Día 6
Diría que soy un chico con suerte, suelo caer bien parado, incluso cuando estoy a 10 mil kilómetros de mi casa. Diría también que uno se inventa la suerte, se la provee. Simplemente, hay que decidirlo y repetirlo como si fuera un mantra: soy un chico con suerte. Lo compruebo cada día que paso en esta ciudad.
Anoche fui a bailar otra vez. Me recomendaron un club de techno y a pesar de que no me gusta esa música me pareció que valía la pena conocer una discoteca nueva. Fui solo y después de un momento tenso con el patovica del lugar, puede pasar (no me dejaba entrar porque en mi carterita tenía un medicamento y no podés entrar con pastillas al lugar. Pero el motivo de eso no es evitar que entres drogas, sino que le compres las sustancias a la propia dealer del lugar. Días más tarde me voy a enterar que esto común acá en México, porque los narcos obligan a los dueños de los bares a tener a los dealers de su grupo vendiendo en los baños. Si no aceptás y no pagás, bala). Contra todo pronóstico –sesgo–, la música fue increíble. Nunca antes había disfrutado tanto el techno. Me di cuenta, entonces, que no es que no me gusta sino que no me había gustado lo que había escuchado hasta ahora. En el lugar me encontré de casualidad con una chica mexicana a quien había conocido en una fiesta hacía un año –exactamente un año–. Cuando me aburrí del techno me acordé que a una cuadra había un boliche gay del que me habían hablado mucho.
Caminé hasta donde Google Maps me indicaba, pero no encontré una fiesta sino un estacionamiento derruido. Me sentí muy decepcionado y muy turista por no encontrar el lugar, o sea, muy patético. Sin embargo, en la vereda vi a un amigo argentino de otra amiga. Me dijo que no me había confundido, que estaba en el lugar correcto: la disco estaba arriba del estacionamiento. Siguiendo con las casualidades, el argentino conocía al chico que organizaba la fiesta así que me hizo entrar gratis. El lugar era realmente delirante, al mejor estilo Amerika. Cuando estaba en la pista, se me empezaron a acercar un montón de personas para preguntarme si era Dave. Yo dije “no, soy Imanol”. Ahí sucede otra coincidencia: uno de los dj del lugar es muy parecido a mí. Me mostraron fotos y se sacaron otras conmigo para mandarle a Dave. Por lo que me dijeron, el propio Dave quedó muy sorprendido con el parecido. Volví caminando a mi casa muy contento por la deriva nocturna y con un tesoro debajo del brazo que encontré apenas salí de la pista.
Hoy, con un poco de resaca encima, paso todo el día en el departamento. Hago compras en el supermercado y gasto lo mismo que en Buenos Aires. Gano la batalla de la economía. Me siento bien. Incluso con la inflación como condena, uno puede ganar algunas peleas financieras. Acomodo las compras y me voy a la presentación de un libro que hace mi amiga Cata. Termina el acto protocolar. Tomamos mezcal, cerveza, bailamos mucho y, otra vez, vuelvo caminando a mi casa.
Día 7
Una de las madrinas que me conseguí la semana pasada, Sebastián, me invita a Lagunilla, una suerte de La Salada, pero muchísimo más grande y diversa. Nunca había visto un mercado tan gigante como este, cuadras y cuadras y cuadras de puestos que venden: ropa, muebles usados, antigüedades, artesanías, comida, DVDs piratas –cientos de ellos–, juguetes sexuales, popper. Lo que quieras. Incluso, adentro del mercado, hay discotecas con la música al palo–también tienen la estructura de un puesto de feria–. Mi amiga Cata se suma a la travesía y recorremos el mercado juntos. Compro algunas joyas olvidadas y descubro la existencia de los exvotos. Son como memes religiosos, pero en serio, es decir, parecen un meme pero no tienen chiste.
Cuando a una persona se le cumple el pedido que le hizo a algún santo o alguna virgen, hace una pequeña pintura y escribe un texto debajo contando qué fue lo que se le cumplió y a quién le agradece. Son bizarros y solemnes al mismo tiempo. Hay dos que nos llaman la atención. En el primero, una mujer le agradece al Sagrado Corazón de Jesús por no haber quedado embarazada cuando se acostó con su jefe y por haber hecho que mejore su “situación laboral y económica”; arriba de la leyenda, una pintura amateur de una chica semidesnuda en la cama y un caballero de traje saliendo de la habitación. El segundo que nos gusta es mucho mejor mostrarlo que contarlo:
Siguiendo con mi racha de buena suerte, Sebastián nos invita a comer a su restaurante. Cata y yo recibimos un banquete delicioso. Después, vamos al cine a ver La práctica de Martín Rejtman. Vuelvo a mi casa y me acuesto a dormir antes de las diez de la noche. Todavía tengo mucha resaca acumulada.
Día 8
Paso el día echado en el departamento. Todavía me tengo que reponer de las noches de fiesta. Me gusta perder el tiempo en una ciudad nueva porque el tiempo se siente diferente y no hay presiones: no tengo que cumplir con nadie más que conmigo mismo. Autosuficiencia y autosatisfacción.
Salgo a la calle recién a las seis de la tarde para tomar un café con Guillermo Osorno, un periodista mexicano que fue director de Gatopardo. Soy muy fan suyo y en un par de semanas vamos a presentar juntos mi libro en esta ciudad. Voy caminando hasta el café y, otra vez, no uso Google Maps para llegar; el triunfo de la memoria y la ubicación en tiempo real. Hablamos de todo un poco durante casi dos horas. Pasamos revista y comentamos desde el gobierno de Milei, hasta las fiestas queer que ofrece Ciudad de México y el mundo de los vaqueros gay que él está investigando. Quedamos en tomar otro café la semana que viene para arreglar detalles de la presentación.
Voy a cenar a la casa de mi amigo Alberto. Intento llegar caminando, pero hay un diluvio y no logro avanzar ni dos cuadras. Tomo un Uber que me sale un ojo de la cara, pero no importa; cuando se trata de confort no escatimo en gastos. Llego a su casa y empiezo a descubrir cosas nuevas, como siempre. El universo de Alberto es muy diferente del mío y visitarlo se convierte en una pequeña aventura por libros y ritmos desconocidos. Escuchamos dos vinilos de música electrónica, miro un libro con fotos de Bruce Labruce y antes de irme, me muestra una canción de Los Wendy’s que me vuelvo loco. Se llama “Todo o nada”. En el camino a mi casa pienso si no debería hacer un exvoto antes de irme de la ciudad, aunque todavía no se bien qué pedir y me daría terror que el santo no me cumpla con mi plegaria.
Día 9
Me levanto chinchudo. Ni bien, ni mal: chinchudo. Mi amigo Juan me rescata del malhumor y vamos a almorzar. Como siempre que lo escucho a hablar quedo fascinado. Me pregunto, cada vez que lo veo, de dónde salió este chico. Comemos comida corrida. Pagamos 75 pesos cada uno y después paseamos por el bosque de Chapultepec. Aprovecho para sacarle una foto a él y otra más a un tipo que vende paraguas en la entrada del parque. El malhumor se empezó a ir cuando me encontré con Juan y termina de desaparecer con las dos fotos que saco en el paseo. El poder de la imagen.
Voy a cenar con mi amiga Mercedes, llegó hoy desde Buenos Aires. Antes de ir al restaurante, la acompaño hasta la habitación de su hotel. Nos gustan mucho los colores del lugar y, sobre todo, una hielera de plástico marrón. Le saco una foto que oscila entre retrato para solapa de libro y foto de diario local.
Día 10
Paseo por el centro con Mercedes. Intentamos ver los murales de la Secretaría de Educación, pero están en restauración. Le propongo ir a ver un mural que Diego Rivera hizo en 1947 y que se llama “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”. Es un mural gigante y hermoso. Mirándolo, hace casi un año, con mi amiga Florencia decidimos armar Vida Cotidiana. Lo vuelvo a ver ahora y me gusta más que antes. Salimos y nos vamos a tomar algo al Café de Tacuba, pero antes le saco una foto a unos edificios que están a la vuelta del museo que tiene la obra de Rivera. Miro la imagen y siento que los edificios se me vienen encima. Me gusta esa sensación, de que las cosas se vengan encima.
Visito el Museo Nacional de Arte. Hay una exposición sobre ángeles, cientos de metros cuadrados llenos de pinturas que retratan a estas huestes celestiales que andan en la Tierra. Me engancho en una visita guiada llena de señoras que, por lo que opinan, son muy religiosas. Me quedo callado porque no quiero generar polémica. Una vez, en una galletita de la fortuna me salió este consejo: callar a tiempo es prudencia. Honestamente, lo aplico poco.
Después, sigo con las salas de escultura y de arte mexicano de los siglos XX y XXI. Descubro a Lola Álvarez Bravo, una fotógrafa de Jalisco que sería como la versión local de Grete Stern. En el museo exhiben un fotomontaje suyo que se llama “Anarquía Arquitectónica de la Ciudad de México”. Miro la obra y vuelvo a pensar en cómo las estructuras se te pueden venir encima.
Vuelvo a mi casa y no hay agua caliente. Supongo que es un problema del edificio. Me baño con agua fría y salgo corriendo para no llegar tarde a la presentación del libro de Guillermo, Tengo que morir todas las noches. Antes de que empiece la charla, una chica se acerca y me pide si le puedo autografiar un libro. Me lo muestra y veo que al libro lo escribió Dave, el dj con el que me confundieron hace unos días. Le digo que yo también escribo, pero que ese no es mi libro y que yo no soy Dave.
En la presentación hablan mucho sobre la fiesta –Tengo que morir todas las noches es una crónica sobre El Nueve, el bar del que hablé la semana pasada–. En un momento Guillermo dice: “La fiesta es como una cápsula del tiempo: uno entra y todo lo de afuera queda suspendido”. Descubro que es exactamente eso lo que disfruto de ir a bailar; que todo deje de existir por un par de horas.
Día 11
Amanezco lejos de mi casa. Anoche festejamos el cumpleaños de la mamá de Cata y dormimos juntos en la casa de su madre. Mi amiga me quiere mostrar el barrio en el que creció. El lugar es muy hermoso y tiene unos parques que son muy extraños; están en el medio de un barrio residencial bastante top pero son un poco trash. El primero, es como un hueco en la mitad de la tierra, lleno de árboles y plantas. Para entrar, hay que bajar unas escaleritas precarias. Es difícil de explicar la sensación que genera caminar por ahí, pero es parecida a sentir que en cualquier momento puede pasar algo; una especie de paranoia. El segundo parque es menos hostil: tiene puentecitos y agua –de cloaca– que forma unos arroyitos simpáticos. Después del paseo volvemos a la casa de sus padres para prepararle un festejo sorpresa al hermano de Cata: hoy es su cumpleaños.
Paso la tarde comiendo y tomando cosas exquisitas con extraños. Me hacen sentir como si fuera parte de la familia o como si hubiera estado en esta ciudad desde siempre. Sumo algunos amigos nuevos y cuando se hace de noche vuelvo a mi casa. Sucede lo peor: sigo sin agua caliente. Me pongo de malhumor así que decido salir a bailar otra vez, solo.
Día 12
La pista de anoche me ofreció otra revancha con el techno. Primero, sonó una especie de techno pop; a los 200 bpms de las canciones se sumaban las voces de Britney o Nicki Minaj o Rosalia. Después, apareció un techno reguetonero con versiones de hits de Wisin & Yandel, Tokischa y Plan B. La fiesta la organizaba mi amigo Alberto y se describe como un “club de sexo”. Sucede en un lugar que, hasta las 10 de la noche, es un centro de cruising y después se transforma en esta discoteca donde los chicos bailan en calzones y hacen maravillas por todos lados. Es un pequeño parque de diversiones para mayores de 18 años. Las atracciones que ofrece son: sala de tortura, vagón de subterráneo, darkroom, cabinas, domo con espejos. Siempre llego a estas fiestas con ganas de lujuria y demencia, pero al final, no hago nada muy diferente a cuando estoy en otras fiestas: tomo cerveza y bailo solo. Como me dicen mis amigos mexicanos: soy muy “vainilla", es decir, muy convencional. Y sí, es cierto. Soy así. Ante la oferta desmedida de placeres y posibilidades que hay en el mercado del deseo, prefiero mi forma clásica de amar.
Paso el día en el departamento. Logro solucionar el problema del agua caliente. Hablo con amigas, leo un poco y salgo a la calle a comprar una remerita para usar mañana en la marcha del orgullo. Mientras busco mi outfit repito en loop dos canciones secretas. La primera dice: “Me da gusto a poco y se me está poniendo el pelo gris”. La segunda: “La distancia trajo un océano de miseria y melancolía / ¿Estarás fumando en un balcón ajeno?”.
Consigo una pupera de tul naranja flúor que me queda muy bien, ahora que soy flaca. Anoche en la fiesta, varias personas me volvieron a confundir con Dave. Esta mañana le conté este nuevo episodio de confusión –nos empezamos a seguir en Instagram– y me dijo que vaya a bailar a una fiesta en la que va a pasar música. Acepté la invitación y le dije que nos saquemos una foto juntos para hacer memes del género Juego de gemelas. Sin embargo, antes de hundirme en la pista de nuevo, voy a ir con Guillermo a la coronación de Rey Vaquero Gay 2024. Se supone que estoy de vacaciones, pero no hay un día de paz en esta ciudad. Y eso me encanta.