#13. La quietud del movimiento
Escribí sobre volar en avión y sobre el paso del tiempo en Trelew. También sobre Edmund White y Blas Matamoro. Para cerrar, algo sobre María Gabriela Epumer.
Me esfuerzo por dormir en los aviones. Antes, me salía muy fácil, unos minutos después de despegar podía quedarme dormido, sin hacer mucho esfuerzo. Pero, ahora, cada vez que me subo a un avión, no puedo pegar un ojo.
En este que estoy ahora es bastante complicado: adelante hay un señor que no para de roncar, atrás tres señoras hablan a los gritos de unos juegos de sábanas que consiguieron en Miami a nueve dólares cada uno (una compró 18 juegos) y dos filas más allá un tipo le grita a la azafata porque le pidió que apague el celular.
Viajar en avión es perder el control por completo, es estar atado completamente al piloto. No sabés dónde estás, a qué velocidad vas, si todo está en orden o si hay algo que está saliendo mal. En cambio, cuando vas, por ejemplo, en colectivo, podés revisar un mapa en tu teléfono, darte cuenta si el bondi se rompió, ir a la cabina del chofer a fumar un pucho, bajar en alguna estación de servicio para estirar las piernas.
A veces me pongo muy controlador, por eso sufro volar. También por eso escribo. No hay nada más controlador que escribir: cada parte del texto se puede controlar, podés poner y quitar palabras como se te dé la gana, usar una u otra expresión. Para poder dormir bien hay que desprenderse de todo, hay que abandonar el control, pero ahora, en este avión, es imposible que pueda hacer eso.
I. La quietud del movimiento
Visito a mi mamá por su cumpleaños. Viajo a Trelew en invierno, después de años. Las últimas veces fui en verano, que es seco y caluroso. En cambio, el invierno es muy frío, aunque igual de seco.
Me tocan días nublados. El sol tarda en salir, es de noche como hasta las ocho y pico de la mañana. Después, se asoma un rato entre las nubes y se vuelve a esconder. Mi mamá dice que hay nubes de nieve, que debe estar nevando en algún lugar de la provincia. En Trelew no nieva nunca y las veces que sí fueron excepciones.
Todo está muy callado, el silencio que hay a veces, cuando estás la calle, es total. Salgo a la vereda de la casa de mi abuela con mi tía. Comimos ravioles. Me estoy por subir al auto. Es domingo. Ella me dice, mirá, escuchá. Y yo escucho y no se escucha nada. Solo se escucha el silencio.
El departamento en donde vivo en Buenos Aires es muy ruidoso, está a una cuadra del cruce de dos avenidas grandes. La casa de mi vieja en Trelew está lejos del centro, en un barrio donde no pasa mucho. Pero, a pesar de la tranquilidad, cuando me voy a dormir doy vueltas y no me duermo y cuando me duermo tengo pesadillas. Creo que mi tranquilidad es el ruido de los autos que pasan por las avenidas grandes.
Aunque no parezca, en Trelew pasan cosas, como en todos lados, pero se cuentan al oído, bajito. Los acontecimientos, a veces, son un chisme, un rumor, una charla de peluquería. Todo está en movimiento todo el tiempo, pero de la impresión de que “todo está igual”.
Fuera de Buenos Aires el tiempo es otro. En Trelew, esa unidad de medida universal se deforma. No hay velocidad, ni tampoco lentitud. Simplemente, el tiempo es como es. Todo está suspendido en una falsa quietud que permite dormir la siesta hasta las cuatro de la tarde. Este tipo de tiempo es el que existe en la mayoría de los lugares de este país: hay una sola Buenos Aires y miles de otras ciudades, pueblos, campos. Sin embargo, siento que Buenos Aires le marca el ritmo a todo el mundo.
Otra prueba más del fracaso de Rosas. Del fracaso del federalismo.

II. Un punto de vista
Junio fue el mes del orgullo. Ya sé que cambió de mes, que tendría que haber escrito antes sobre esto, pero la verdad es que antes no tenía nada para decir. Ahora tampoco sé si tengo algo para decir, pero me encontré revisando algunos libros de autores LGBT y me dieron ganas de rescatar a dos putos viejos: Edmund White y Blas Matamoro.
Lo que más me gusta de estos autores es que construyen puntos de vista sobre el mundo que los rodea. Lo gay -o lo queer- tiene que ver con un punto de vista y no necesariamente con un universo temático. Es decir, una novela queer puede contar historias de amor heterosexuales (Boquitas pintadas de Puig, por ejemplo), lo que la convierte en gay tiene que ver con cómo se mira ese mundo. No es necesario que una historia gay tenga sexo explícito o una crónica de una tetera en Constitución.
White y Matamoro hacen justamente eso, le esquivan a los lugares comunes y narran sus contextos de una manera muy divertida, irónica y marginal -esto último lo digo como halago.
Hace poco Blatt&Ríos editó Historia de un chico, una novela autobiográfica de White donde un niño gay de los años cincuenta cuenta su despertar sexual, el duelo del paso de la infancia a la adolescencia y la relación con los vínculos familiares.
Hay un tramo del libro que me gusta mucho, donde el narrador cuenta una historia homoérotica que tiene tiene con Tom, un compañero de la escuela:
Hablábamos de la amistad, de nuestra amistad, de que era tan intensa como el amor, mejor que el amor, un tipo de amor. [...] Como Tom era el chico más popular de la escuela, muchos había empezado a imitar su forma de hablar, vacilante y luego apresurada. Pero yo nunca quise ser Tom. Quería que Tom fuera Tom para mi. Quería que reservara su masculinidad aguda, vigorosa y desaliñada para nosotros dos.
Matamoro también cuenta una historia similar en Las tres carabelas, una novela que reeditó De Parado hace unos pocos años. Pero, lo más interesante de este libro -y también de su otra novela La canción del pobre Juan- es que Matamoro hace como una especie de análisis del gen argentino. Sus novelas incluyen discusiones que al día de hoy son actuales: si el país es viable o no, si la mejor opción es irse, si realmente existe una identidad nacional. La forma en la que todos estos temas aparecen y son narrados vuelven a sus novelas libro muy heterogéneo en el que conviven anécdotas, diálogos y hasta algunos párrafos que parecen sacados de un ensayo de sociología. Con esos tramos Matamoro demuestra su habilidad para poder abordar el tema sobre la construcción de una identidad homosexual (y por qué no nacional).
Desde Estados Unidos y desde Argentina, White y Matamoro son ejemplos de cómo la literatura queer nos da pista para entender lo que nos rodea. Claves para pensar no solo cuestiones que se vinculen con la identidad, sino también todo eso con lo que convivimos y que trasciende el yo.
Como dijo Sandra Madonna: “¡Aguanten los gais!”.
III. Señorita Corazón
Se cumplió otro aniversario de la muerte de María Gabriela Epumer.
Hace un par de semanas fui al baño de un bar y las paredes estaban empapeladas con tapas de la Rolling Stone. La que estaba arriba del mingitorio, justo en donde quedan tus ojos cuando estás haciendo pis, era en la que salía ella con Darío Lopérfido. Momento épico de los primeros dos mil.
Epumer es el mejor ejemplo de que el rock nacional no existe como tal, que es una cosa rara que funciona como un paraguas que incluye desde heavy metal hasta pop y música bolichera. Sus discos solistas, Señorita Corazón y Perfume, son álbumes que circulan y se escuchan poco, a pesar de que son muy buenos. Después, apareció el disco The compilady en el que grabó versiones de sus temas, algunos súper bailables, como “Voy a tener que buscarte”.
En Brilla la luz para ellas, el libro de Romina Zanellato que recopila la historia de las mujeres en el rock argentino, hay un apartado dedicado a la obra de María Gabriela. Así escribe Zanellato sobre los álbumes de Epumer:
Dos de los discos más valiosos del rock nacional son los de María Gabriela Epumer. Su estilo tan personal de componer, cantar y tocar la guitarra la hicieron una de las músicas más influyente para otrxs músicxs, una referente indiscutida. Muy pocxs hacían hacían canciones sutiles, personales y de ejecución tan delicadas como ella, una profesional de su instrumento, una música seria. Sus canciones eran su lenguaje.
Durante 10 años tocó como guitarrista de Charly García, lo acompañó en toda la etapa delirante say no more. Había algo extraño en esa relación, eran dos opuestos: por un lado, él todo pasado y, por otro, ella completamente concentrada, prolija y medida. Epumer le ponía brillo al caos de Charly.
La película Existir sin vos, un documental que registra una noche durante la grabación de La hija de la lágrima, es la prueba de cómo funcionaba a la perfección la combinación Epumer-García. Mientras pasan las horas, Charly está cada vez más pasado y Gabriela está ahí, firme, tocando la guitarra. Él la busca con los ojos, como si fuese el único lugar seguro y ordenado en medio de todo ese quilombo. Y ahí estaba ella. Seria, firme y tranquila.