Día 20
El mar es bastante violento en esta playa. Es la contrapartida de esa actitud relajada que tienen todos los que se pasean en bolas por acá. Sin embargo, Cata y yo, nos metemos un par de veces después de desayunar. No le tenemos miedo a la violencia. Ella entiende bien cómo funciona este sistema hídrico. Yo, en cambio, voy más despacio; me da un poco de miedo. A veces, soy un cagón.
Hacemos una pequeña incursión en el reino fungi. Veinte minutos después, estamos comprando antiparras en un supermercado para ir a ver unos pececitos y unos corales en una playa que queda como a 15 minutos de donde estamos. Tomamos un taxi, caminamos un poquito y ahí estamos en nuestro nuevo destino.
Esta segunda playa no es nudista, lamentablemente, pero el mar es más tranquilo y me da menos miedo. Nos calzamos las antiparras y nos metemos al agua. Sin embargo, lo que hay ahí es bastante menos cute de lo que imaginamos: el mar de fondo está todo turbio y lleno de barro. No se ve nada. Lo único que encontramos son restos de plástico y hasta jeringas usadas. Los hongos no nos prepararon para este escenario.
Salimos del agua y mal viajamos.
Hace apenas media hora que llegamos y ya nos estamos yendo. Intentamos llamar un taxi, pero no tenemos señal. Me empiezo a poner un poco ansioso. Lo disimulo para no inquietar a mi amiga. Empezamos a caminar para buscar señal o encontrar un taxi en la ruta. Son la una de la tarde y el pueblo en el que estamos parece abandonado, casi fantasma. Hablo sin parar para de cualquier cosa para no acrecentar el malviaje, aunque en mi mente me veo caminando por la ruta durante horas. Subimos y bajamos morros. Los teléfonos siguen sin señal y no hay ningún auto a la vista. Me siento preso al aire libre.
A lo lejos, vemos un auto derruido que viene hacia nosotros. Es un taxi. Cata agita el brazo como si hubiera encontrado la última Coca del desierto y cuando el auto nos pasa por al lado, por la ventanilla se asoma nuestro amigo Luis y nos grita: “¡¡Amigas súbanse!!”. El milagro de las coincidencias. La suerte de las aventureras. La bendición del reino del fungi. Somos salvadas por la casualidad.
Los tres vamos hasta otra playa, San Agustinillo, y pasamos el día tiradas, comiendo y tomando cerveza. Cata se hace un masaje. Yo me meto muchas veces al mar. La pesadilla de la contaminación marítima y las jeringas usadas se pierden, se van de mi cabeza. Ahora, solo hay espacio para el placer y el confort.
Día 21
Es difícil escribir algo diferente cuando todos los días son relativamente parecidos. Es que el plan siempre fue ese: no hacer nada durante cuatro días. El talento está en encontrarle la particularidad a la rutina, volver especial un día intrascendente. De todos modos, escribir sobre la nada hace que la nada se vuelva algo trascendente.
En la Playa del Amor un grupo de gays se preparan para la acción. Luis, Cata y yo, volvemos a abrazar a los hongos. Cada uno está en un paseo diferente: mi amiga se siente la sirenita y no puede salir del mar; Luis mira la nada y dice que siente el llamado del agua pero que no puede ir a meterse; yo oscilo entre un efecto y otro: nada un poco, tomo cerveza, sol y nado de vuelta. Estamos abstraídos de la orgía que sucede a 30 metros nuestros.
Es extraña la manera en la que los cuerpos se mezclan con las piedras, en esa especie de túnel que se forma en la Playa del Amor. Las siluetas aparecen y desaparecen. Uno sabe que las personas están ahí, pero no siempre se las ve. Los gays se vuelven fantasmas. En el centro de la diversión una pasiva generosa se entrega sin pudor, ni restricciones, pero la que la marea la traiciona: una ola se lleva al activo de turno, que empieza a revolcarse desnudo por la orilla y yo, que estoy tomado por el reino fungi, no puedo parar de reírme.
Arruino el clima de la celebración con mi carcajada y me voy del lugar para poder reírme tranquilo.
Mis amigas y yo nos apropiamos del bar al que fuimos todas estas noches, atendido por La Mana, un personaje simpatiquísimo y misterioso: habla poco, parece paki pero es trolo. Ponemos música a todo volumen. Tomamos miles de tragos que no pagamos. Cantamos canciones de pop en español y terminamos la noche en la pileta del hotel de nuestros amigos, mirando cómo se acerca una tormenta eléctrica desde el fondo del mar.
Día 22
La tormenta finalmente llegó, pero a mi cuerpo. El viaje de vuelta desde la playa fue todo un esfuerzo. Estamos cansadas de los hongos, del alcohol, de la alimentación irregular. Llegar a Ciudad de México se convierte en un suplicio. El ruido de la calle, la intensidad, el tráfico atascado. Todas las fantasías se terminan en algún momento. La ilusión de la playa tropical se disipa un poco más con cada semáforo que el taxi cruza para llevarme hasta mi departamento.
Empiezo a dar clases. El grupo es bastante heterogéneo y eso me gusta. Hago un esfuerzo extra por concentrarme: las incursiones en el mundo fungi me dejaron medio pirucha. Espero mañana ya recuperar la lucidez. No puedo escribir más. No puedo pensar más. Sólo quiero dormir.
Día 23
Visito la muestra de Damián Ortega, Pico y elote. A él lo conocí por Alias, la editorial que tiene de libros de arte. La exhibición es la primera retrospectiva suya que se hace en México. Me la paso muy bien. Me gusta estar solo en los museos, caminar en silencio, pensar, no tener que conversar con nadie. Me gusta no entender del todo lo que estoy viendo, ese misterio que tiene el arte contemporáneo. No creo que lo importante sea “entender”, sino más bien dejarse sorprender; ver una obra, que no quede del todo claro qué quiere decir o qué significa, y sin embargo disfrutarla. A veces pienso que las personas que dicen que no van a ver muestras porque “no entienden”, en realidad, no es que no entiendan sino que no se dejan sorprender. Tienen el disfrute atrofiado. Están tomadas, un poco, por el displacer. Nada mejor que estar parado delante de algo raro y que esa rareza te haga sentir bien. Un poco es esa la sensación que tengo mientras camino por esta ciudad, voy a sus fiestas y a casas de desconocidos: no entiendo nada, pero la paso genial.
Día 24
Los días se vuelven más normales. O más tranquilos –finalmente–.
Paso la mañana y la tarde trabajando en el departamento. Salgo para dar clases –el lugar es a tres cuadras de donde estoy viviendo– y cuando termino me voy a cenar con mis alumnas y alumnos a Salón Río, una cantina muy linda que funciona como una versión mexicana de nuestro Café Río. Me hace sentir bien tener una pseudo rutina lejos de casa, poder mezclarme con la vida cotidiana de una ciudad extranjera. Los ojos de turista se empiezan a volver ojos de vecino. Hace casi un mes que estoy acá y ya me siento parte de la multitud.
Día 25
Me encuentro al final del día con Guillermo para preparar la presentación de mi libro –es el próximo sábado–. Primero, repasamos los chismes de la marcha del orgullo y de la elección del Rey Vaquero Gay 2024. También comentamos una nota suya sobre Soho House, una especie de club privado para gente de “la industria creativa”. Son muy extrañas las maneras que se inventan las personas para sentirte parte de algo. Supongo que la necesidad o el deseo de querer “pertenecer” debe ser muy fuerte para algunas personas. Guillermo dice que tiene que ver con una crisis de identidad de los mexicanos y yo adhiero, aunque no termino de entender del todo esa crisis.
Luis nos invita a cenar a Cata y a mí. Es un reencuentro después de nuestros días de playa. La cena es deliciosa. Todos los platos son exquisitos. Me vuelvo a sentir muy halagado y muy afortunado por la generosidad que tienen conmigo todas las nuevas amigas que van apareciendo. Es una actitud, una manera de estar que atrae este tipo de joyas. El año pasado, cuando estuve acá, no tenía esa intención y no atraje nada más que melancolía y ganas de volver a Buenos Aires.
Después de la cena vamos a un bar. Tomo los dos Martinis más ricos que tomé en mi vida y vuelvo a mi casa, un poco borracho, listo para dormir.
Día 26
Según mi teléfono, camino 7.8 kilómetros. El recorrido tiene algunas paradas técnicas. Primero, voy hasta el local donde va a funcionar La Americana, la librería que mi amiga Cata está por abrir. Después, sigo hasta una “comida” a la que me invita Guillermo en la casa de un amigo suyo. El concepto de “comida” me confunde muchísimo: no es un almuerzo, ni una cena, ni una merienda; funciona como una reunión en la que efectivamente se come, en algún momento, pero ese momento no es muy claro. La cita es a las cuatro de la tarde. Llego a las cuatro y diez y soy el primero en llegar a la reunión donde no conozco a nadie –más tarde, mis amigas mexicanas me van a decir que si me citaron a las cuatro debería haber llegado a las cinco y media–. Pero lo importante no es la impuntualidad, sino la caminata. Recorro calles y barrios por los que no estuve hasta ahora. Llego a una esquina donde se cruzan dos grandes avenidas y en donde hay una estación de subte que se llama Patriotismo. Miro para todos lados y siento que la ciudad se me viene encima, que esa esquina es realmente increíble y que este lugar es inmenso. La esquina es como ese fotomontaje de Lola Álvarez Bravo que descubrí hace unas semanas, “Anarquía Arquitectónica de la Ciudad de México”.
La “comida” empieza con tequila. Casi cuatro horas de tequila hasta que finalmente nos sentamos en la mesa, ya todos borrachos. Es el cumpleaños de una amiga de Guillermo, eso es lo que festejamos. Es una mesa chica de sus personas más cercanas –ocho– y yo, un desconocido al que tratan como si fuera parte de la familia. En los extraños puedo hallar y puedo ver el fulgor de lo imaginario.
Día 27
Jorge, una de mis nuevas amigas mexas, me regala una camiseta de la selección mexicana para que use esta noche en la presentación de mi libro. La remera es preciosa y me queda realmente bien –modestia aparte–. La conseguimos en una feria de ropa usada. Una pequeña joya en medio de cientos de prendas ajadas. Después del shopping, paso todo el día en la cama. Me duele mucho la panza. Mucho. Finalmente, me llegó la venganza de Moctezuma.
La presentación del libro resultó un éxito. Fue mucha gente que ni conocía y, además, vendí todos los ejemplares que había llevado. Cata y Monse hicieron todos los arreglos y organizaron todo el evento; mis hadas madrinas en esta travesía mexicana. La charla con Guillermo fue muy preciosa, así que nos dedicamos el resto de la noche a brindar con mezcal y cerveza. Las personas me felicitan y hasta el dueño del bar donde presentamos el libro se compra uno. Me siento un niño mimado por una ciudad nueva y los personajes que la habitan.
Monse y yo vamos a bailar a una fiesta que se define como un “club de apreciación musical”. El lugar es gigante, como si fuera una especie de galpón infinito. La actitud de las personas va en sintonía con la descripción de la fiesta: todo el mundo mira a la cabina de los djs, nadie habla y todos bailan. Le saco una foto a Monse bailando entre la gente. Me siento como un espía que se escurre entre los bailarines para robar imágenes.
Cuando mi amiga y yo nos aburrimos, nos vamos de la fiesta a su casa –todavía tenemos demasiado frenesí sintético en la sangre como para dormir–. Tomamos mezcal. Escuchamos un disco de Charly, hacemos sonar otras canciones que me gustan mucho y cuando decido irme a casa me encuentro atrapado en la calle: toda la avenida Reforma está cortada por una maratón y no puedo cruzar hacia el otro lado, hacia mi casa. La situación me desespera un poco. Es como un gran Muro de Berlín hecho de humanos fit. La escena me descoloca, mejor dicho, es el contraste lo que me descoloca: mi look total black y mis pupilas dilatadas versus un ejercito de deportistas que deben estar precalentando desde las cinco de la mañana. Son casi las siete. El sol ya está arriba.
Día 28
Fue realmente difícil cruzar la calle, pero finalmente lo logré. Encontré una valla salida de su lugar y me escurrir entre los corredores para poder llegar al otro lado. Fui como la ranita de ese videojuego viejo en el que la tenías que hacer cruzar una calle llena de autos. Acá no había autos, pero si una estampida de gente moviendo sus piernas con las primeras luces del día.
Hago una última parada turística antes de mi partida y visito el Museo Anahuacalli. Es un edificio demente que diseñó Diego Rivera, junto con pintor y arquitecto funcionalista Juan O´Gorman, para mostrar su colección particular de arte precolombino. Una pequeña nota al pie sobre O’Gorman: resulta que a principio de los 80 estaban filmando un documental sobre él y ahí el cuenta que ya estaba como medio harto de vivir: era viejo, todo le dolía y todo le costaba; al parecer, también estaba bastante deprimido y por eso decidió suicidarse: para asegurarse de que realmente se iba a morir, hizo una mezcla con diferentes pinturas que tenía en su taller y se la tomó, pero mientras esperaba que el mejunje hiciera efecto ató una soga a un árbol, se la pasó por su cuello, se subió a un banquito y se pegó un escopetazo en la sien para dejarse caer.
El lugar que diseñó con Rivera, es como una gran pirámide que por dentro se vuelve un laberinto de piedra casi a oscuras. Lo más genial del museo es no tiene nomenclaturas; no sabés exactamente qué estás mirando. El misterio absoluto. El hermetismo del arte contemporáneo llevado al extremo. Decenas de habitaciones con miles de objetos precolombinos de los que no sabemos nada.
Cata y Alberto, su novio, me organizan una cena de despedida en su casa. Todas las amigas que sumé a lo largo del viaje están acá y me hacen regalos: una botella de tequila, libros de autores mexicanos y un pasaporte al mundo fungi en una caja diseñada por David LaChapelle. Es como un domingo en familia, pero sin parientes –mejor–. Comemos y bebemos y brindamos varias veces a lo largo de la noche. Una escena más de este viaje marcado por el confort y el placer. También por el amor que a veces te pueden las personas que apenas conocés, pero que a pesar de eso te hacen sentir incondicional. En cuatro semana junté nuevas casas para hospedarme cada vez que vuelva, unas cuantas anécdotas y varios amigos y amigas que ya quiero volver a visitar. Lo antes posible.
Día 29
Al igual que el día 1, este es un falso día. Estoy en el aeropuerto. Mi vuelo sale en un par de horas y hoy mismo voy a estar en Buenos Aires. Termino de escribir este diario sentado en un café genérico de la sala de preembarque, en medio de este escenario sin identidad. Eso son los aeropuertos: no lugares, espacios sin ningún tipo de característica especial y con piso de porcelanato blanco. Más allá de la angustia fugaz que generan las despedidas, ya quiero volver a casa. En definitiva, lo mejor de irse de Buenos Aires es volver a Buenos Aires.