#148. Industria nacional
Un recital de Fonso, un pasaje de la biblia y algo sobre escribir.
Ocurrió lo peor: tuve que poner en mi cama el juego de sábanas que no me gusta. Organicé mal las tareas domésticas y los dos juegos que sí me gustan quedaron para lavar. Es una de las tragedias hogareñas que más detesto. Tendría que deshacerme de esas sábanas que odio, ya sé, no soy boludo –bueno, un poco sí–. Debería conseguir unas nuevas y listo. Unas que sí me gusten. Comprar un juego de calidad, bien lindo y en cuotas. Olvidarme del calvario de dormir entre telas desagradables. Pero en este contexto, comprar un buen juego de sábanas debe ser un lujo al que muy pocos acceden. Y yo no estoy entre esos pocos. Por ahora.
Empezó el Despedida Tour y con mi amiga Mailen nos agendamos unos planes antes de su viaje. Entre las paradas de esta gira estuvo el show de Fonso en Niceto. Tocó el 1º de mayo y fue una experiencia religiosa. Apenas terminó, con Mailu dijimos: “Fuimos a una misa”.
Ya lo conté mil veces –perdón por repetir, pero el público se renueva y, además, no tengo tantas anécdotas bajo la manga–, mi idea original cuando llegué a Buenos Aires era dedicarme a la crítica musical y ser periodista de rock –¡soñé ser crítico de rock!–. Los primeros pasos los di en una revista que hacían unas chicas de TEA, el lugar donde estudié, y después en el diario Tiempo Argentino.
Ahí estaba yo, en el ocaso del gobierno de Cristina, flasheando con las luces de la ciudad, sintiéndome parte de un jet set imaginario sólo por conseguir entradas gratis para recitales y por recibir discos en mi casa con un sello negro en la tapa que decía “EJEMPLAR DE PRESNA”, así en mayúsculas. Pero el trip se me pasó rápido: el mundo del rock era muy paki y yo demasiado gay. Además, nunca me gustó hacer pogo y las bandas que me tocaba cubrir invitaban mucho a eso.
De ese debut y despedida de la crítica musical pasaron poco más de 10 años y desde entonces nunca más volví a hacer pogo. Hasta el show de Fonso. Fue inevitable. El recital fue una suerte de acto del día de la tradición –Niceto decorado con banderas argentinas, folklore de fondo antes de que todo arrancara y escarapelas que repartían en la puerta–. El límite entre joda y seriedad era realmente muy delgado: o era un gran chiste o era un gran homenaje a eso que llamamos “patria”. Hace un par de semanas escribí una nota en Vida Cotidiana –revista que hacemos con grandes amigas y que todos ustedes deberían leer– en la que decía que cuando era chico odiaba todo lo que tenía que ver con “la tradición”: no entendía por qué era una buena idea bailar en la escuela unas danzas anticuadas con disfraces de gauchos y unos pañuelos harapientos de nuestras madres y abuelas. Ahora, todo eso me parece increíble y no puedo vivir sin tener ese universo cerca. Literalmente soy el meme del tipo con la escopeta en una mano y la bandera argentina en otra.
Día del trabajador, el disco que Fonso presentó el otro día, va en contra de mi hipótesis de que el rock se fue hacia el pop. Él hizo el camino contrario y ahora está más cerca de hacer un show con bengalas que uno habitado por usuarios de Tumblr. También en Vida Cotidiana sacamos una reseña que hizo Mailen del disco. En una parte de su texto dice:
Hace poco con un amigo hablábamos de la correspondencia casi ciega que tenemos con la música argentina que nombra lugares, situaciones y palabras de acá. Nombrar con el glorioso voseo que nos tocó como por una varita mágica lingüística, describir de un modo que pocos entenderían allá fuera ¿Nuestro modo de ganar la batalla cultural? Quisiera creer que los temas de Fonso son una carta que deambula por todos los buzones de la ciudad con una invitación cordial a sumergir a los habitantes de ella, como agasajados y anfitriones, en las profundidades de un cemento único en el mundo.
Y ese cemento único es el de Buenos Aires.
El recital fue una gran fiesta patria, una mezcla de peronismo y confusión progresista. Una crítica estilizada a este gobierno que tenemos, que escatima tanto en el buen gusto. Pero a pesar de todo esto, había como un tufillo de farsa, como si Fonso y su banda –que se llama Las Paritarias– se estuvieran cagando de risa de todos nosotros ¡un puñado de progres con crisis de representación! Fue todo muy maravilloso y muy extraño, no voy a mentirles. Pero que linda es la confusión cuando la inventa la industria nacional.
Podés suscribirte a Vueltas en la cama con un aporte mensual de $1.500, $1.000 o por el valor que quieras. Si te parece que soy muy chanta por pedir plata todos los meses, pero igual querés aportar, tenés la opción de invitarme un cafecito. No voy a volverme rico, pero me vas a ayudar a tener más tiempo para escribir. Y eso se va a sentir como un mimo.
De Frank O’Hara no hablo por recomendación de mi analista, pero de John Ashbery –que era un amigo suyo– puedo decir lo que quiera. Aunque no quiero decir nada, sólo compartir este poema de él que leí anoche, antes de (intentar) dormir:
El último mes
No hay cambios de dirección–sólo
Parches de gris, aquí donde el sol cayó.
La casa parece más pesada
Ahora que se han ido.
De hecho, se vació en tiempo récord.
Donde la plana mesa acostumbraba quedar
Un fósforo huye, lentamente, hacia la noche.
La academia del futuro está
Abriendo sus puertas y deseando
La estéril luz solar dividiéndose en bóvedas,
Las sillas en altas pilas de libros y papeles.Aquel dopado es el bufón del mes
Confirmando la propiedad de que
Un valor atemporal ha cambiado de manos.
Y puede tener un nuevo auto,
Juego de ping-pong y garaje, pero el ladrón
Se llevó todo como un milagro.
En su libro estaba la infamia como único dibujo
Y en el jardín, lamentos y colores.
Llego a mi casa de muy mal humor. El motivo es difuso. Es de esos enojos que parecen un berretín adolescente, de los que aparecen porque enojarse es gratis. Son lo que a mí me gusta definir como “estar chinchudo”. No estás mal, ni bien: estás chinchudo. Y listo.
Para despejar la mala onda, salgo de mi casa y me pongo bien fuerte en los auriculares las canciones que dos noches atrás grité en Niceto. Son bien rockeras, dan para estar chinchudo. Por eso me gusta tanto el rock: te permite enojarte un ratito, sin romper nada. La música trendy de ahora quiere que seas feliz todo el tiempo. Imposible.
Entonces, retomo, voy por la calle y le mando un mensaje de texto a una amiga y le digo que estoy chinchudo y que me puse el disco de Fonso al mango. También le digo: “Salí a hacer unos recados por el barrio”. Y ahí, en el momento que escribo “recado”, toda la chinche se disipa. Que placer poder decir “recado”, mucho mejor que “mandados” o “salir a hacer unas cosas” ¿Qué sería salir a “hacer unas cosas”? La nada misma. La estupidez absoluta. Un suicidio del lenguaje. Me gusta mucho la palabra “recado” y lamento usarla tan poco. Capaz el enojo tenía que ver con que no estaba diciendo lo suficiente una palabra que me gusta mucho. Las palabras, divino tesoro.
Hace muchos años, cuando era un joven que usaba camperas de llamas y fumaba prensado, misma época en la que quería ser crítico de rock –¿queda más clara la confusión ahora?–, con un amigo quisimos armar un porro con una hoja de la Biblia: nos habíamos quedado sin papeles. En el departamento donde vivía en aquel entonces, uno de esos genéricos a los que llegás cuando tenés 18 años y sos del interior, había un nuevo testamento. Era una de esas ediciones chiquitas, las que antes ponían en los hoteles o te dejaban en tu casa. Ahora no te dan nada porque hasta la industria de la fe está en recesión. La cosa es que abrimos el librito al azar, cortamos una hoja cualquiera y en el pedazo de papel que sobró, quedó exactamente este versículo del libro Hechos:
Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo.
A mi amigo y a mí nos explotó la cabeza porque lo que más nos importaba en el planeta en ese momento –y ahora también– era decir y, sobre todo, escuchar cosas nuevas. Lo pensábamos en relación a la música, a esos minutos en los que descubrís un sonido que nunca antes habías escuchado y que, a pesar de ser desconocido, te encanta. Nada me excita más que poner un disco entero apenas sale. Por eso odio la tiranía de los singles, estar durante meses escuchando partecitas de algo que, para cuando sale, no tiene nada más por descubrir. A mí tirame todo de una. Pegame una piña en la cara porque, si suena bien, te juro que no me molesta.
Escribir, para mí, es como jugar a la búsqueda del tesoro. Encadenar oraciones sería seguir las pistas. La meta: entender cosas. Escribo mucho, sin parar, varios textos por semana –este newsletter, notas para el diario en el que trabajo, anotaciones en mi teléfono– porque hay muchas cosas que quiero entender al mismo tiempo. Sin embargo, la principal diferencia con la búsqueda del tesoro –la de verdad– es que en ese juego alguien arma las pistas, las desparrama y uno tiene que juntarlas hasta que llega al premio, pero cuando se trata de escribir nadie te deja las pistas. Las tenés inventar, esconder y encontrar solo.
Miento. Nunca estás del todo solo. No comulgo mucho con esa idea del escritor sufrido que está encerrado en su casa, padeciendo lo que hace mientras teclea, aislado de todo. En mi caso, mi búsqueda del tesoro se juega de a varios.
La mayor parte de las cosas que escribo son textos que armo a partir de conversaciones que tengo con diferentes personas –amigas, amantes, conocidos, desconocidos, amigos de amigos–. Nunca estoy solo cuando escribo, aunque físicamente no haya nadie a mi alrededor. Hace un par de años lo escuché a Osvaldo Baigorria leer un texto en el que se refería a esto mismo:
Siempre habrá influencias, préstamos, robos, apropiaciones conscientes o inconscientes, cálculo y conveniencia. Incluso cuando escribimos a solas y le ponemos nuestra firma a una obra estamos escribiendo en colaboración, una colaboración que pasa inadvertida, que se oculta. ¿Cuántos textos se han producido leyendo o conversando con otros textos y personas, incluso inmediatamente después de un encuentro oral? Nunca hay un yo que escribe, hay muchos yoes, y “yo” es un agenciamiento de voces precedentes y sucesivas que se encontraron en un punto, en una coma, en un párrafo.
No hay escritura sin diálogos, sin conversaciones, sin encuentros con otras personas o con otras cosas –libros, fotos, películas, series, videojuegos, música, anécdotas ajenas–. Las pistas deben ser eso, ese guiso de cosas aleatorias que aparecen como flashes mientras pasan los días. Y el tesoro es no encontrar ninguna respuesta, es decir, no llegar a ningún lado, a ninguna certeza. Y de esa insistencia por querer entender algo salen nuevos textos. Nuevas palabras.