#135. Éxtasis
Una fiesta en una plaza, un poema de João Cabral de Melo Neto y un libro que escribí.
Hay olor a pis en toda Buenos Aires. Es en lo único que puedo pensar últimamente. Buen día. Recién me despierto. Espero que hayas dormido bien anoche, a pesar de la ola de calor ¿En qué nos habíamos quedamos?
Me esfuerzo por ir a bailar más seguido. Es decir, por salir más de noche. Mis últimos años fueron demasiado ermitaños. Entre la pandemia y la fiaca, se volvió muy difícil salir con la luna y volver con el sol. Digo esto y a la vez, confieso, siempre fui bastante reacio a la idea de volver de día a mi casa. Más de una vez he rescatado a alguna amiga de la luz de la mañana: sacar a la rastra a las manijas que quieren quedarse en la fiesta cuando en la pista sólo quedan disgustos. Diría que con el tiempo afiné esa habilidad y la pude trasladar a cualquier situación de la vida. Sé cuándo me tengo que retirar. Antes me quejaba antes de pegar el portazo. Ahora trato de irme silbando bajito. “Hay que irse derecho por Constituyentes sin mirar atrás”, me aconsejó una vez una amiga.
La cosa es que hace un par de fines de semanas atrás fui a bailar a una fiesta que se hace en una plaza. La idea original era quedarse durmiendo, pero sentí que si salía iba a pasarla bien. De la misma manera que sé cuándo irme, también sé cuándo entrar. Tenía ganas de ir temprano y de volver tarde, con la certeza de que todo iba a resultar un éxito. La noche es un misterio, pero la intuición es una buena brújula para saber cuál es la pista correcta para ir a bailar.
Después de muchos años quise comprar éxtasis. Mover el cuerpo, escuchar música fuerte y tomar drogas sintéticas. Esa fue la decisión, la declaración de principios. La secuencia para conseguir las pastillas fue bastante rara –casi siempre es rara–. A diferencia otras veces que cometí una actividad ilícita, esta fue particularmente extraña.
El primer desafío fue conseguir el teléfono de un dealer. El segundo desafío hablarle. Siempre es curiosa esa conversación que está basada en un contrato de plena desconfianza, como la charla que sucede entre los propietarios mala onda que piensan que los inquilinos sólo existimos para romper sus departamentos. Por algún motivo que no puedo explicar, mis ganas de estimulación química me generaron mucha culpa. Esto fue lo nuevo, lo raro.
La mañana anterior a querer comprar éxtasis había escuchado en la radio una nota a un periodista, que se dedica a investigar el narcotráfico en Rosario, en la que hablaba de cómo había aumentado la violencia en la ciudad culpa de la mafia de las drogas. En mi mente yo quería bailar hiperestimulado, pero a la vez sentí que estaba mal querer eso. Pensé en que yo era cómplice del narcotráfico. Que múltiples personas podían morir por mi culpa. Que muchas balas volaron por arriba de muchas cabezas por deseos como el mío. Que el mundo se iba a pudrir por querer disociar un par de horas. Que sería ideal que existirá un mundo legal de las drogas, que alguien regule eso que nos metemos en el cuerpo para licuar nuestros vasos sanguíneos. Que estar puesto debería ser seguro y no una actividad de alto riesgo. Pero, después de ese frenesí paranoico, me acordé que esta es una Argentina libre y que en la Argentina libre no hay lugar para las regulaciones. Pero sí para el peligro.
Finalmente, la manija ganó. Mi mentalidad católica pasó a un segundo plano y compré las drogas. La fiesta fue increíble.
Descubrí que mi problema no es volver de día, sino no ver cómo va a apareciendo el día. Pasar de la oscuridad artificial del boliche a la luz natural. Salir de un antro para descubrir el mundo real con las primeras luces de la mañana. De esto me di cuenta justamente porque la fiesta fue en una plaza, entonces, todo fue acompañando al sol y al amanecer: la música, el baile y las personas girando alrededor de esa luz brillante e invasiva. Cuando la fiesta estaba por terminar vi un pedazo de tela rosa colgando de un árbol. Era muy misteriosa y muy atractiva al mismo tiempo, así que le saqué una foto. Cuando la vi al día siguiente me di cuenta que, a veces, hacer una foto puede ser como una fiesta. Con un poco de suerte funciona como una celebración, una chiquita, en la que se festeja una luz específica, un detalle insignificante o un pedazo de tela barata colgando de una rama.
Volví caminando a mi casa con mi amiga Mailén. Escuchamos unos discos de rock que nos gustan bien fuerte. Compartimos los auriculares: yo me puse el de la oreja izquierda y ella el de la derecha. Mailén me hablaba de un chico maleducado mientras yo pensaba en otro chico con el que quisiera bailar en una fiesta.
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En un esfuerzo inútil por evitar lo inevitable mis amigas y yo montamos una carpa rosa en la plaza del Congreso y hacemos un paro al lado de la CGT. Trolos, mostras y sindicalistas bajo este sol tremendo. Cuando la manifestación se disolvió, las abanderadas del grupo se posaron con nuestra insignia –un pedazo de tela de peluche rosa con unas facturas del monotributo pegas encima– en medio de la calle Corrientes, con el Obelisco de fondo, y se dejaron fotografiar, como si fueran celebrities, por las persona que pasaban por ahí. Un par de días después me llegó un poema de João Cabral de Melo Neto que funciona como una analogía de unos gays cortando una avenida de Buenos Aires con un pedazo de tela agarrado a dos palos:
Un gallo solo no teje una mañana:
siempre va a necesitar a otros gallos.
A uno que atrape ese grito que él
y se lo tire a otro; a otro gallo
que atrape el grito que un gallo antes
y se lo tire a otro; y a otros gallos
que con muchos otros gallos se crucen
los hilos de sol de sus gritos de gallo,
para que la mañana, a partir de una tela tenue,
se vaya tejiendo, entre todos los gallos.2
Y tomando cuerpo en una tela, entre todos,
irguiéndose carpa, donde entren todos,
extendiéndose para todos, en el toldo
(la mañana) que planea libre de armazón.
La mañana, toldo de un tejido tan aéreo
que, tejido, se eleva por sí mismo: luz globo.
En YouTube hay una entrevista muy graciosa que le hacen a Charly García en 1998. Lo pasan a buscar por su casa el día que, en teoría, sale El aguante. Entonces, él y el periodista van entrando a distintos locales preguntando: “¿Y? ¿Ya salió El aguante?”. Y el aguante no está en ningún lado. Hay un momento muy divertido donde unas adolescentes están amontonadas en un Musimundo y el notero les dice: “¿Chicas, qué están esperando?”, “Estamos esperando El aguante”, contestan y se ríen mientras Charly las mira. La cosa es que mi hermano entró en una parecida a la de García y, la semana pasada, salió a buscar un libro que escribí (¡el primero!) por todas las librerías de La Plata. Pero, al igual que a El aguante, no lo encontró en ningún lado. Yo le dije que era imposible que el mismo día que salía a la venta lo encontrara ya en otra ciudad. Pero bueno, el aguante es El aguante.
Hace unos cinco años mi amigo Santiago me contó que iba a hacer una muestra sobre “el robo al Bellas Artes”. No tenía idea de qué me estaba hablando, así que le pedí que me contara más detalles. Así fue que me enteré de que en la madrugada del 26 de diciembre de 1980 un grupo de ladrones vació la sala donde estaba la Colección Mercedes Santamarina, en el Museo Nacional de Bellas Artes, para cambiar las obras por armas. A partir de ese momento me obsesioné con ese caso y sentí que valía la pena contar el entramado sórdido que se armó alrededor del robo durante décadas.
Después de tres años, ese trabajo se transformó en Golpe en el Museo. No soy muy bueno con el autobombo y me da bastante pudor hacerlo –por eso prefiero hablar de Charly antes de hablar de un libro mío–, pero entiendo que ahora, además de ser tu propio jefe, tenés que ser tu propio CM. El libro es como un policial arty de no ficción, con la dictadura cívico militar de fondo. Si quieren saber cómo empieza la historia que cuento en Golpe en el Museo, pueden leer la introducción y los primeros capítulos acá. Y mañana van a salir otros capítulos en Radar, el suplemento de Página/12.
La sensación de sacar un libro es bien extraña. Se siente como un cumpleaños, pero un poco mejor, más emocionante y más especial. Al mismo tiempo, pasan tantos años entre que tenés la idea y la traducís en un libro, que es muy difícil no sentirse un poco incómodo o raro con eso que uno alguna vez escribió: las ideas se transforman, los intereses se pierden, la escritura cambia. Sin embargo, pienso que los textos en general le pertenecen a la persona que los hizo en un momento y lugar determinado. Las sensaciones, las decisiones, los puntos y las comas no viajan en el tiempo. No llegan del pasado hasta el presente. Por eso –y por respeto a las versiones pasadas de nosotros mismos– hay que salir a hacerle el aguante a eso que alguna vez pensamos y quisimos escribir.
Tengo la sensación de que este año van a pasar cosas. Por ahora, lo mejor es esperar. Quedarse quieto con trago en la mano en un rincón. En un tiempo, vemos.
Ya tengo "Golpe en el museo"!! Espectaculaaaaaarrrrrr
Hola Imanol; no te leo hace tanto pero despertaste en mi las ganas de volver a escribir. Sobre lo cotidiano, lo que pasa de día y de noche cuando unx observa (se observa).
Siento que te expresas desde la sencillez de la emoción, gracias por compartirla; en algún momento cuando pueda compro tu libro, buen domingo🌟🌈