Día 13
Anoche, finalmente, conocí a Dave, mi doopelgänger mexicano. Nos abrazamos como si fuéramos amigas de toda la vida. Pero antes de ir a la fiesta a la que me invitó mi gemelo, estuve en la elección de Rey Vaquero Gay 2024. Fue una cosa completamente delirante; en el bar donde sucedió la ceremonia había como cien trolos, todos vestidos de vaqueros. En mi vida vi camisas tan geniales. Todo el mundo bailando música en pareja, haciendo coreografías que me parecieron imposibles de imitar. Entendí que esta ciudad es extremadamente diversa y muy gigante. Buenos Aires también, pero siento que la diversidad es más parecida entre sí.
Ahora, estoy recién levantado y con mucha resaca. Los vaqueros toman mucho y la cerveza llegó caliente toda la noche. Estoy apurado. Tengo que llegar a un almuerzo ultra gay en la casa de Jorge, un nuevo amigo mexicano, para ir después a la marcha del orgullo con un montón de desconocidos y unos pocos conocidos, como mi amigo Alberto.
La tarde es una confusión absoluta. Tomamos cerveza. Bailamos. Tomamos drogas. Bailamos. Con Alberto nos escurrimos entre las personas y sacamos fotos. La calle es una piña en la mitad de la cara. Mi gemelo, Dave, pasa por la avenida con la carroza de su fiesta, Estéreo, y nos hace señas para que subamos. De un segundo a otro, mis amigas y yo estamos arriba de un camión cantando pop y tomando tequila con hielo. En Buenos Aires, jamás estuve arriba de un camión, pero como ya dije antes, en esta ciudad la suerte está de mi lado. Todo lo que vino después de la carroza no lo puedo escribir porque mi papá lee este newsletter.
Para bajar un poco, con dos amigas –Joaquín y Eli– nos vamos a almorzar post marcha a un restaurante chiquito y delicioso. Son las cinco y media de la tarde. , Me invitan a una fiesta, tempranera, y digo que sí. El plan es ir primero ahí, después a la casa de no sé quién y terminar en Por Detroit, que es el lugar que originalmente me habían recomendado par air esta noche. Me gusta saber que hay tiempo para todo y que todo el tiempo alguien me invita a algo.
Vuelvo a mi casa y reviso las fotos de la tarde. A pesar de la confusión etílica y sintética, hay buenas postales. Me baño. Cargo un poco teléfono. Tomo un taxi hasta la fiesta a la que me invitaron Joaquín y Eli. Me duele todo el cuerpo y apenas puedo bailar.
Día 14
Quisiera poder describir o explicar lo que pasó o lo que fue la fiesta de anoche, Por Detroit, pero la verdad es que no sé bien cómo hacerlo. Cualquier cosa que diga, no va a hacerle justicia a ese lugar gigante, laberíntico y que parecía una cárcel. Por lo que me dijeron, antes de ser una disco fue una imprenta que no tenía paredes, sino que los espacios eran divididos por rejas. Quise tomar unas fotos con mi celular, pero la imagen que se guardó en mi teléfono no estaba a la altura de lo que mis ojos estaban viendo –me gusta mucho cuando pasa eso, cuando hay algo que no se puede registrar, ni contar–. De vuelta apareció la fusión de techno y pop que escuché hace unos días: al hilo sonaron Britney, Nicki Minaj y Rihanna. En otra pista, techno y folklore mexicano. Tardé un par de horas en entender la disposición del lugar y varias veces me perdí. Me dio mucho placer el desconcierto, estar desorientado rodeado de extraños, no saber dónde estaban mis amigos, qué era ese lugar, ni cómo lidiar con el frenesí de la fauna ultra exótica que había en esa cárcel de la que colgaban plantas del techo. Me gustó sentirme perdido.
Me gusta que no se pueda explicar cómo se sintió.
Uno de mis nuevos amigos, Zeus –sí, se llama así, y sus hermanas también tienen nombres diosas griegas– me invita a desayunar chilaquiles. Me dice que son perfectos para la resaca. Estoy tirado en la cama. No me puedo mover, ni puedo pensar. Volví de la fiesta cerca de las siete de la mañana y apenas son las once y media. No dormí ni cinco horas, pero ya es de día y no puedo dormir cuando sale el sol, así que acepto la invitación. Además, nunca comí chilaquiles.
El plato me parece una chanchada: una pila gigante de nachos con una salsa picante encima y pollo y queso y huevo y otras cosas más que ni sé qué son. Es tan picante que empiezo a transpirar –por eso es que sirve mucho para la resaca–. Comentamos la fiesta de ayer –Zeus también estuvo–, vuelvo a mi departamento y duermo una mini siesta. Me despierto, tengo un largo llamado telefónico sin final feliz y para no mambearme, me voy a visitar a Juan y Lucía. Tomamos mate. Nos comentamos nuestras noches y me voy a cenar con Cata a una esquina preciosa y silenciosa; somos los únicos en todo el lugar. De postre, otra vez me encuentro con Juan y Lucía. Tomo cerveza hasta las dos de la mañana y vuelvo borracho a mi casa.
Día 15
Siento que hoy, finalmente, me recupero de la marcha. Ya no queda en mi sangre una gota de alcohol, ni de drogas. Es lunes. Lo único que quiero es estar tranquilo, tener un par de horas –días– sin sobresaltos. Empiezo a darme cuenta que, quizás, ya no quiero vivir emociones tan intensas.
Jorge me invita a rematar las sobras del brunch ultragay. Voy hasta su casa caminando. Está lloviendo, pero no me importa. Cuando llego, me dice que se siente con resaca y que se pidió el día en el trabajo para poder revivir. Creo que nunca no fui a trabajar por tener resaca, es decir, he ido a trabajar con resaca. Después de comer las sobras, almorzamos en una taquería cerca de mi casa y vuelvo a mi departamento a corregir el Word infinito. Tomo mucha agua, pero después del almuerzo porque para brindar por el excelente fin de semana, Jorge y yo tomamos cerveza y mezcal con la comida.
Caigo en la trampa de la sociabilidad y salgo a la calle para ir a la despedida de mi amiga Lucía; mañana vuelve a Buenos Aires. Nos encontramos en Covadonga, una especie de cantina arty tradicional. Comemos rico. Bebemos mucho. El lugar cierra temprano, así que nos trasladamos hasta otro bar. Ya no sé qué día es hoy. Si es sábado, otra vez, o si es domingo o lunes o miércoles o jueves. Mis días en esta ciudad son un mixtape de festejos y vasos que se llenan para vaciarse rápido.
Día 16
Finalmente, llegan los planes de turista.
Visito el Museo de Arte Moderno (MAM) y descubro a Abraham Ángel, un pintor mexicano que se murió cuando tenía 19 años. Resulta que cuando tenía 16 años empezó a estudiar pintura con Adolfo Best Maugard y ese mismo año le dijo a su familia que se iba a dedicar al mundo del arte. Al parecer, en su casa la noticia no fue muy bien recibida y el hermano lo sacó patitas a la calle. Abraham, ni lenta ni perezosa, se pone a salir con Manuel Rodríguez Lozano –otro artista que a su vez era su profesor– y se van a vivir juntos a unas pocas cuadras de donde estoy viviendo yo ahora. Sin embargo, el amor no duró para siempre y lo normal es que las cosas salgan mal: Rodríguez Lozano lo dejó para irse con otro alumnito y Abraham cayó en una depresión muy intensa. Al poquito tiempo, lo encontraron muerto en su casa, con 19 años, por culpa de una sobredosis de cocaína. Pintó solo 25 cuadros en toda su vida.
Salgo del MAM y voy al Museo Tamayo, pero no veo nada que me guste, excepto por una pintura de Wifredo Lam que me gusta sólo porque mi amigo Santi me trajo desde Cuba una toalla de playa que tiene estampada una copia de esa obra. Entonces, lo que me gusta no es la obra, sino mi amigo, su regalo.
Santi, te extraño mucho.
Día 17
Anoche cociné comida argentina para mi amiga Monse, la dueña de la casa en la que estoy. Llegó ayer de Marruecos. Después de recorrer museos, sacar algunas fotos, hice las compras y me puse a cocinar. Comimos juntos y nos fuimos a dormir temprano.
Ahora, son las nueve y pico. Monse se acaba de ir. Yo estoy con mi Word infinito. Escribo un mensaje de texto mala onda y me disperso. Miro por la ventana. Fumo en el balcón. Paso canciones en Spotify. No me concentro demasiado. Pasa la mañana. Llega el mediodía. Pasa el mediodía, también. Se hace de tarde. Sigo disperso. Sigo fumando en el balcón. Sigo pasando canciones en Spotify.
No hago nada en todo el día.
Día 18
Espero a mi amiga Cata en un café. En un rato tenemos que estar en el aeropuerto, vamos a pasar unos días en la playa. Soy la única persona en todo el lugar que habla español. Estoy en un bar de la Ciudad de México y soy el único que no habla en inglés. Alrededor mío sólo norteamericanos y europeos que hablan a los gritos y miran TikTok a todo volumen. El cliché de la gentrificación.
Nunca había visto un mar tan turquesa como el de la playa de Zipolite. Nunca había visto el océano Pacífico, hasta ahora. Cata, dos amigos suyos y yo pasamos el día echados en la playa. Nos metemos al mar en bolas –es una playa nudista, no somos una manga de degenerados, aunque también lo somos– y pasamos el día atrapados en una seguidilla confusa de brindis. Los teléfonos no tienen señal. Hace mucho calor y hay mucha humedad, parece el clima del litoral, de Misiones; genera esa sensación de que el calor se te mete como adentro del cuerpo. Y transpirás. Y transpirás. Y transpirás. Te quedás quieto, sin hacer nada y transpirás. Y transpirás. Y transpirás.
El plan original era acostarse temprano. Pero son casi las dos de la mañana y mis amigas y yo estamos en La Máxima, un antro gay que está sobre la playa. Hay un show de drags. Las chicas, muy hábilmente, se pasean por la arena con taco aguja. Su destreza es envidiable. Nosotras, que tenemos un calzado más adecuado para el territorio, apenas podemos caminar. Arengamos a Cata para que se suba al escenario a la competencia de perreo. Sus competidores son 4 mariquitas, tres activas y una pasiva. Cuando a mi amiga le toca presentarse y decir su rol dice: “Soy versátil”. Quizás por eso, termina ganando la competencia de perreo y se transforma en “La nueva Máxima”. Como premio recibe: nada.
Volvemos caminando borrachos, saboreando las mieles de una victoria imaginaria. En el medio del frenesí, Cata me regala una remera de La Máxima que tiene letras rosas, con relieve y brillitos. Del lado de adelante tiene el nombre del local; y en el de atrás, dice: “Zipolite provee”.
Día 19
El tiempo se distorsiona por completo. Sé que en algún lugar del mundo el dólar vale mil 400 pesos, pero no me importa. El día es largo, el sol pega fuerte, la humedad mata y el mar está revuelto. No puedo escribir demasiado. Las ideas van y vienen muy lento y nunca terminan de formarse en mi cabeza. Cata y yo pasamos el día arriba de una montaña mirando el mar con sus amigos. Nos metemos al agua desnudos, tomamos cerveza, cantamos y bailamos las canciones pop de nuestras divas favoritas. Paseamos por la Playa del Amor. Miramos el atardecer. Hacemos un brindis. Todo es como un gran fade out de lujo y confort, pero en la mitad de la nada.