#145. Confuso episodio
Frank O'hara –otra vez–, mi amiga Monse, Martín Rejtman y el Microcentro.
Pienso que llegó la hora de invertir en unas buenas sábanas. Me lo merezco. Para eso trabajo. Tengo tres juegos, pero sólo uno vale la pena. Los otros dos están para descartar, pero no lo hago porque los necesito: no puedo tener sólo uno, hay que hacer recambio. Lavo las sábanas una vez a la semana. Cuando meto al lavarropas mi juego preferido uso el que está en segundo lugar. El tercero siempre prefiero no tocarlo, pero a veces me pasa que se me acumulan los otros en la bolsa de la ropa sucia y no me queda otra. Ahí siento que me traicioné, que me envuelvo en una tela que no elegí, que me tocó. Por suerte, enseguida me doy cuenta que el malestar es temporal, que a lo sumo será por una noche o dos y que después voy a volver a dormir en las condiciones que me gustan.
La mayoría de las cosas que más me fascinan llegaron a mí de casualidad o a través de un confuso episodio. Por ejemplo, me gusta mucho el rock nacional, pero no es que en mi casa se escuchara particularmente esa música o que alguien vino y me la mostró. Es todo mucho más patético: mi vieja es fanática de Joaquín Sabina y en Trelew sonaban siempre sus discos y entre los álbumes que pasaban estaba Enemigos íntimos, ese que grabó con Fito Páez. Un día, me encontré diciendo “quién es este que pega esos gritos que me gustan tanto”. Y Fito Páez me llevó a Charly García y Charly García a todo ese universo que se llama rock nacional aunque no suene mucho a rock & roll. Así, con un montón de otras cosas.
Una vez, hace como 10 años, un chico me rompió el corazón y, para consolarme, una amiga me dijo que vaya a su casa, así la ayudaba a hacer un fanzine de poesía para una muestra. Teníamos que elegir textos que hablaran sobre el tiempo. Entre los poemas seleccionados hubo uno de Mariano Blatt, a quien no conocía en ese momento, y me fascinó a tal punto que mi amiga me terminó regalando Mi juventud unida, ese libro que recopila casi todos los poemas de Mariano. Gracias a ese día, a ese fanzine, empecé a leer poesía todo el tiempo y no sé si agradecerle eso a Mariano o a mi amiga o al chico que me rompió el corazón porque fue eso lo que me llevó al armado del fanzine y estar con mi amiga fue lo que me hizo leer poesía. En fin. Desde entonces, mi manera de leer ese género se convirtió en algo voraz: cuando me gusta un poema y me entusiasmo con una autora o un autor me dan ganas de leer todo lo que haya hecho. Así me pasó con Marina Yuszczuk, Cecilia Pavón, Tamara Kamenszain, Cristina Peri Rossi, Idea Vilariño y un montón de otras poetas.
Ahora, esta voracidad está con Frank O’Hara, escritor que también conocí por error. Hace bastante tiempo fui a una Feria de Editores en el Konex y vi en el stand de Socios Fundadores un libro titulado Peronismo. Me llamó la atención que el autor de una publicación con ese nombre se llamara Frank O’Hara y que fuera norteamericano. Entonces, mi cerebro imaginó un camino posible que le diera sentido a esa extraña combinación: se me ocurrió que ese era el título del libro porque los poemas podían ser leídos como textos peronistas aunque hayan sido escritos por un yankee. Pero no: el título del libro era Personismo, una traducción de “Personism”, nombre que tiene un poema/manifiesto que O’Hara hizo y que en un momento dice:
Y no digo que yo no tenga prácticamente las ideas más elevadas de los que escriben en la actualidad, ¿pero qué diferencia hay? Son nada más que ideas. Lo único bueno es que cuando me elevo lo suficiente es que paré de pensar, y ahí es cuando llega el refresco.
La semana pasada compré Naranjas y sardinas, una antología de poemas O’Hara (de las pocas que hay acá). El libro tiene un ensayo de la traductora, Eleonora González Capria, que explica que O’Hara siempre le está escribiendo a alguien en particular –generalmente a un chico que le gusta–, y que en sus poemas la materia que usa para escribir es su vida y las personas que forman parte de ella, como si sus textos fueran una fiesta llena de amigos, amigas y amantes.
No existen unas “obras completas” de O’Hara traducidas al español. Mi voracidad, esta vez, tiene un límite. Solo hay tres libros de él publicados acá y mi nivel de inglés no es tan top como para que lea todo lo que hizo en su idioma original. Mi libro favorito suyo es Meditaciones en una emergencia –que sí está traducido y que descubrí, como todo, accidentalmente en un capítulo de Mad men–. El poema que la da nombre a esa obra es uno de mis favoritos, pero lo que más me gusta es el oxímoron del título, eso de meditar en medio de una emergencia, habilidad que –siendo honesto– no tengo.
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Mi amiga Monse, que es mexicana y vive en la Ciudad de México, pasó un mes en Buenos Aires. Intenté estar con ella lo más que pude, llevarla a los lugares turísticos imperdibles y a comer comidas tradicional que, en comparación con las de su país, son bastante poco elaboradas: carne con ensalada, pasta, pizza o empanadas. Un día almorzamos en el restaurante Norte, un bodegón que queda en Arenales y Ecuador, al que voy muy poco a pesar de que me gusta mucho y es cerca de mi casa –dato de color: un mediodía Felipe Solá me invitó un bife con papas fritas en ese lugar–. Le saqué una foto que revelé una semana pasada. De las 36 fotos que había en el rollo 32 eran con amigos y amantes. Me gusta pensar que esas fotos salieron medio a lo O’Hara y que los lugares importantes, en los que me gusta estar, son los que habitan esas personas que aparecen en mis fotos perdiendo el tiempo.
Hace unos días se publicó el episodio que grabamos con Martín Rejtman para Líneas Paralelas, el podcast que hacemos con la Fundación Andreani. En la charla, le pregunté por la estructura de las historias que escribe, donde sus personajes parecen ir todo el tiempo a la deriva, decidiendo sobre la marcha, una habilidad que me gustaría tener –como lo de poder meditar en medio de una emergencia– pero que no tengo: estoy preso del control y me esfuerzo por entender cómo van a sucederse las cosas aunque el futuro, lo que va a venir, siempre es algo caprichoso e incontrolable. Lo que a mí me interesaba saber era si cuando él se sentaba a escribir era consciente de dónde empezaba y terminaba una historia. La respuesta de Rejtman fue:
Estoy en la misma situación que los personajes cuando empiezo a trabajar: no sé a dónde voy a llegar. Tampoco me interesa tanto el destino final, sino el viaje, como para decirlo de una manera cursi. Me doy cuenta dónde terminar cuando hay una trayectoria del personaje, cuando le pasó o no le pasó algo, si llegó a un lugar determinado o si se quedó en donde estaba al inicio pero habiendo pasado por distintas situaciones. A veces me dicen que lo que escribo no tiene final, que podría terminar en cualquier lado. Nunca escuché nada más equivocado desde mi punto de vista. Saber en dónde termina algo es súper importante para mí. No es nada arbitrario.
Un día destinado al olvido cambia de rumbo: me encuentro a cenar con mi amiga Mercedes y me cuenta que este año se publica la traducción de Lunch poems, uno de los últimos libros que Frank O’Hara escribió. El malhumor y la angustia se disipan. Me pongo contento gracias a algo que todavía no ocurrió. Después, mi amiga me dice que John Ashbery, uno de los mejores amigos de O’Hara, es de sus poetas favoritos. Le pido que me preste algún libro de él porque no leí ninguno. Ella me trae Pirografía y me lee un poema que se llama “Si los pájaros supieran”. Empieza así:
Este año es mejor.
Y las ropas que ellos lucen
En el cielo gris sin desmalezar de nuestra tierra
Sin posibilidad alguna de cambio
Porque todos los verdaderos fragmentos están presentes.
Así yo me alegré de que la niebla
Me llevase hacia ti
Cosa veraniega e indeterminado alimento
Del dolor y el tránsito—donde permaneciste.
La rueda está lista para girar una vez más.
No pierdo el asombro por Buenos Aires y casi todos los días hay algo que me hace fascinarme de vuelta con esta ciudad. La semana pasada tuve que ir hasta Microcentro a ver una muestra para una nota del diario. Cuando salí de ahí decidí comprar unas flores en un puesto de Florida. Norma, la puestera, también vendía diarios, revistas, camisetas de la selección y, por supuesto, cambiaba dólares. Mientras me envolvía las flores mirando el suelo, repetía: “Cambio cambio dólar euro real cambio cambio”. Me pareció increíble. Sólo Buenos Aires puede ofrecerte todos esos servicios en un mismo lugar. De ahí seguí a la bombonería Corso, la que queda en Maipú casi Corrientes: ícono porteño. Quise comprar una caja de chocolates que estaba forrada con una tela de terciopelo, pero era demasiado cara. Finalmente, opté por una caja más chiquita, dorada, con una tapa transparente que llevaba el nombre del local grabado con el mismo color que el cartón que contenía ocho bombones, rellenos de dulce de leche, con forma de corazoncitos. Y ahí iba yo, caminando altivo, por calle Florida, con mis flores en una mano y mis chocolates en la otra, la frente en alto, escuchando bien fuerte una canción romántica, imaginando que era parte de un videoclip, transformándome en un cliché y disfrutando ser ese lugar común porque es lo que soy: un lugar común con dos patas, dos brazos, lentes y un bigote. Disfruté del sol en la cara, de la intensidad del centro, de la fantasía del romanticismo, de las mieles del amor. Siempre increíbles. Siempre brillantes. Pero sobre todo, esporádicas y fugaces.