#143. Crisis económica
Problemas de dinero, el miedo a los moquitos, un libro de Laura Wolfson.
Creo que hay una explicación científica, pero la verdad no estoy seguro. Quizás no la haya y alguien alguna vez me lo dijo y yo pensé que era una verdad fáctica, comprobable, certera: el aire del mar y el viento ayudan a que uno duerma mejor. Honestamente no sé si es cierto, si existen unas partículas de clonazepam o de melatonina flotando en el aire de la playa, pero cuando estoy en la costa, duermo mejor. Capaz sólo tenga que ver con la ilusión de estar de vacaciones. Ahora no estoy de vacaciones, simplemente estoy en un fin de semana ultra largo, pero yo me siento de vacaciones: lejos de mi casa, viviendo unos días en un lugar alquilado, mirando el mar por la ventana. Capaz sea el aire de la playa, sí; o capaz que es la combinación de todas estas otras cosas las que generan que cuando mi cabeza se apoya en la almohada se apague.
Leo en el newsletter de Diego Geddes un comentario sobre la crisis económica que estamos viviendo:
Cuando pienso en estos tiempos de malaria económica trato de ir a los 90, la hiperinflación, no tengo recuerdos de mis viejos haciendo malabares para surfear la crisis de los precios. Éramos de una clase media prototípica, pero ni siquiera guardo en el disco rígido conversaciones sobre los precios, apenas una escena menor sobre la remarcación de precios en vivo. ¿La pasamos mal? No hay recuerdos. Y entonces pienso en Benito, qué percibe de todo esto que sucede ahora.
Esta es la primera situación de inestabilidad económica que vivo como adulto. El 2001 me agarró siendo chico, viviendo con mis padres -todavía no se habían divorciado-. Sin embargo, en febrero de 2002 mi papá se fue de mi casa y mi vieja se quedó sola, con tres hijos y un trabajo part-time en negro. Hago el ejercicio que intenta hacer Diego: trato de recordar cómo fue ese verano de 2002 y todo ese año, si mi vieja hablaba de que no le alcanzaba o si mencionaba el post 2001.
De esa época tengo sólo dos imágenes muy claras que, supongo, tienen que ver con aquella crisis.
Cuando éramos chicos, mi viejo nos llevaba a mis hermanos y a mí a hacer las compras al supermercado. Para todos era un plan divertido: pasillos anchos para correr, miles de productos coloridos para comprar y la posibilidad de ligar algún gustito infantil -Zucaritas Kellogg's, patitas de pollo, un huevo Kinder-. Cuando llegábamos a la caja, mi papá no sacaba su billetera para pagar, sino una chequera pequeña, color verde, blanco y negro, que decía: “Ticket canasta”. A veces, pagaba un poco con guita y otro poco con esos papelitos que parecían billetes del Monopoly. Yo creía que era todo lo mismo: plata. Pero no, era la crisis hecha papelitos.
Con el tiempo, los billetes del sueldo de mi papá siguieron esfumándose. Al ticket canasta se sumó el ticket restaurante. Varias veces a la semana, con mis viejos y mis hermanos comíamos afuera. Dicho así parece que éramos ricos, pero no, todo lo contrario. Ya no había plata, ni ticket canasta para ir al supermercado, así que usábamos esos otros papelitos para comer en algún lugar -demás está decir que ningún restaurante de renombre aceptaba los tickets que tenía papá y la opción, casi siempre, era el patio de comidas del supermercado La Anónima-.
Cuando mi viejo se fue de casa, mi mamá empezó a generar dinero de todas las formas posibles. En mi mente ella era bioquímica, entonces, no entendía por qué hacía budines para vender, ni tampoco por qué mi casa se llenaba de catálogos de ropa interior y maquillaje que mi vieja repartía entre amigas y vecinas. Supongo que todo esto tenía que ver con la falta de dinero, con la crisis, pero no se hablaba en esos términos. Ni se usaban esas palabras. Lo único que mi vieja decía era: “Mamá está haciendo muchas cosas para que la pasemos mejor”.
El pico de extrañamiento lo tuve un sábado en el que mi mamá organizó una tarde de maquillaje con mis maestras. Todo un grupo de señoras alrededor de la mesa de mi casa probándose distintos productos de Mary Kay. No entendía qué pasaba, sólo me sentía raro. Dos mundos que para mí no debían unirse -el de las maestras y mi casa- se mezclaban por culpa del rímel, el rouge y el corrector de ojeras.
Todo eso duró como un año y pico, 2002 y parte del 2003. Después, las cosas se acomodaron un poco. Mi vieja consiguió un segundo trabajo estable, abandonó la cocción de budines, la venta de Mary Kay por catálogo y mi casa no volvió a tener reuniones de señoras maquillándose.
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Desde que tuve dengue me puse un poco paranoico con el tema de los mosquitos. Los esquivo con la misma presión que un espía atraviesa un piso lleno de lásers asesinos. Y cuando no logro evitarlos, consigo matarlos con mi mano apenas se apoyan en mi piel. Después, cuando ya están muertos, los agarro y los miro un rato largo: intento darme cuenta si es o no un Aedes Aegypti. Honestamente, no siento que sea verdad eso de que “te das cuenta” si es o no es. Para mí todos son iguales y a la vez todos son el mosquito del dengue.
Destiné varios días de la semana a buscar Off, pero la escasez es total. En mi casa tengo algunos espirales Fuyí y un Off en crema diminuto que me trajo mi vieja desde Trelew, ciudad en la que no hay dengue, pero igual escasea este productor convertido en el objeto más codiciado por la sociedad argentina -después del dólar-. Todo esto del Off me hace acordar un poco al tema del papel higiénico cuando arrancó la pandemia. En ese caso la escasez era más bizarra porque tener el culo limpio no evitaba que uno se agarrar Covid. En cambio, embadurnarse de Off sí podría evitar tener dengue. Aunque no estoy tan seguro de esto porque siento que el calentamiento global y el fin del mundo al que asistimos -lento y aletargado- hizo que los mosquitos se vuelvan resistentes al repelente. Pero en algo hay que confiar y ahora toda nuestra fe está depositada en esos aerosoles naranjas.
Joaquín y yo decidimos pasar el fin de semana largo en Mar del Plata. El primer día, hermoso: sol, calor, poco viento. Pasamos el día en la playa, más o menos unas cinco horas. En ese tiempo leemos Perder el nobel, el libro de Laura Esther Wolfson que salió por Gris Tormenta. Es un ensayito sobre la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich y sobre el oficio de traducir. Vamos leyendo en voz alta, un poco él y otro poco yo. La imagen es cursi, snob y romántica en partes iguales, pero eso no importa. Lo que importa es que el libro de Wolfson es realmente muy bueno. En un momento del texto, la autora compara el trabajo de los intérpretes con el de los traductores y dice:
Aunque las palabras “intérprete” y “traductor” se han confundido irremediablemente en la imaginación colectiva, el trabajo del intérprete, que pasa el discurso de una lengua a otra ante un público en directo o para su transmisión, está en realidad muy lejos del trabajo del traductor, que vierte la palabra escrita de un idioma a otro sentado a solas en su escritorio. Un oficio no es más difícil que otro; simplemente son difíciles de diferentes maneras.
Siempre pienso que la no ficción tiene algo de traducción: convertir una parte de la realidad en un texto, en un relato. Pasar de un lenguaje a otro. Pero al mismo tiempo, no creo que lo real sea aprehensible con palabras y que, inevitablemente, cuando me siento a escribir, aunque hable de algo que pasó, siempre estoy inventando y un traductor que inventa, supongo, no es un buen traductor.
Antes de viajar a la costa, paso a visitar a mi abuela. De la misma manera que no distingo si los mosquitos que me pican son o no Aedes Aegypti, nunca me doy cuenta si mi abuela está igual o peor. Lo que sí sé es que mejor definitivamente no está.
Feliz domingo de pascuas. Ojalá comas mucho chocolate.
♥️
Eso de las madres con emprendimientos de lado es muy de crisis. Recuerdo en la primera mitad de los 90s, cuando fue la nuestra en México, mi mamá era Química en el seguro social pero hacía unos moños enormes (adelantada a la moda coquette) y vendía joyería de catálogo. A veces nos encontramos piezas de esas todavía. Gracias por compartir y mucha solidaridad con ustedes. Ojalá encuentres repelente de mosquitos pronto.