Queridxs lectorxs de Vueltas en la cama: a partir de este sábado y durante el próximo mes el newsletter va a cambiar de formato. Espero que no me abandonen en este experimento.
Día 1
Estrictamente el día 1 sería mañana porque todavía estoy en Buenos Aires y esto es un diario de un viaje a México. Pero para mí los viajes empiezan en el instante que cerrás la puerta de tu casa para no volver por un tiempo. Además, tengo un rato largo de espera en el aeropuerto y prefiero escribir antes que pensar. Aunque escribir es pensar, pero de una manera más ordenada. Es pensar con algo adelante, la hoja en blanco. Lo otro, lo de pensar sin nada en frente, es más molesto y más inútil.
Antes de subirme al avión releo un poema de Laura Wittner que me gusta mucho y que hace match con el lugar en el que estoy. El texto se llama “Las últimas mudanzas” y mi parte favorita es esta:
Todo está sin resolver
y así permanecerá.
Tus párpados
que aletean como flores en un viento demente:
del que quiere
sólo tiene fragmentos.
Como las voces de altavoz
y los números de vuelo que retumban.
Drama visual
que se reitera en aeropuertos:
el (perturbador) desequilibrio
entre la fina azafata
y la pesada valija que lleva.
El súbito desequilibrio
entre el que se va y el que se queda.
Día 2
Siempre tardo en llegar cuando llego a una ciudad diferente. Me agarra un delay mental y físico. Para cuando finalmente me aclimato al nuevo lugar, me tengo que ir. Espero que esta vez no me pase lo mismo. El vuelo hasta Ciudad de México fue una tortura: la combinación de pensamientos invasivos y turbulencia no ayudó. Sin embargo, cuando aterricé había un día de sol increíble. Eso mejoró todo. Verano en pleno invierno argentino. En migraciones, una fila interminable de gente. Siempre sufro en ese momento porque la legalidad y la ilegalidad me parecen cosas muy arbitrarias y nunca está del todo claro si podés tener o no algún problema para pasar.
Como en todas partes del mundo, hay dos filas: una para extranjeros y otra para residentes. La hilera para los locales está casi vacía, entonces, un tipo de la policía dice: “Pasajeros con visa canadiense o norteamericana avancen por la fila de mexicanos. Pasajeros con visa canadiense o norteamericana avancen por la fila de mexicanos”. Me quedo pensando unos segundos en cuál es el criterio para hacer eso. Uno puede entrar a este país sin visa ¿Por qué tener visa estadounidense sería como un free pass para avanzar? Yo tengo ese documento pegado en mi pasaporte y –a pesar de las dudas– me paso a la fila de los mexicanos. A la visa la tramité hace varios años, cuando íbamos a ir a Nueva York con mi papá, mis hermanos y mi tía, pero finalmente el viaje se canceló: mi tía se enfermó y en la fecha en la que íbamos a estar paseando por Manhattan ella se murió en una cama de hospital.
Culpa del tráfico, me lleva bastante tiempo llegar a la casa de mi amiga Monse. Me prestó su departamento para que me quede mientras ella está de viaje. Es una casa muy linda. Desde el balcón se ve una diagonal por la que asoman edificios, árboles y en el fondo las montañas que rodean la ciudad. Pero lo mejor de todo es cómo suena la música. Hay como unos parlantes pequeños escondidos por la casa, entonces, cuando empiezan a sonar, se escucha la música por todos lados y al mismo volumen. Vas caminando y la música va caminando al lado tuyo.
A último momento, consigo un turno para visitar la Casa Giraldi, una de las que diseñó Luis Barragán (sobre él escribí el año pasado acá). Llego al lugar y me encuentro con un grupo de adolescentes estadounidenses. Hablan muy fuerte y son mis compañeros de visita. Seremos 15 personas en total. Todo el recorrido se hace en inglés. El guía pregunta si hay alguien que prefiera que sea en español y yo levanto la mano, pero el tipo me contesta: “Lamentablemente nos adaptamos al lenguaje que maneja la mayoría del grupo”. No entiendo entonces para qué preguntó. La casa es increíble, pero el grupo de gringos arruina todo. Se supone que la arquitectura de Barragán tiene que ver con el vacío y con el silencio. Estos chicos ocupan mucho espacio y hacen mucho ruido.
Desde al menos un mes, mis amigas y yo montamos un operativo para que mi amigo Juan no se entere de mi llegada a Ciudad de México. Mi plan era –es– darle una sorpresa. La misión resultó un éxito y él no sabe que ahora estoy caminando a su casa. Sobre las sorpresas tengo sentimientos ambiguos: por un lado, disfruto mucho de darle una sorpresa a alguien; pero por otro lado siempre tengo miedo de ser yo el sorprendido. Es como cuando caes sin avisar a la casa de tu novio y descubrís que se está encamando con otro ¿Qué hacer con las flores y los chocolates que le habías comprado en medio de ese escenario pesadillesco? Por suerte, darle sorpresas a las amigas es siempre más divertido y menos riesgoso.
Me encuentro con Lucía, mi principal socia en esta misión –viajamos juntos hasta acá– para ir a darle la sorpresa a Juan. A ella le cuesta mucho mentir, pero lo hizo de una manera muy profesional las últimas semanas, de hecho hoy más temprano ya lo vio a él y pudo guardar el secreto.
Llego a la casa de Juan y me quedo en la cocina. Él está terminando de dar una clase. Cuando finalmente termina, nuestra amiga le dice que le trajo una sorpresa desde Buenos Aires y que se la dejó en la cocina. Quisiera poder explicar la cara que pone Juan cuando me ce, pero no sé cómo describirla. Da un paso para atrás, como si hubiera visto un fantasma, y después puros abrazos y alegría. Me gusta no poder explicar esto, ni describir bien la escena. Me gusta saber que las emociones de esos pocos segundos son algo que conocemos solamente él y yo. Nuestro pequeño secreto de amor.
Día 3
Me levanto temprano. Tomo mate. Como dos tostadas. Leo un poco. Salgo a recorrer el barrio. Todavía no termino de llegar: me siento un poco cansado y otro poco raro. La sensación que tengo cuando estoy en un lugar que no conozco es la misma que tengo cuando trato de hablar en inglés: me convierto en una versión inferior de mi mismo. Trato de sobreponerme a esa inseguridad y pido unas indicaciones para saber dónde comprar frutas y verduras. Termino en el mercado de la colonia (barrio) donde me estoy quedando. Paseo un poco y hablo con la puestera a la que le compro tres zanahorias, dos paltas, cuatro bananas, un mango y una docena de huevos. Es una señora bastante grande. Me da la bienvenida al mercado y a Ciudad de México. Me cuenta un poco de la historia del lugar y le pregunto cuántos años lleva ahí con su verdulería. “Muchos años, pero no tantos como los que tiene ese mercado, joven”, dice y me guiña un ojo.
Almuerzo con Juan y con Trini, una amiga suya de Chile. Cocinamos. Ella agradece la comida casera: está cansada de comer tortillas. La entiendo. Tuve ese mismo problema el año pasado, la primera vez que estuve en esta ciudad.
Lo que me gusta de Ciudad de México son sus diagonales, la manera en la que se superponen los planos, las capas de cables y edificios y autos y colectivos que hay en todas las esquinas. Me gusta sacarle fotos a esos cruces. Las diagonales generan profundidad en la imagen y una ilusión de movimiento. Yo prefiero que las cosas se muevan, antes de que de estén quietas, estancadas o muertas.
Visito a mi amigo Alberto. Tomamos una coca-cola, nos ponemos al día con los chismes, las historias de amor y también hablamos de música. Me cuenta de las fiestas a las que vamos a ir a bailar mientras esté acá y de lo que vamos a hacer para la marcha del orgullo, que es la semana que viene. Le llevo un libro mío de regalo y él me regala una remera que diseñó a partir de la obra de Slava Mogutin, un artista ruso. La remera tiene un poema adelante y atrás una foto de un chico sometido. Me gusta el contraste entre un puñado de versos y alguien en medio de una sesión de BDSM. Es como un caramelito Fizz: dulce y ácido al mismo tiempo.
Resulta que Mogutin empezó a recibir amenazas mientras vivía en Rusia por ser un activista de los derechos sexuales y referente de la comunidad gay. Se fue a Estados Unidos y ahora vive ahí. Sus fotos siempre retratan al mundo queer. Algunas son muy sórdidas y otras muy cute. Sin embargo, lo que más me gusta es que haya traducido al ruso poemas Allen Ginsberg, ensayos de William Burroughs y textos de Dennis Cooper. A pesar del exilio, sigue cerca del idioma que aprendió en su casa.
Ceno con mi amiga Cata. Ella es argentina, pero se crió en México. Después, volvió a Buenos Aires para estudiar, se recibió, pasó algunos años más ahí y regresó a esta ciudad. Llego a su casa y me prepara una michelada. Me cuenta de la librería que está armando y ultimamos detalles del viaje que vamos a hacer a la playa en unas semanas. La escucho y me doy cuenta cuánto extraño que viva en Buenos Aires. También extraño la manera en la que me hace pensar. Me encanta hablar con ella, me hace pensar lindo. Comemos una pizza, tomamos tres cervezas y vuelvo caminando a mi departamento. Tardo más o menos media hora en llegar. Entro y le escribo un mensaje de texto: “Ya llegué amis. Me encanta hablar con vos. Me hacés pensar lindo”. “Vos también amigo”, me contesta.
Día 4
Otra vez, me levanto temprano. Tomo mate y como dos tostadas, pero, a diferencia de las de ayer, estas tienen la palta y los huevos que compré en el mercado. Me quedo casi todo el día en el departamento corrigiendo un archivo de Word infinito. Tengo una reunión de trabajo, pero se cancela a último momento. Ahí aparece la duda de si salgo a pasear o me quedo. Elijo quedarme. No quiero entrar en el frenesí del turismo. Todavía quedan 26 días más para hacer ese tipo de planes. Tengo una conversación lánguida por WhatsApp y un llamado telefónico aún más precario: el diálogo vacila entre el desinterés y el desencuentro. Me pongo chinchudo. Me hacen rezongar, a mí que soy una dulzura.
Mi amigo Juan festeja su cumpleaños. Su casa está estallada y me sorprenda su capacidad para hacer amigos por el mundo. Es todo muy hermoso. Su amiga Trini hace completos para todo el mundo. Comemos panchos, tomamos cerveza y soplamos las velitas. Después, me encuentro con otra amiga en un bar. Como hongos por primera vez en mi vida. Ella se va del lugar y yo elijo quedarme solo. Hago pis y veo fractales. Después, bailo rodeado de desconocidos. Más tarde, con esos mismos desconocidos, canto en un karaoke hasta las cinco de la mañana. Me voy a dormir con el sol ya arriba.
Día 5
Ayer, en la fiesta, me hice de dos amigas nuevas y yo decido que sean mis madrinas en CDMX. Nos pasamos nuestros teléfonos y me organizan varios planes para los próximos días: los beneficios de ser un chico encantador. Unos días antes de llegar, una amiga que estuvo acá hace poco me dijo que tenía que abrirme a la ciudad y que la ciudad me iba a abrazar. Esa fue un poco la filosofía de anoche: entregarme al devenir de lo que pase y que la ciudad me ofrezca lo que tenga para dar. Fue increíble. Nada me divierte más que estar rodeado de personas que no conozco, ni me conocen. No tener historia. Ser nadie. Transformarme en una pieza de un juego que sólo existe cuando el sol se va y la música suena muy fuerte. Me fascina esa sensación que produce salir de noche con personas random, tener ese sentimiento de que todo es una potencial aventura, de que algo nuevo puede pasar en cualquier momento.
Voy caminando al Museo del Chopo. Empiezo a entender la geografía de la ciudad y llego sin mirar Google Maps. Recorro las muestras. Nada me llama particularmente la atención, excepto una exhibición con el archivo de El Nueve, una disco-bar gay muy icónica de CDMX que funcionó entre 1977 y 1989. Veo fotos de algunas fiestas y también una serie de invitaciones preciosas que repartían cada vez que hacían un evento. Salgo del Museo y vuelvo a mi casa caminando despacio. Quiero recuperarme de ayer porque esta noche voy a salir a bailar de vuelta.
💗