Duermo mejor porque estoy cerca del mar. A pesar de que me voy a la cama fuera de mi horario habitual –todas las noches hay planes con amigas o las tardes se estiran demasiado–, logro descansar y levantarme temprano. Es un verano tranquilo en Mar del Plata. Todo parece funcionar normal. Ni bien, ni mal. Normal. Y en medio de esa normalidad estoy durmiendo tranquilo todas las noches. Sin pesadillas, ni molestias.
Día 1
Llueve sin parar. Hago tiempo en la terminal para no sacar de la cama, tan temprano, a mi amigo Gonzalo. Además, aprovecho para escribir el newsletter. El otro. No este que estoy empezando, sino el de la semana pasada. Son las cinco y media de la mañana. Faltan tres horas y media para que salga el envío. Me sobra el tiempo para escribir 1500 palabras e intentar corregirlas.
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A la tarde voy con amigos a visitar algunas casas museo que hay en la ciudad: la de Victoria Ocampo y la de Emilio Mitre. Siempre me dieron impresión las casas museo. Hay algo de recorrer el lugar donde vivió otra persona que me inquieta. No puedo dejar de imaginarme a los familiares y amigos de los dueños habitando esos espacios, como si fuera posible que el rastro de ellos pudiera seguir viviendo en ese lugar.
Me sorprende lo fea que está la casa de la compañera Ocampo: no tiene absolutamente nada y en las pocas habitaciones donde sí hay algo se exhiben unas muestras bastante random. Si bien las casas museo me dan impresión, me hubiera encantado recorrer los lugares por los que caminó Victoria, tal como eran, con sus muebles y sus cosas, porque las personas habitan sus biografías como habitan sus casas. Pero no. Todo está vacío.
La de los Mitre, que está enfrente, está un poco mejor. Lo que pasa es que actualmente ahí funciona el archivo de la ciudad: hay una hemeroteca, habitaciones que muestran trajes de baño de hace 100 años, un recorrido por los cines más famosos de Mar del Plata y un poco del mobiliario de los Mitre. Sin embargo, también tiene un dejo decadente. Me pregunto por qué la vida cotidiana de los ricos se transforma en algo tan decrépito, al mismo tiempo que se la enaltece transformando un montón de paredes en museos.
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La lluvia para. Mis amigos y yo vamos a una fiesta. En la esquina del lugar encuentro un grafiti con estética trapera que dice: “Siempre te pienso, papi”. Lo leo y se me ocurren dos cosas: primero, no entiendo esta obsesión reciente que hay en Argentina por querer parecer un pandillero centroamericano; segundo, tengo el impulso de querer sacarle una foto y mandársela a un chico que me gusta, pero me reprimo. Estoy tratando de no hacer, ni decir, todo lo que se me pasa por la cabeza. Hago un esfuerzo por no ser tan explícito.
En la fiesta encuentro un afiche de la presentación de Cómo conseguir chicas, el disco que Charly García sacó en 1989. La foto es de Alejandro Kuropatwa, uno de mis fotógrafos favoritos. Lo tomo con un buen augurio y bailo sin parar hasta las seis de la mañana.
Día 2
Sueño con Nora, la fotógrafa del diario en el que escribo. La visito en su casa y hablamos durante horas sobre fotografía. Comentamos un rato largo las fotos de Kuropatwa para Cómo conseguir chicas. Le escribo un mensaje de texto: “Nori soñé con vos anoche. Fue un sueño larguísimo y muy basic: estaba en tu casa y tomábamos mate y hablábamos mucho de fotografía. El paraíso básicamente”.
Si bien no le mando la foto del grafiti al chico que me gusta, la subo a Instagram con la intención de que la vea y que, tal vez, piense “esto es para mí”. Él le da un like a la foto. Cuando me llega la notificación pienso en que el chico que me gusta hizo exactamente lo que yo quería que hiciera: darle like a la imagen del grafiti. Imagino que él pensó lo que yo quería que piense: “Esto es para mí”. Pero no sé. No hay un consenso social sobre el significado de un like. Y yo no le voy a decir, al chico que me gusta, que subí esa foto porque pensé en él cuando vi la leyenda “siempre te pienso, papi”. Tampoco que no se la mandé porque estoy tratando de no hacer, ni decir, todo lo que se me pasa por la cabeza, ni mucho menos que hago un esfuerzo por no ser tan explícito. Y bajo ningún pretexto, jamás, le diría que compartí la foto para que él hiciera exactamente lo que hizo, es decir, darle un like y que a partir de ese like yo piense que él pensó “esto es para mí”.
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De la lluvia no queda nada. Paso el día en la playa. Mis amigos juegan a las cartas y yo leo sin parar Vida de Horacio, el último libro de Mercedes Halfon. Me gusta el sentido del humor de la narradora, su ironía y sus remates. Sobre el final, Mechi escribe:
El tiempo pasa y pasa. Un año exacto en el que no toco una coma. A veces creo que no sólo no estoy escribiendo, sino que mientras no lo hago estoy desescribiendo. Que lo que no pienso, ni digo, ni leo, ni releo, está desapareciendo, se borra como si fuera la foto de la familia del protagonista de Volver al futuro. Y no tiene que ver con que las palabras vayan a irse de la computadora, sino más bien con la posibilidad de encontrar algo que finalmente cierre este relato de hija. Algo que dé en el centro de la observación de lo cercano, lo tan cercano que a veces no puede describirse.
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Termino el día en un bar de mala muerte que se llama La Biela. Con mis amigas hacemos chistes sobre Borges y Bioy.
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Día 3
Llueve todo el día, otra vez. Empiezo a leer otra novela. Vida de Horacio fue terminada ayer en la playa. Le escribo un mensaje a Mechi que dice: “Me encanta esa cosa híbrida que tiene tu escritura: una mezcla entre ficción, no ficción, registro periodístico, crítica cultural y pequeñas aventuras al mundo de la poesía. Me gustan las escrituras así. Son las que me gustaría hacer, las que me esfuerzo por conseguir. Por eso me siento muy afortunado de ser tu amigo y muy honrado al mismo tiempo”.
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Voy a una fiesta muy bizarra. Es en un salón sobre la costa que parece un lugar para festejar cumpleaños de 15. Tomo sólo dos latas de cerveza y consigo bailar desenfrenado hasta las siete de la mañana: entro en una con la música. Me entusiasma la idea de ver el amanecer en la playa, pero el verano parece estar de salida y acá en Mar del Plata, a esa hora, todavía no amanece.
Día 4
Me despierto a las doce del mediodía. Me doy cuenta que mi amigo Gonzalo no está durmiendo en la habitación. Lo encuentro en el living, acostado en el sillón: se quedó dormido después del desayuno improvisado que nos hicimos cuando volvimos de la fiesta. Le digo: “Amiga, te quedaste dormida, andá al cuarto”. Lo arrastro hasta la cama y antes de que me vaya me dice que le de un besito en la frente. Le cumplo el capricho y salgo a caminar.
Llego a la esquina y mi banco me manda un mail para decirme que con mis tarjetas Santander puedo disfrutar al máximo mis días en la costa. Primero, pienso que me espían. Segundo, espío los descuentos que hay en el mail. En Mar del Plata, por ejemplo, puedo ir a almorzar o cenar con un 25% de reintegro en diferentes lugares de la ciudad. En la lista está Montecatini. Como no fui nunca –y me gusta la experiencia de turista cliché– voy a almorzar ahí. Pido una hamburguesa.
Me siento en una mesa chiquita. Alrededor hay mucho ruido. El lugar está lleno. Hay de todo: familias, grupos de amigos y mesas de señoras. Al lado tengo a tres chicas de sesenta y pico. Trabajan en un hospital. Dos son enfermeras y la tercera, médica. Comentan la situación de la señora de la habitación 312. Al parecer nada le quita el dolor y como ya está muy viejita, con un cuadro irreversible, la familia está barajando la posibilidad de empezar a darle morfina hasta que se muera. Yo me pongo a leer una novela que empecé hoy más temprano, mientras desayunaba. Me siento un snob, leyendo solo, a la hora del almuerzo, en una mesa de Montecatini, en plena temporada alta.
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Con mis amigas pasamos todo el día con resaca. La noche de ayer fue muy intensa. Nos tiramos en el sillón y nos quedamos dormidos uno al lado del otro. Gonzalo, que finalmente se levantó, nos saca una foto. Después de la siesta hacemos unas compras, comemos hamburguesas –sí, repito el menú– y vemos Gran Hermano. Algunos lloran con el programa.
Día 5
A raíz del libro, doy varias entrevistas por teléfono. Me sorprende la poca imaginería que tenemos los periodistas: respondo siempre las mismas preguntas y llego a decir exactamente las mismas palabras. Generalmente, mis respuestas arrancan con un: “Como digo en el libro…”. Eso pone en evidencia que las personas con las que hablo no leyeron Golpe en el Museo y está bien, no me molesta. El tiempo es muy escaso y el trabajo periodístico está muy precarizado: imposible leer un libro de 210 páginas por una nota de 10 minutos a cobrar dentro de 60 días. Un amigo –que también es periodista– me dice que la historia y el tema de mi libro da para hacer una nota igual, sin leerlo. Coincido con él.
Día 6
Doy más entrevistas. Dos de ellas me gustan mucho, una con un amigo y otra con una chica muy simpática e inteligente que no conozco. Digo cosas graciosas y ellos me preguntan cosas raras. Me obligan a pensar. Lo que más me gusta de hacer notas es que salgan en Internet las fotos que me hizo Martín Pisotti: me siento muy lindo en todas. Sí, así de básica soy.
Termino la nota que me hace mi amigo y me voy a la playa. Trabajo desde mi teléfono: contesto mails, resuelvo pendientes, leo por vez número mil unos contratos en inglés y me esfuerzo por no usar el traductor, es decir, por entender todo sin ayuda. Entre una cosa y la otra se hacen las siete de la tarde. Todavía hay sol, así que aprovecho para terminar de leer la novela que empecé después de Vida de Horacio. No me está gustando ni un poco, por eso no digo cuál es. Ya no se pueden hacer comentarios negativos sobre nada, ni siquiera cuando son buena onda. El mundo es de cristal.
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Vuelvo caminando al departamento desde la costa. Estoy a unas 30 cuadras. Fui a una playa que está un poco lejos. En el camino decido comprar un libro nuevo. Quiero una revancha como lector, leer algo que sí me guste durante los días que me quedan acá, quitarme el sabor amargo que deja terminar un libro malo por inercia, por el simple hecho de terminarlo.
Entro en una librería y elijo El hechizo del verano, de Virginia Higa. Le pregunto a unas amigas por WhatsApp qué tal es. Dicen que es muy bueno. Elijo creer. Me doy cuenta que leer me genera ganas de escribir. Pero escribir no me genera ganas de leer. El año pasado, por ejemplo, escribí un montón, pero leí muy poco. Este año voy a intentar que sea al revés.
Día 7
Me levanto muy temprano y enseguida consigo tener al día el correo electrónico y también mi tarea de inglés. Desayuno en calzones. Intento darme una ducha pero no puedo: cortaron el agua. Vuelve a las once de la mañana. Son las ocho.
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Termino de trabajar y me voy a la playa con una amiga. Ya es un poco tarde, pero no me importa. Quiero aprovechar el mar lo más que se pueda. Exprimir al máximo cada gota de arena. Antes de salir del departamento le digo por WhatsApp a un amigo que mi plan es exactamente ese: terminar de trabajar e ir a la playa. Él me contesta: “Imaginate que todos los días tuvieras la chance de decir eso”.
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Vuelvo de la playa cuando casi no hay sol. Me pongo escribir. Quiero terminar esto lo más pronto posible porque esta noche voy a ir a bailar. No quisiera pensar en tener que cerrar este pendiente a la madrugada. Mi amigo Gonzalo está preparando la cena en la cocina y me pide que le lea lo que escribí esta semana –él sabe que es un protagonista y quiere saber qué tanto aparece en el relato–. Leo en voz alta y me dice que hay cosas que no pasaron, o al menos no como yo las escribí. No importa, le digo. Entonces, él pregunta si lo que escribo acá es verdad o si es un invento. Cualquier relato es siempre un invento, le contesto. Un narrador, forzosamente, es alguien que miente, le escuché decir una vez a una amiga escritora. Y eso soy yo. Un mentiroso.
Necesito saber si este diario se va a convertir en un libro.