Es imposible dormir con tanto calor. No hay ventilador que aguante, ni tampoco aire acondicionado que pueda quedarse prendido todo el tiempo. Estar en la cama, cada noche, se convirtió en un letargo, en una tortura hecha de sudor y altas temperaturas.
El primer departamento en el que viví cuando llegué a Buenos Aires quedaba en Peña y Laprida, una zona repleta de adolescentes que veníamos desde el interior para estudiar en esta ciudad. Me mudé cuando tenía 18 años y en esa esquina de Recoleta viví con mi hermana dos años y medio. La mayoría de mis amigos de Trelew se habían ido a vivir a La Plata o a Córdoba. Nadie venía nunca a Buenos Aires. Entre los padres había un prejuicio generalizado y este lugar les daba miedo –en ese momento estábamos en el pico de rating del tema “inseguridad” en los canales de noticias, principios del segundo gobierno de Cristina–. Sin embargo, a unas cuadras de donde estaba se había mudado mi amiga Kyra, a la esquina de Ecuador y Santa fe.
Ella es de las amigas viejas, íbamos juntos a inglés cuando éramos chicos. Es de las que están cerca cuando pasan “las primeras veces”. Por ejemplo: la primera vez que fui a un recital de Charly fue con ella, la primera vez que publiqué una nota ella la pegó en la pared de su departamento y la primera vez que me rompieron el corazón también fui a llorar con ella a esa casa. Kyra vivió en Ecuador y Santa fe durante once años y de un día para el otro se enteró que tenía que dejar ese departamento que, en todos esos años, se convirtió un poco en nuestra casa -literalmente todos sus amigos teníamos llave-. En ese piso 8 hicimos fiestas, lloramos cuando nos rompieron el corazón, nos emborrachamos cuando nos enamoramos, rompimos muebles, atendimos a la policía, tiramos llaves por el balcón para no bajar a abrir, festejamos recibidas, nos acurrucamos cuando llegaron algunas muertes, dibujamos montañas en las paredes, destruimos los pisos y después los arreglamos. Hicimos y deshicimos mil cosas. Fuimos unos niñitos tontos e ingenuos. Nos convertimos en adultos –o al menos lo intentamos–. Todo eso en un mismo departamento.
Hicimos una última fiesta para despedir la casa y en la pared donde supo estar mi primera nota, Kyra pegó una foto de la tapa de mi primer libro. El sábado pasado, finalmente, mi amiga se mudó. Fui a dejarle unas valijas que necesitaba y también aproveché para dejarle un libro. Desayunamos juntos y en un momento me puse a llorar porque, por algún motivo que no puedo explicar, me dio mucha tristeza saber que ese departamento ya no iba a estar disponible para nosotros. Suena estúpido y ridículo, pero queríamos mucho a esa casa. La vamos a extrañar. Supongo que las casas no son de quienes firman escrituras, sino de las personas que las habitan, de quienes las reclaman como propias. Hasta que un día ya no les pertenecen más y las dejan así, vacías.
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Leo este poema en Ostende, un libro de Martín Zícari que salió por ParipéBooks:
IV
Frases aspiracionales que leí hoy
Cuando estamos poderosos
podemos entrar y salir del infierno
cuantas veces queramos.
Birra, una panadería y
consciencia de clase
solucionan todos los problemas.
Como no aguanto más el calor me levanto muy temprano. Aprovecho el envión para hacer unos trámites en el microcentro antes de arrancar el día laboral. Son las ocho de la mañana y afuera ya hacen 30 grados. En la radio acaban de decir que la sensación térmica es de 32. Ocho de la mañana.
Salgo en la bici. Bajo hasta Corrientes y agarro la avenida derecho. Tengo que ir hasta la esquina de 25 de Mayo. A las pocas cuadras empiezo a transpirar. Siento como las gotas de sudor me caen por la cara: la goma espuma que rellena el casco es muy calurosa. Por momentos tengo la sensación de que las ruedas de mi bici se están derritiendo. Sé que no es verdad, que es imposible, pero se siente así, como si el caucho de las cubiertas cediera y se rindiera ante el verano.
Me sorprendo de la cantidad de gente que hay tan temprano en la calle y del despliegue que se puede ver durante este momento del día por Corrientes. Camiones que bajan cosas en locales y bares. Personas de traje completamente chivadas, pretendiendo una seriedad que su sudor claramente les quita. Unos pasados que están volviendo de la gira que metieron entre semana. Chicas lindas. Chicos hermosos. Taxistas. Gedes. Vendedores ambulantes.
Me encuentro con un amigo. Alrededor nuestro van y vienen oficinistas. Tomamos un café horrible, pero en un bar muy pintoresco. En la tele hay un canal de noticias que habla de qué va a pasar con las divisas, a raíz de que no saliera la Ley Ómnibus. Le digo a mi amigo que me tengo que ir, que antes de las 10 tengo que estar en mi casa para empezar a trabajar. Le doy un sobre con plata. Somos dos tipo que intercambian dinero en un bar del microcentro con la tele de fondo. Siento que hoy tranquilamente podría ser parte de la fauna que habita estas calles todos los días. Salimos del café. Nos despedimos con un abrazo y de fondo ya se empieza a escuchar cambio, cambio. Dólar. Cambio.
Me ofrecen actuar en un videoclip. Digo que sí. Me gustan las experiencias nuevas. Además, vivo por la anécdota.
En algún momento de este año tengo que mudarme. Curiosamente, mi amiga Kyra y yo, que durante poco más de una década fuimos vecinos, dejamos el barrio en el mismo momento. Empiezo la travesía inmobiliaria. Tengo bastante tiempo, así que me lo tomo con calma. Dedico un rato todas las mañanas a mirar departamentos. Es casi como un trabajo. Armo un documento donde pongo los links de los que me interesan y hago un comentario al lado con pros y contras: buen precio pero cocina horrible, amplio pero no muy luminoso, expensas muy altas pero bajo alquiler.
La historia del arte –y particularmente de la fotografía– debería dedicarle un capítulo entero a las fotos de departamentos. Es muy llamativo que las inmobiliarias y los propietarios no hagan un mínimo esfuerzo para que esa propiedad que te quieren encajar se vea más o menos bien, o de la mejor manera posible. En las publicaciones que reviso llego a encontrar fotos donde sale el dedo de la persona que las sacó tapando la cámara. Es una tomada de pelo. Se supone que uno tiene que sentirse tentado por el departamento, no expulsado. A veces me pregunto si esa gente odiará sus casas. O si no quieren que nadie viva ahí, más que ellos mismos.
Vamos a seguir un poco más con el autobombo de Golpe en el museo, mi primer libro. Si llegaron tarde a este antro y no lo saben, escribí un libro sobre el robo que hubo al Museo Nacional de Bellas Artes durante la última dictadura: el gobierno militar mandó a robar una colección de arte impresionista francés y la cambió por armas. Esa es la historia, resumidamente. Si quieren saber un poco más acá pueden leer la introducción y el primer capítulo o sino pueden leer este otro fragmento que sacamos en Radar, el suplemento de Página/12 en el que escribo.
Termino este texto a las cinco y media de la mañana, en la terminal de Mar del Plata. Llegué al viernes cansado, con mucho trabajo acumulado, conversaciones incómodas y pendientes para resolver que no fueron resueltos –supongo que se resolverán desde la playa o quedarán para la vuelta–. No conseguí pasaje para viajar en tren y el que encontré en bondi a último momento es este que me trajo hasta acá a esta hora: demasiado temprano para ir a molestar a mi amigo Gonzalo. Sacarlo de la cama a las cinco de la mañana para que me baje a abrir la puerta me parece un exceso. Además tengo que escribir para llegar a las nueve de la mañana –siempre se escribe para llegar–, así que me siento en este café de la terminal, que me encanta, y trato de terminar lo que empecé. Intento que escribir sea algo liviano, que no implique un esfuerzo. Varias veces en la semana pensé, esto lo voy a usar para el newsletter, pero después, como siempre, no retuve la idea o la escena que se apareció. Pero no me importa. Lo que sí me interesa es que escribir sea como correr o andar en bici: una manera de pensar en varias cosas sin ahondar demasiado en nada. Dejar que las ideas lleguen y se vayan así nomás. Entregarse a la atención flotante.