Ciudad de México es muy ruidosa. Yo creí que mi esquina de Córdoba y Pueyrredon era un bardo de ruido. Pero no. Esto es más salvaje. No es que pasa algo que allá no, sino porque todo es más temprano. Al lado del departamento donde me estoy quedando hay una construcción. Igual que en mi casa, en Buenos Aires. Pero acá arrancan como a las cinco y media. Allá recién a las siete, ocho. La obra pública me persigue por el mundo. Me condena al mal dormir.
Me sorprende la cantidad de estímulos simultáneos que se pueden encontrar en Ciudad de México. Olores, sonidos, colores, gente, lugares, imágenes. Todo pasa al mismo tiempo. A pesar de que aprovecho los días de la semana –meto varios planes y paseos cada día– todo el tiempo siento que me estoy perdiendo de algo. La vida cotidiana se vuelve un poco extraña porque este lugar es muy diferente a Buenos Aires. Parte de ese enrarecimiento incluye la dificultad por encontrar jabón de tocador. En las tiendas que hay cerca de donde me estoy quedando no tienen. Es bastante curioso: venden maquinitas de afeitar, shampoo, crema de enjuague, tacos, sándwiches de salmón –productos demasiado específicos–, pero no venden jabón de tocador. El único que conseguí es uno de bebé. Tiene olor a miel y canela.
Con mis amigas nos dejamos sorprender por la deriva. Supongo que es la gracia de estar de viaje. Por ejemplo, hace unos días fuimos al Palacio de Bellas Artes. La idea original era sólo ver los murales que hay ahí de Rivera, Siqueiros, Tamayo y Orozco. Sin embargo, entramos también a una muestra de Eduardo Terrazas, un artista mexicano que trabaja con la abstracción geométrica, posterior a los muralistas –empezó su obra en la década del 60–. Al principio avanzamos con la peor de las ondas porque lo primero que encontrabas era un ploter gigante espantoso. Quisimos salir de la sala después de hacer cinco pasos, pero la guardia nos dijo “la salida es por allá” y “por allá” era en la otra punta de la exposición.
La muestra nos encantó.
De ahí fuimos a ver más murales, unos de Rivera que hay adentro del edificio donde funciona la Secretaría de Educación. El edificio se empezó a construir en 1921 y se terminó un año después. Lo encargó José Vasconcelos, que en ese momento era el Secretario de Educación. La idea original era que la construcción reflejara la cultura mexicana, pero cuando se terminó de hacer Vasconcelos no lo sintió muy mexciano así que lo llamó a Rivera para que pinte murales en las paredes de los tres pisos del edificio. Y Rivera lo hizo.
Los murales son increíbles, algo fuera de sí.
Después de ver eso, preguntamos en la mesa de informes por un lugar para comer. Un señor que estaba ahí nos dio una indicación. La mejor ruta para llegar al restaurante era cruzar por todo el edificio y salir por otra calle, pero ese no era un recorrido abierto al público. Por suerte el señor empleado público estaba de buen humor y nos llevó hasta el otro lado. Nos hizo entrar a salones con otros murales, recorrer otros espacios del lugar con –logicamente– más murales de otros artistas y después de cruzar toda la Secretaría de Cultura nos indicó cómo llegar al restaurante.
La comida del lugar era muy rica y el precio muy razonable.
Gracias a la recomendación del señor encontré una galería venida abajo a unos metros del restaurante. Y adentro de la galería un puestito que vendía rollos para la cámara de fotos. Me puse contento porque estaban bastante más baratos que en otro lugar que me habían recomendado. Tenía dudas de si comprar varios o no porque era bastante plata. Por suerte mi amiga Florencia Bohtlingk –que es una gran pintora y que está en México conmigo– me dijo que los lleve, que tenía que pensar que estaba comprando materiales.
Compré nueve rollos y fui feliz: costaron menos de la mitad de lo que costarían en Buenos Aires.
Estos últimos días saqué más fotos con la cámara digital. Supongo que el frenesí de la cantidad de estímulos me hizo querer apuntar y disparar más veces de lo que me deja la cámara analógica. Me costó encontrar una imagen que diga “esta salió bien”. Con casi todas sentí que faltaba algo. Hasta que un día fui al Museo Tamayo con Flor y de repente la luz entró por una ventana y aparecieron unas sombras y alguien puso una especie de ascensor móvil amarillo en la mitad de una sala mientras un guardía se dormía y saqué la foto y todo fue sutilmente especial.
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Escucho música con los auriculares y suena diferente a cuando la escucho en Buenos Aires. ¿Será la altura? ¿La música se escucha diferente según qué tan alto estés?
Vine a México porque una amiga se casa hoy. A la cinco de la tarde empieza la ceremonia en la Iglesia. Nunca fui a un casamiento en una iglesia. Todo va a pasar en Cholula, que es un pueblo pegado a Puebla. También aproveché el viaje para ver a mi amigo Santiago, que está acá hace unos meses porque curó una muestra de Roberto Jacoby en el Museo del Chopo. De él, de Santi, sólo puedo decir que me cambió la vida. Punto. Había un mundo que conocía y después conocí a Santi y cambió el mundo y fin. No hay mucho más.
Resulta que muchos de los paseos que hicimos estos días fueron idea de él. Entre los planes estuvo visitar una de las casas que diseñó Luis Barragán, un ingeniero, arquitecto y diseñador mexicano. La que vimos está en el barrio Pedregal y fue realmente increíble. Me gustaría poder describir un poco más las sensaciones que generaba estar adentro de esa casa, pero no puedo. Las palabras son un poco torpes –a veces– para transmitir sensaciones. Hay que ser muy bueno para conseguirlo y yo, por ahora, no lo soy.
A lo que quería llegar es que la casa tenía unos ambientes gigantes y todo el tiempo parecía que estaba por ocurrir algo. Era como si tratara de un espacio liminal. Había un halo de misterio flotando todo el tiempo, en cada rincón de ese lugar. Y al mismo tiempo era hermoso. Misterioso y hermoso a la vez. Como cuando conocés a un chico que te gusta mucho: te quedás atrapado ahí, sin saber si dar un paso va a ser algo genial o algo tremendo.
Descubro que la obra que no me deja dormir funciona, algunos días, durante 24 horas. Ahora, por ejemplo, son las dos menos veinte de la mañana y los obreros están trabajando.
Nunca sé bien si ir o quedarme.
Mi amigo Panchito Villa empezó a hacer un newsletter. Es buenísimo. Se llama Perder el tiempo y se pueden suscribir acá. Me gusta que reivindique la idea de estar al pedo, de la dispersión. Hace tiempo que en mi trabajo milito la semana laboral de cuatro días –mi reclamo no ha sido atendido, al menos por ahora–. Me gusta que haya alguien más que esté defendiendo el ocio, es decir, que entienda que en la dispersión hay cosas buenas o interesantes. Cada vez, somos más los vagos del mundo.
Mi cruzada es la cruzada de la pérdida del tiempo: la misión de hacer cosas que no sirvan para nada.
Como a veces soy una persona bastante básica y literal, cada vez que veo algo sobre Pancho Villa le saco una foto y se la mando a Panchito. Por ejemplo, el otro día iba caminando para la casa de una amiga donde iba a cenar y vi un cartel con una publicidad de Star+ y saqué una foto y se la la mandé al otro día.
Camino por la Plaza de la Alameda y le trato de explicar a una amiga la idea de la “casi imagen”, del “intento de imagen”. Es algo que me enseñó Wo Portillo del Rayo. No recuero de dónde era referencia, pero siempre lo tengo presente.
Lo que trataba de decirle a mi amiga era que tardé en conseguir una foto que me gustara proque durante los primeros días en México sólo conseguí intentos. Las “casi imágenes” son eso: intenciones de que algo sea algo más que no es. Es una forma visual de pensar la frase “querer cagar más alto de lo que te da el culo”. Sacar una foto y encontrar una “casi imagen” es como como encontrar pruebas de algo que no termina de ser una foto, porque no tiene ese detalle inexplicable que vuelve un momento ridículo y banal en algo más, en algo misterioso, en algo especial.
En Ciudad de México hay intensidad. Sin embargo no hay tensión. Me gustaría poder escribi sobre todo lo que hice o pensé o dije en la última semana. Pero todo es mucho.