Duermo algunas noches en un colchón inflable. Tengo visitas en mi casa y no tengo una cama extra, además de la mía. Siempre lo inflo bien, hasta que queda rígido, pero creo que está pinchado porque a medida que pasa la noche voy durmiendo cada vez más cerca del piso. Nunca me gustó salir de campamento –soy un militante del confort– y siempre tuve cierto rechazo por toda la colección de objetos que rodean esa actividad: la carpa, los anafes portátiles, esas zapatillas gigantes para trekking, las mochilas infinitas y, obviamente, los colchones inflables. Quizás la venganza de este producto contra mí fue haberme hecho dormir tan mal, desinflarse tanto en tan pocas horas. Quizás tenga que salir más de campamento, respetar ese pedazo de goma inflable y así poder dormir mejor cada vez que tengo visitas con las que no puedo compartir la cama.
El año pasado, un amigo me llevó a conocer la oficina de la editorial Alias, un sello mexicano del que me hice un poco fan hace bastante tiempo. De esa pequeña travesía me traje el libro La vida en el arte, una antología de ensayos que escribió Clara Porset –arquitecta y diseñadora industrial cubana, pero radicada en México– a lo largo de toda su carrera. Una parte del libro habla justamente de la relación entre la vida diaria y el arte, de cómo las personas se vinculan con un montón de objetos, todos los días, que pueden ser pensados como una forma de arte. Después de leer eso, decidimos con mi amiga Florencia inventar Vida Cotidiana, la revista que editamos desde principio de año. Al igual que Clarita, nos interesaba poder hablar de ese puñado de cosas que día a día aparecen delante nuestro: libros, muestras, películas, series o pequeñas aventuras con algún giro sensible. El norte era que la revista pudiera dar cuenta de todas las obras de arte con las que entramos en contacto.
Vuelvo a pensar en todo esto porque es lo que veo en los relatos que arman Un puñado de flechas, el último libro de María Gainza que salió por Anagrama. En cada uno, la narradora tiene alguna relación con alguna obra –o con varias– y si no hay objetos, hay personas; por ejemplo, en la primera historia del libro no aparece ninguna pintura, ni nada similar, sino Francis Ford Coppola. Toda la escritura de Gainza está marcada por esa relación entre las artes visuales y la vida misma, sus nota de Radar eran un poco eso: una mezcla entre vida de artista y comentario sobre obras. No eran críticas solemnes e intelectuales, sino un rejunte de juegos con el lenguaje, chismes y chistes. Los relatos de María siguen la filosofía de Clarita Porset: arte en la vida cotidiana. A veces, esas obras son el inicio de algunas aventuras, como salir a buscar un Kuitca olvidado y perdido. Otras, son la nota al pie de una enfermedad o el fetiche irracional de algún coleccionista.
Me gusta leer cosas y sentirme un tonto, un ignorante. Cuando leo a María Gainza pienso en eso. Hay un texto del libro que funciona como un ensayo sobre el coleccionismo. Está lleno de referencias y comentarios sobre otros textos, artistas y obras. Tardé un siglo en leerlo porque me dediqué a buscar cada referencia que no conocía. Ahí está María desplegando todo el universo que tiene encima, con el que debe mantener conversaciones en silencio o por escrito, quién sabe. Y con todo ese mundo inventa estos textos que no son ni una cosa, ni la otra. Se quedan a mitad de camino de todo. En una entrevista que salió en Cuadernos Hispanoamericanos –y también en el podcast Máquinas de escribir–, Gainza habla de esto mismo, de que siempre trata de no encasillar lo que hace y que de esa impunidad –o arrogancia– salen los textos.
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Así como disfruto de leer a alguien que me haga sentir tonto e ignorante, también disfruto de leer las cosas nuevas que hacen autores que sigo hace mucho. Entre los libros de poesía que pasaron por la mesita de luz en el último tiempo estaba La puertita de alambre, de Mariano Blatt. Es lindo ver qué hace un escritor con el paso del tiempo, cómo va cambiando su manera de ver el mundo y sus obsesiones en cada nuevo libro.
El tiempo es la única cosa que se pierde; siempre va para adelante y no hay manera de que vuelva para atrás. Pasan los días, las semanas, los meses, los años y nunca, pero nunca, lo recuperamos todas esas horas. Nada más tonto que decir “no quiero perder el tiempo”; es tan ilógico como decir “no quiero respirar”. Las dos cosas más inevitables que existen en el mundo: respirar y que el tiempo se nos escurra entre las manos, como un puñado de arena. Los poemas que se acaban de publicar muestran qué obsesiones persisten en la escritura de Mariamo, cuáles se fueron y cuáles llegaron para quedarse. Este proceso ya empezaba a vislumbrarse en Un lago que sube, que es su libro anterior –publicado en 2021–, pero ahora toma más fuerza. El mapa mental de este poeta se amplió, corrió los márgenes y ahora su poesía engloba una constelación que va más allá de ser gay, tomar MD y escuchar música electrónica. Y a pesar de la insistencia con la nostalgia que hay en varios de estos poemas, Mariano no parece ser una persona particularmente aferrada a ese tiempo en donde las discotecas se inundaban de botellas de agua y latas de Speed.
Uno de mis poemas favoritos:
Una propuesta
Escribir poco pero escribir bien
pero que nadie sepa cómo
se define qué es bien
y qué es poco
y qué es escribir.
Retomo la actividad física después de un par de semanas de sedentarismo. Lo que cuesta es empezar, después la cosa funciona más o menos sola. Siempre pienso en cuál es el motivo por el cual las personas van al gimnasio, sobre todo las que están ultra esculpidas, las que pasan horas y horas y horas ahí adentro. No digo que cada cosa que uno haga tenga que tener un fin, no creo que todo tenga que ser útil. Hay cosas que me gustan que sean inútiles, como el arte. A lo que me refiero es si esas personas que pasan ratos eternos ahí adentro buscan algo. Tal vez estar más esculpidos de lo que ya están. O empezar a competir en alguna disciplina que no conozco. Desde que esta idea se me metió en la cabeza, empecé a ver en la calle más personas musculosas en la calle, entrando o saliendo de gimnasios a horas insólitas. Anoche, por ejemplo, volvía de un bar cerca de la medianoche y vi a dos chicos saliendo de un gimnasio a pocas cuadras de mi casa. En el interior todavía había personas levantando pesas, corriendo en las cintas y haciendo flexiones. No sé a qué hora cerraba ese lugar, ni tampoco qué es lo que esperan esas personas de la actividad física. Imagino que estoy un poco obsesionado con todo esto porque es un mundo que se me hace completamente ajeno. Veo a mis compañeros de entrenamiento hablar entre ellos y temo que se volteen a hablar conmigo; el único tema que comentan es la clase y yo no tengo nada para decir al respecto. Honestamente, solo voy porque me ayuda a estar una hora entera sin pensar y porque quiero ser flaca y sentirme linda –así de básica soy, sí–. No tengo ningún otro horizonte a la vista.