diría que estaba como vacío, pero con cosas. No. Lo correcto sería decir que se sentía vacío. Estuve fuera apenas cinco días, pero ese tiempo fue suficiente para que algo cambie. La lluvia y la seguidilla de días grises tampoco ayudó a que se armara la imagen de “hogar dulce hogar”. Se me ocurrió que limpiar podía ayudar a que la cosa se vuelva un poco más cálida o al menos a que pasara algo en mi casa. Soy una persona muy ordenada, bastante obsesiva de hecho, supongo que soy así porque las personas habitan sus casas como habitan su biografías y a mí me gusta que mi biografía sea lo más ordenada posible. En el fondo, imagino, esto tiene más que ver con mi afán de control que con otra cosa: que mejor que el orden para alguien que todo el tiempo quiere saber lo que va a venir y cómo manejarlo. Escribir tiene que ver un poco con eso también, con controlar, porque nada más autoritario que ser una persona que escribe y concentra, en sus dos manos, la posibilidad de poner y sacar cada palabra, punto y coma que se le antoje. Me dispersé. Perdón. Estoy cansado y un poco distraído. De lo que quería hablar era de las tareas del hogar. Retomo. Soy una persona muy ordenada y el orden se me da con facilidad, no así la limpieza. Detesto limpiar, sobre todo los pisos y ni hablar de colgar la ropa después de lavarla. Lo hago a regañadientes. Sin embargo, me gusta mucho descolgar la ropa, no solo porque se hace rápido sino también porque la ropa colgada en la soga es muy linda de ver: la superposición de colores, la manera en la que se mueven las sábanas y las toallas con el viento, los juegos de luces y sombras que se arman entre las prendas. Diría que me tomo el trabajo de ir hasta la terraza –en lugar de colgar todo así no más, adentro y en el tender– para después ver eso, esa imagen completamente intrascendente que no le interesa a nadie más que a mí.
A raíz del newsletter de la semana pasada, un lector me mandó un mail y me dijo que en los “me acuerdo” de Joe Brainard hay varios sobre Frank O’Hara. No leí ese libro con las memorias de Brainard y ahora tengo mucha ansiedad por hacerlo porque el pico de obsesión por O’Hara aún no decae.
La semana pasada, terminé de leer Sardinas y naranjas así que ahora planeo releer Meditaciones en una emergencia. La primera vez que lo leí, no le presté atención al prólogo que hace el traductor, en el que cuenta varias cosas sobre la vida de O’Hara. En esta segunda lectura no voy a saltarme nada. Otra cosa que no recordaba de la edición que tengo (a diferencia de Brainard, yo no me acuerdo) es que, después de los poemas, el traductor incluye una serie de notas de cada uno de ellos en las que cuenta un poco sobre el contexto en el que fueron escritos. Ahora, que quiero saber y leer todo sobre este escritor, ese puñado de chismes me parecen una mina de oro.
Hay algunos poemas, de esos que son para los chongos, en los que O’Hara menciona al chico en cuestión. Pero en muchos otros no. Me pregunto si él era un traficante de poemas, si esos textos que hacía para chicos lindos, sin decir sus nombres, después iba y se los leía a otro amante. Si el poema que era para Juan, sin decir que era para él, después era para Joaquín. Si iba por la vida diciendo “Te hice este poema Juan” y después, con el mismo texto abajo del brazo, decía “Te hice este poema Joaquín”. Qué pasaría si Juan y Joaquín se enteraran que les hicieron el mismo poema. No sé si a O’Hara le preocupaba eso o si quería o no regalarle un poema a un chongo, quizás sólo quería escribir algo porque él tenía ganas de hacerlo para sí mismo. La escritura también puede ser egoísta.
Supongo que Frank O’Hara hacía eso todo el tiempo, lo de traficar poemas. Supongo que disfrutaba mucho decirle al chico que le gustaba: “Te hice un poema”. Seguramente lo hacía por eso, sí, por la puesta en escena. Para sentir ese goce y esa satisfacción que sólo da la fantasía.