#133. Pista de baile
Las fiestas, un poema, el sur, el libro nuevo de Mercedes Halfon y mi amigo Juan.
Consigo dormir doce horas seguidas. Confieso que la noche anterior seguí de largo: estuve con amigas hasta tarde y cuando me fui a la cama me puse paranoico con quedarme dormido y perder un vuelo, así que no pude pegar un ojo. De la reunión con amigas me trasladé directamente al aeropuerto para viajar hasta Trelew. Es decir, dormí doce horas seguidas después de estar más de 24 despierto. Por todo eso es que este correo llega recién hoy, pero como es feriado podemos fingir que es sábado. Armarnos una mentirita. Pasar por alto que tardé 48 horas en escribir unas poquitas páginas de word. Hoy es sábado y hoy también es Navidad.
Hace un par de semanas tuve la intención de ir a una súper fiesta a la que fue todo el mundo. Era uno de esos eventos que “no te podés perder”. No ir era como no estar en el mundo. O en un mundo. Pequeño. Indie. Gay. Marginal. Pero un mundo al fin. No tuve una sola amiga que no haya ido a esa fiesta. Sin embargo, cuando llegó el momento del despliegue, de hacer valer la entrada que costó miles de pesos, mi cuerpo falló y a la medianoche ya estaba durmiendo. No me sentía para nada bien. A la mañana siguiente, apenas abrí los ojos, fui al baño corriendo y vomité la nada que tenía en el estómago. Después pasé el día entero en la cama.
Tenía muchas ganas de ir a esa fiesta, me hacía mucha ilusión. Lo que pasa es que en las últimas semanas estuve leyendo Raving, el libro de McKenzie Wark que salió por Caja Negra, y mis ganas de salir de noche resurgieron. Confieso que ahora me cuesta un poco más que antes pensar en bailar hasta que salga el sol, tomar drogas y todos los etcéteras que se te ocurran. Sin embargo, no puedo dejar de extrañar esa sensación que produce salir de noche, tener encima ese sentimiento de que todo es una potencial aventura, de que algo nuevo puede pasar en cualquier momento.
Hablé de Raving con un amigo, él me dijo que en el mundo raver no había gustado porque “trataba de intelectualizar la fiesta” –siempre pienso que cuando las personas de la noche dicen eso es sólo por una cuestión en snob, pero que en el fondo les encanta que alguien piense y escriba sobre ellos–. La verdad es que el libro se pone medio intelectualoide por momentos, pero bueno ella –la autora– viene de ese mundo y es imposible escaparse de eso, de donde uno viene. Por suerte la cosa nerd solo existe en las notas al pie y no se cuela tanto en la narración. A lo que quería llegar es que la novela no es sobre la rave en sí, sino sobre perderse en una fiesta. Tiene muy buenas descripciones de esas cosas de la noche que son casi imposible de describir o explicar, que sólo funcionan cuando pasan por el cuerpo (como tomar drogas sintéticas).
McKenzie Wark cuenta que estuvo 20 años sin salir de noche y que lo volvió a hacer recién a sus 60 años. Mi sueño es ser ella, honestamente, tener esa edad y querer –y poder– deambular en la oscuridad de una fiesta. En un tramo del libro dice:
¿Cómo es una fiesta? Un taladro en un sauna. Bailar, errar, soñar. Se si trata de una rave, hay ciertas expectativas: va a durar mucho tiempo. Podría requerir cierta asistencia química. Puede que haya algo de socialización, algo de coqueteo, incluso un poco de sexo raver, pero vinimos a bailar… hasta el agotamiento.
Y yo agrego: también hay catarsis.
Ceno con amigas. Hablan de un poema de Sebastián Morfes. Dicen que es un texto épico e icónico de los primeros dos mil. No lo conozco. Lo leen y a mí también me fascina:
Blus del cani
Publiqué y en 5 años vendí 30
ejemplares. Escribí y borré 2
libros(.rtf) y medio de poesía más
que no los leyó nadie. Ni
yo careta. Hice pocos amigos. No
aprendí nada. Me quedé
prendido a las cosas de poca vida.
No tuve aciertos. Me separé.
Vi a mi viejo jubilarse y seguir
votando inconscientemente por el
duhaldismo / volverse portador
enfermo. Trabajé mucho.
Vine a vivir a una cuadra del tren
fantasma y CC Analógico
Germán Abdalá. Ahora saco de la
bolsa una remera
que tiene escrito “Inercia” en
grande y más abajo
“Conducción”.
Como decía antes, estoy en Trelew. Para ser más exacto, en Playa Unión. Vine a pasar la Navidad y el Año Nuevo acá, con mi vieja, mis hermanos y dos amigos de Buenos Aires que llegan mañana. Es la primera vez en varios años que pasamos todos juntos. Es casi un experimento. Más o menos como esta nueva Argentina libertaria. Un experimento. También es la primera vez que viajo con muchas ganas de estar acá. Siempre es raro volver. Ayer, hablando con mi amiga Caro, que es trelewense pero vive en Buenos Aires unos cuantos años, decíamos que venir al sur genera una sensación de extrañamiento y familiaridad al mismo tiempo. Te reconocés en esta tierra gris, llena de viento y tierra, pero a la vez no. Caminando con mi hermana por el barrio en el que vivimos toda la vida, dijimos casi a la vez: “No puedo creer que salimos de este lugar”. Y “este lugar” sigue siendo más o menos igual que siempre. Antes renegaba de eso. Ahora me fascina. Me gusta saber que esto existe, que no cambia, que en medio del frenesí capitalino se puede volver a Trelew, a Playa Unión, y ver que nada cambió. Me da tranquilidad saber que hay algo que está quieto, mientras todo lo demás se mueve. O se viene abajo.
Unos días antes de viajar, llega a mi departamento Vida de Horacio, el último libro de Mercedes Halfon, editado por Entropía. Me gusta cuando llegan los libros de mis amigas y mis amigos. Me gusta ver en qué se convirtieron las charlas, las dudas y los comentarios que durante equis cantidad de tiempo hacemos sobre ese material. Abro el libro al azar –siempre que me llega o compro algo, antes de empezar a leerlo, reviso una página cualquiera– y lo que encuentro es una escena que tiene que ver con la fiesta, pero una doméstica:
El baile fue un viernes a la noche. Unas seis o siete amigas vinieron a mi casa temprano para cambiarnos y pintarnos, antes de la llegada de los chicos. Nada de lo que tenía puesto era mìo. Finalmente llegaron los varones. pusimos música, servimos papitas y Coca Cola. Mi familia estaba refugiada en la cocina, aunque cada tanto pasaba alguno de mis hermanos con fingida indiferencia, para vigilar que todo estuviera bajo control. Algunos estábamos en el living y otros en mi cuarto, bailábamos –sobre todo las chicas– y con alguna torpeza, conversábamos. Se dieron algunas corridas, porque los nervios y las hormonas estaban en plena ebullición; entonces después de un lento, alguna o alguno iba hasta el cuarto con información, donde se encerraban con otros para contarles un desaire, o la posibilidad de un romance, que era recibido con gritos y carcajadas. La puerta de mi cuarto se abría y cerrada con fuerza y a mi padre no le gustó. Mandó primero a un emisario que pidió que la dejáramos abierta. Pero no la hicimos caso. Siguieron corriendo y encerrándose, entonces, fiel a su estilo, tomó una decisión terminante. Vino, levantó la puerta desde abajo y la sacó. Cuando se la estaba poniendo bajo el brazo, en posición horizontal, uno de los chicos le preguntó qué hacía. Él dijo sólo: “La preciso” y se la llevó.
Veo a mi amigo Juan varias veces a lo largo de la semana. Primero, paso el domingo con él –ese domingo en el que me desperté a vomitar nada–. Después ceno con él porque se recibió. Al día siguiente almuerzo con él porque se recibió –doble festejo, mismo motivo–. El viernes a la noche, antes de viajar, lo vuelvo a ver en una fiesta que organiza. Va a pasar unos meses fuera de Argentina y el festejo es medio despedida. Me agarra nostalgia por adelantado: él está en Buenos Aires, le quedan algunas semanas en la ciudad, incluso voy a verlo cuando vuelva de Playa Unión, pero igual ya lo extraño. Es como si me agarrara una ansiedad de tristeza, es decir, me pongo triste por algo que todavía no pasa. Por eso trato de pasar con él la mayor cantidad de tiempo posible.
Me gusta saber que Juan está orbitándome. Y yo orbitándolo a él. No es que hablemos o nos veamos todos los días, pero sabemos que estamos ahí flotando uno cerca del otro. Caminando las mismas calles. O yendo a los mismos bares. Lo que me da tristeza, supongo, tiene que ver un poco con eso: saber que vamos a seguir estando cada uno en la órbita del otro, pero lejos, sin coincidir en la misma ciudad –aunque casi nunca nos enteremos de esas coincidencias invisibles–. No quiero que Juan no esté en Buenos Aires porque Juan es parte de lo que a mí me gusta de Buenos Aires. En fin, lo voy a extrañar. Espero que Papá Noel le haya dejado lindos regalos abajo del arbolito.