#159. Programación habitual
Viento Blanco, los carteles de la ciudad y una foto de Vale Lois.
El sueño avanza en mi cabeza casi todos los días. Es cuestión de apoyar la cabeza en la almohada y dejarse llevar. Con unos minutos es suficiente para quedarse dormido. Supongo que esta facilidad tiene que ver con las vacaciones, con estar “descansado”. El mundo volvió a su normalidad, la rutina otra vez como si nada. Pero por suerte el insomnio no apareció. Es como si se hubiera quedado perdido en algún lugar de la noche, en un espacio del que no puede salir. Agradezco eso, aunque no me gusta, en general, la idea de que alguien o algo esté preso, encerrado, inmóvil. Pero bueno, tampoco hay que ser siempre progresista. En algunas ocasiones, vale la pena ser un poco conservador.
Tomé un pequeño descanso de escritura. Hacer un diario parece fácil, pero no es tan fácil: todos los días hay que anotar ideas y escribir alguna cosa, pero uno no siempre tiene el mismo nivel de inspiración y concentración. Además, volver al mundo real es muy cansador; retomar las obligaciones laborales, pagar las cuentas, solucionar problemas de la vida doméstica, atender a mi gato que es muy exigente. Y así pasaron los días y así no escribí nada. Es que el lugar donde se vive termina configurando lo que uno hace o deja de hacer, entonces, llegar a esta tierra inflacionario, volver a tener conversaciones sobre plata y el gobierno, después de estar un mes entero en el paraíso, en un lugar donde nada de todo esto existe, generó este pequeño silencio de no escritura. Por suerte siempre están las amigas, que se sobreponen al desánimo generalizado y que siguen haciendo cosas para pasar el tiempo, para no ser unas chicas aburridas y para ayudarme a volver a la programación habitual. Mi amiga Vale Lois, por ejemplo, se puso a dirigir una obra de teatro que estrenó mientras yo estaba en México, Viento blanco –la dirigió con Juanse Rauch; el texto es de Santiago Loza y la interpreta Mariano Saborido–.
El domingo pasado fui a verla y ahí, mientras veía la obra, empecé a pensar de lo pirucha que una puede quedar por culpa de la tierra que habita. Viento blanco tiene como protagonista a Marito, un personaje encantador y chiflado –en partes iguales– que pasa sus días en un hostal que tenía con su mamá en algún pueblo perdido del sur. Durante toda la obra pensaba en Puerto Deseado y en que esa ciudad era perfecta para esta historia. Después, cuando salí del teatro, vi que Mariano Saborido es de ahí; especulé con la idea de que, tal vez, Santiago Loza había se había inspirado en ese lugar cuando escribió Viento blanco. Pero de lo que quería hablar no era de esa especulación, sino de la manera en la que esa geografía, el viento y el frío sobre todo, le torció la cabeza a Marito. Su mente, todo lo que dice y la verborragia con la que habla son como ese viento frío del invierno que te corta la cara, que te hace caminar con fuerza cuando vas a contramano de la correntada de aire. Ese esfuerzo no es gratis, medio loquito quedás cuando sentís cómo la piel reseca se te empieza a estirar y pensás que se te puede abrir en cualquier momento. Eso de que “el viento te corta la cara” es real.
Últimamente, vengo viendo varias obras de teatro que, en un momento determinado, tienen un giro esotérico o mágico. Esa vuelta fantástica que el teatro siempre tiene. Sin embargo, en Viento blanco no queda del todo claro ese momento, a pesar de que una parte del relato refiera a la supuesta invocación de un espíritu. Es más ambiguo todo porque uno no termina de entender si se trata de un momento ocultista de la vida de Marito o si es esa locura helada la que genera la escena. Es decir, no hay garantías de que esa invocación ocurrió o si lo que generó esa imagen pagana en la cabeza de Marito fue ese mismo viento que lo volvió medio loco. Cómo habría sido la vida de Marito si no hubiera tenido un hostal de mala muerte con su madre en algún lugar frío del sur. Qué imágenes habría generado su mente si hubiera crecido en el calor del litoral o con la nieve de la cordillera. Imposible de saber. Pero más allá de la adversidad que ofrece esa tierra helada donde vive este personaje, él se mantiene estoico y lava las sábanas de su hostal como si no hubiera un mañana y sigue como un necio cuidando de todo. Seguramente, esto pasa porque así crecen las cosas con el viento: torcidas, pero bien agarradas a la tierra.
Dios existe y lo comprobé la semana pasada. En medio de un día de lluvia, fui a ponerme mis auriculares –que son muy chiquitos– y en el momento que los saqué de su estuche, se cayeron en un charco de agua que se acumuló en una esquina. El final de mi vida. No me imagino sin esos aparatitos en mis orejas. Es imposible que pueda aguantar un día en esta tierra sin mis auriculares. Que son buenos. Que son Marshall. Que suenan increíble. Que me costaron mucha plata. Me apuré a meter la mano en el charco y los rescaté de ese cúmulo de agua marrón. Cuando los empecé a secar me di cuenta que la música seguía sonando y cuando me los puse en la oreja descubrí que el agua no les había hecho absolutamente nada. Dios existe y lo comprobé la semana pasada.
Tengo que confesar que no mandé nada la semana pasada porque me dieron ganas de escribir otra cosa. Uno no tiene tantas ideas y hay que aprender a administrar las pocas que se le ocurren. Resulta que Joaquín y yo fuimos con mi amigo Mariano a ver a Guacho Bleu –escribí sobre él hace un tiempo, acá–. Como me quedé muy manija, igual que en el show anterior, hice una nota para Vida Cotidiana, nuestra revista del amor. Aclaro que fue todo una cuestión de prioridades y no de procrastinación.
Dos recomendaciones que vienen como anillo al dedo: la primera, esta entrevista que le hizo mi amiga Nati Laube a Vale y que fue la tapa de Radar del domingo pasado; la segunda, este perfil de Santiago Loza que hizo otra amiga, Maia Debowicz, y que fue la tapa del SOY de esta semana.
El mayor desafío es volver a conectarse con la ciudad. Ya me había acostumbrado al olor de los puestos de comida callejera que hay en México. Acá todo es más recatado y la calle no huele a frito, ni a nada –a veces a basura, hay que reconocerlo–. Sin embargo, yendo y viniendo en la bici, me di cuenta que la cartelería de la ciudad se volvió bastante bizarra en el último tiempo. En la esquina de Gorriti y Juan B. Justo, por ejemplo, hay un cartel gigante que promociona una cosa que se llama The Messi Experience. Según leí, es como una cosa inmersiva sobre Messi. Al principio creí que era como un Cirque Du Soleil sobre el futbolista, pero no, es algo más bizarro y más tecnológico –un par de días después me enteré que ya existe una versión del Cirque Du Soleil sobre Leo–. Pero lo que importa es el cartel. Gigante. Brillante. Grasa. Mientras esperaba que cambie el semáforo pensaba en qué pensaba Messi sobre The Messi Experience ¿Pensará algo? ¿Le dará igual? ¿Cuánto ganó Messi por The Messi Experience? ¿Habrá participado del diseño de la identidad de este show sobre sí mismo? Todas preguntas cuyas respuestas nunca voy a conocer.
Al día siguiente de encontrarme con ese cartel gigante, iba camino al trabajo y veo otro cartel gigante con una copia de un Mondrian –de su cuadro Composición en rojo, amarillo, azul, blanco y negro, de 1921– y al lado la leyenda “Experiencia Mondrian lavadero de autos”. Me llamó la atención lo de “experiencia” y me pregunté si el lavadero sería inmersivo, como la Messi Experience. Pero no, no tenía nada de eso. Al parecer esta otra “experiencia” tenía que ver con que te podías tomar un cafecito mientras te lavaban el auto. Pero volviendo a lo de los carteles, ¿cuál es la relación entre Mondrian y un lavadero de autos? ¿Será un aficionado al arte el dueño del lavadero? ¿Habrá querido homenajear al artista de Países Bajos con un local en Buenos Aires? De vuelta, todas preguntas cuyas respuestas nunca voy a conocer.
Mientras estuve de viaje saqué muchas fotos. Ahora, que volví a mi casa, no tengo el hábito de salir a la calle con la cámara. Supongo que es porque no estoy en modo turista. Antes sí tenía esa costumbre, pero la perdí. Además, ya hace varios años que vivo en esta ciudad y es difícil verla con la intensidad con la que se mira a una ciudad nueva. No puedo encontrar en Buenos Aires destellos en la calle para fotografiar con la misma facilidad con la que los encontré en Ciudad de México. Esto es un problema porque cada semana elijo alguna foto que saco para ilustrar estos textos. Por suerte uno va haciendo su propio archivo, así que –para seguir con la temática de la semana– me puse a revisar unas fotos que saqué en el cumpleaños de Vale el año pasado y encontré un retrato suyo que, al mismo tiempo, es la última foto del rollo.
Lo que me gusta de la imagen es que en la mirada de mi amiga está el paso de la noche. No solo era la última foto del rollo, sino que también era el final de la fiesta. Ella ya sin su ropa de gala, apenas con una remerita blanca, lista para empezar a echar gente o limpiar. El brazo descansando sobre la alacena y un cementerio de botellas en la mesada. La oscuridad del fondo. La luz del frente. No sé si la foto es buena o no, tampoco si eso importa mucho. Pero lo que sí sé es que hay algo de la energía que tuvo aquella noche que quedó ahí guardado y eso hace que la foto sea, al menos, especial.