#114. No es todo lo mismo
Ideas sueltas sobre escribir y sacar fotos. La serie Bad Batch y un disco de El Mató.
Récord de horas de descanso: ocho horas ininterrumpidas toda la semana. Algunos días fueron hasta nueve. Sin embargo, me pasé la semana disperso. A veces pienso–imagino– que si duermo bien voy a conseguir días enteros de productividad y concentración. Pero no, no suele pasar eso. La dispersión gobierna la mayoría de mis semanas. O al menos en el último mes. Estoy flotando todo el tiempo, con la sensación de que nunca termino de hacer nada. Es como si estuviera borracho, pero sobrio. En las últimas semanas traté de tomar menos alcohol. Vengo bien. Sigo sin fumar, ya voy unos cuantos meses. Cada tanto un puchito, no voy a mentir. Pero es más como un postre, un gustito. Ven, ya está pasando de vuelta. Quería escribir sobre cómo había dormido, pero ya hablé de la dispersión, del consumo de alcohol, de tabaco y después la dispersión otra vez. Pasó de vuelta. Ando muy distraído.
Tardo más de lo habitual en leer cualquier cosa: desde un libro hasta una nota. Empecé una novela de ciento cincuenta páginas hace semanas y todavía no la termino. Me frustra mi lentitud, mi incapacidad para concentrarme más de una hora sin revisar el teléfono, ponerme a jugar con la Nintendo o darle play a algo en Internet. Al principio me enojo. Después me entrego a la regla de mi generación y mi época: no poder concentrarse demasiado. Supongo que a todo el mundo le deba pasar lo mismo –o algo similar–.
Entre las cosas que me quedaron pendientes de leer estaba la última edición de El diario de la procrastinación, el newsletter de Diego Geddes. Siempre lo leo apenas llega, en la cama, antes de todo. Me gustó mucho lo que escribió el último sábado. No se lo dije porque lo leí recién ayer y no quería que se diera cuenta que había tardado seis días en leerlo. No creo que a él le importe demasiado. Tampoco creo que él sea tan riguroso con las lecturas que llegan a su casilla de mail. A lo que quería llegar era a esto que escribió Diego después de contar cómo hace milanesas:
Despostar la carne es como escribir, separar los trozos, fluye cuando sale bien, pero es una tentación absurda que tenemos los que escribimos, creemos que todo se parece a escribir, y en realidad nada se parece a escribir. Una cosa es correr y vencer las dificultades, la tentación del abandono, y otra cosa es escribir. Una cosa es nadar y pensar en la próxima brazada, respirar, un ritmo, la fluidez, y otra cosas es escribir.
Muchas veces tengo el impulso de pensar esa idea absurda de que todo es como escribir. Varias veces escribí que sentía que sacar fotos era parecido a escribir: estar atento a lo que pasa, recortar una situación y sacar la foto –o escribir–. Distintas formas de registros. Sin embargo, lo que se consigue con una cosa y la otra es bastante diferente. No es todo lo mismo.
En una clase discutíamos sobre cuándo una foto era una obra y cuándo no. Eso derivó en una discusión más rara sobre qué era en sí la fotografía. En un momento se dijo que la fotografía podía ser una celebración, que servía para registrar algo que se celebra y que eso a veces podía hacer algo chiquito: encontrar una luz específica, registrar un momento. Me gustó la idea.
Hace varias semanas fui a almorzar con mi amigo Mariano y una amiga suya que conocí ese día. Era domingo. A pesar del invierno no hacía frío y había mucho sol. Tomamos bastante vino. Un poco me emborraché. Le saqué una foto a Mariano en la sobremesa. No sé si la imagen es buena o mala. No tengo claro cuándo lo es. Lo que sí sé es que es una foto de un segundo específico de aquel domingo, de ese sol, de los restos de vino en la copa de Mariano, de la soda que casi no tomamos, del calor extraño del invierno, del semáforo en rojo, de la celebración de tres personas que almuerzan juntas un domingo. Y de la luz, sobre todo de la luz, que caía en la cabeza del príncipe idiota.
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El Mató a un Policía Motorizado sacó un álbum nuevo y se sumó un disco a la lista de discos para el desánimo. Otro más. Otro puñado de canciones para escuchar en este fin del mundo lento y aletargado. Suena bastante pop por momentos. Incluso hay canciones que hasta dan ganas de bailarlas, pero abajo late un final de fiesta.
Me propuse como misión titánica ver todos los contenidos de Star Wars hechos hasta la fecha siguiendo la línea cronológica de la trama, no la fecha de publicación de cada cosa. Ahora estoy en Bad Batch, una serie que salió por Disney+, después de que George Lucas vendiera todo. Temporalmente está entre el episodio III y el IV. Confieso que tenía cierto prejuicio y pensé que iba a ser muy boba, demasiado infantil, y no agresiva o dark como La guerra de los clones –que tuvo a Lucas como productor ejecutivo en 6 de las 7 temporadas–. Sin embargo, la serie es bastante buena. Cada tanto me gusta no tener razón. Me gusta lo ambigua que es Bad Batch y la manera en la que conviven escenas que no son para nada infantiles (asesinatos a sangre fría, por ejemplo) con otras súper cute. Confirmo que disfruto de la ambigüedad, de las cosas que se quedan entre. Que son una cosa, a la vez que son otras y nunca son algo formado del todo. Me gustan las cosas tensas, aunque al final del día me gana la ansiedad y ruego para que algo se resuelva.
Di vueltas casi una hora buscando un lugar por Belgrano en el cual tomar una cerveza industrial. No era un gran pedido. No era nada pretencioso. Pero resulta que alrededor del Barrio Chino ahora todo es un café de especialidad o un bar de birra tirada con un techno espantoso que ni en Pachá se animarían a pasar.
Cuando me encuentro así, medio perdido, buscando algo simple pero que no aparece, siento que la ciudad conspira en mi contra. Es como si Buenos Aires no quisiera que pueda satisfacer una necesidad básica y simple: una cerveza fría e industrial. Supongo que todo es culpa del tango, de la nostalgia y la melancolía, de querer que la ciudad esté llena de lugares donde se entienda qué es lo uno quiere cuando dice “te pido un café negro chiquito”. Sinceramente nunca entiendo bien cómo se dice “un café negro chiquito” en idioma café de especialidad. Siento que esto podría estar adentro de la sección “Odio todo” del newsletter de Cecilia Absatz. Me gusta imaginar que ella y yo compartimos este disgusto y este problema.
Termino de escribir esto en el aeropuerto. Estoy por viajar a México con dos amigas, Florencia y Emilia. Estamos en la sala de preembarque y hace mucho calor. Para cuando esto llegue a las bandejas de entrada de las lectoras y lectores yo voy a estar por llegar al DF. Me cuesta viajar. Los aeropuertos me estresan. El miedo a que me falte un papel directamente me aterra. Voy de vacaciones y también al casamiento de una amiga. Sí, todavía hay gente que se casa y hace fiestas. No todo es cinismo. Todavía hay románticos y románticas.
El plan original era poder dejar esto terminado más temprano, pero no se pudo. Dispersión y pendientes y obligaciones: tres enemigos de la escritura. Aunque en realidad, para ser honesto, se escribe cuando se puede, cuando sale. En el último tiempo descubrí que la escritura no se puede programar, que es imposible definir horarios y momentos. Las palabras se unen cuando se unen. Aparecen cuando aparecen. Poder escribir de corrido es casi como un pase psicomágico. A veces, la escritura aparece de repente y de la misma manera se va. Es como un flash. Una cuestión de azar. Como la luz que se posa en la cabeza de un amigo para que la podamos fotografiar: no hay forma de salir a buscarla, aparece sola y cuando lo hace es increíble.
Entonces capaz que escribir sí es como sacar fotos. O sacar fotos es como escribir.
Amé.
♥️