Las lluvias de la semana arruinaron mis noches. Los ruidos de las tormentas me despertaron infinidad de veces. Siempre le tuve mucho miedo al clima cuando se pone así. No tienen por qué saberlo, pero crecí en una tierra seca donde sólo hay viento y frío. Allá, en el sur, no hay días eternos de lluvia, truenos y relámpagos. Entonces, cuando en Buenos Aires aparecen las noches así, con todo eso con lo que nunca viví, me asustó. Tengo miedo. El ruido me despierta. Y el terror no me deja volver a dormir.
A pesar de que siempre fui reacio a las tendencias, esta vez no pude zafar: tuve dengue.
El lunes llegué a la tardecita a la universidad donde doy clases y quise subir hasta el aula por la escalera, como hago siempre. Son apenas cuatro pisos, pero antes de llegar al primero ya estaba agotado: me dolían las piernas y la espalda de una manera insoportable. Le atribuí la molestia al gimnasio, ese mismo día, bien temprano a la mañana, había ido a entrenar y supuse que algún mal movimiento me transformó en una jubilada. Pero no, era todo culpa de un mosquito. Al día siguiente tuve casi 40 de fiebre.
Si soy honesto, no fue tan grave como creí que iba a ser. Varias amigas tuvieron en las últimas semanas y la pasaron fatal. Supongo que debe ser tan ruleta rusa como fue en su momento el Covid: algunos nada, otros intubados. En mi caso solo tuve fiebre varios días seguidos, pero no llegué a tener sangrados, ni sarpullidos extraños. Tampoco tuve ardor en los ojos, ni vómitos, ni ninguna de todas las desgracias que el médico que me atendió me dijo que podía tener. A una amiga le llegaron a decir que existía la posibilidad de que llorara sangre (sic).
Si sigo siendo honesto, me hubiera gustado tener algún tipo de experiencia viral un poco más intensa, como para tener algo más emocionante para contar. Decir que tuve que quedarme acostado unos cuatro días porque tuve fiebre es mucho menos emocionante que decir “lloré sangre”. A veces no sé qué prefiero: si tener una vida tranquila con poco material para la escritura, o una seguidilla de eventos intensos –y por momentos desafortunados– que me den letra y emoción para escribir. Tengo una buena amiga que siempre me dice que yo valoro poco la paz mental. Y la verdad es que tiene tiene razón.
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El hall de entrada de mi edificio se inunda una y otra vez durante todos los días de lluvia. El grupo de WhatsApp de vecinos explota. Al parecer hay un problema en un departamento del primer piso: se tapó algo –no se sabe qué– y eso generó una filtración bastante grande hacia la planta baja. El agua sale por una lámpara que hay en el techo. Pánico.
Desde hace ya un tiempo, dejé de ver a mi vecina del primer piso por el edificio. Tampoco la leía en el grupo de WhatsApp –ella era de las que más hablaba–. Si bien era una persona grande, siempre se la veía muy radiante. Era bastante intensa, pero muy buena onda, de hecho me ha salvado de varios apuros, más de una vez: recibió cosas que eran para mí en momentos donde yo no podía o ha esperado a alguno de mis padres para dejarles la llave de mi casa si yo no estaba para recibirlos. A lo que quería llegar es que empecé a preocuparme por su ausencia. Di varias vueltas sobre el asunto, no sabía si preguntarle o no a alguno de mis vecinos. Pensé en la posibilidad de que hubiera muerto, pero me parecía extraño que, de haber sido así, nadie haya dicho nada. Era realmente un misterio. De repente mi vecina había desaparecido. Finalmente, pregunté si alguien sabía algo y me contaron que nuestra querida vecina, de repente, se desorientó: perdió la memoria.
La noticia me generó una angustia rara. No es que tuviera un vínculo demasiado estrecho con ella, pero hace cinco años que vivo en este edificio –que no es muy grande, apenas tiene 14 departamentos– y ella era parte del día a día. Por ejemplo, cuando salía en la bici, si ella estaba en su balcón me decía “vaya con cuidado vecino” o “vecino póngase más abrigo porque después refresca”. Cuando pensé en que tal vez había muerto también me angustié, pero esto otro –es decir, la verdad–, me angustió aún más porque debe ser realmente muy triste perder los propios recuerdos. No saber dónde estás, qué hiciste en toda tu vida, cuál es tu casa o ni si quiera reconocerla cuando se inunda tanto pero tanto tanto que el agua traspasa los pisos y las paredes.
Aprovecho la ocasión para hacerles una invitación especial. La semana que viene vamos a presentar mi libro, Golpe en el Museo, junto a Malena Rey –gran editora, periodista cultural y autora del newsletter El hilo conductor, uno de mis favoritos–. La cita es el próximo jueves 21 a las 18 hs en el Museo Nacional de Bellas Artes (Av. Del Libertador 1473). Si no tienen otra cosa que hacer ese día y quieren perder el tiempo, no duden en venir. Serán muy bienvenidas y bienvenidos.
Al cuarto día, el dengue afloja un poco con la fiebre. Solo me queda una resaca de ese síntoma. Se siente como una presión leve en la frente. Sutilmente molesto, pero fácil de llevar. A pesar de la mejoría paso la mayor parte del día en la cama: el médico que me atendió me dijo que hiciera cinco días de reposo absoluto. Sin embargo, cuando me aburro de estar en posición horizontal, salgo de la cama y decido ordenar la biblioteca. En los últimos meses se me fueron desordenando los libros y empecé a armar pilones por toda mi casa: montañas de libros en la mesa de luz, arriba de los parlantes del escritorio, adentro de los cajones.
Necesito lugar para libros nuevos, así que me dispongo a ordenar lo que tengo y armar una nueva pila de libros para regalar. No tengo el fetiche del papel y tampoco me gustan mucho los objetos en general –en mi casa no hay muchas cosas–, así que cada tanto hago una limpieza y regalo unos cincuenta ejemplares por vez. Siempre incluyo en esa selección muchos libros que leí y disfruté mucho, pero que no me interesa atesorar. Prefiero que circulen y que en todo caso otro alma acumuladora sí lo guarde hasta el final de los días. Yo solo quiero espacio para lo nuevo.
En ese reacomode encontré un libro que había olvidado que tenía: Personismo, de Frank O’Hara. Es una antología de poemas del escritor norteamericano que salió por la editorial Socios Fundadores hace unos años. Me acuerdo que en su momento lo compré porque leí mal el título: en vez de “Personismo” leí “Peronismo”. Ahora que estoy teniendo este revival con O’Hara, volví a leer este libro que tenía olvidado y rescaté este poema que tampoco me acordaba todo lo que me gustaba:
Poema metafísico
Cuándo querés ir
no sé si quiero ir ahí
adónde querés ir
a cualquier lugar
siento que en cualquier otro lado me desarmaría
bueno si de verdad querés voy
no me importa tanto
pero en cualquier otro lado te desarmarías
puedo ir a casa y listo
no me parece mala idea ir
pero no quiero forzarte a venir
no me estás obligando pero casi
no me puedo quedar mucho igual
quizás podemos ir a un lugar más cerca
no tengo campera
ni que no tuvieras corbata
bueno igual no dije que había que ir
no me importa si tenés corbata
no tenemos que hacer nada en verdad
bueno dale no hagamos nada
bueno te llamo
sí llamame.
Quiero alguno de esos libros!! Juro atesorarlo hasta el fin de los tiempos!! ♥️