#166. Una historia de la imaginación
Una colección arbitraria de vidas, libros y artistas.
Dicen que cuando tenía 12 años, es decir en 1864, Francisco Pascasio Moreno fundó el Museo Moreno en su casa de Mitre y Uruguay, en el barrio de Congreso. El primer ingreso a la colección fueron unos caracoles que encontró petrificados sobre unas piezas de mármol. Desde entonces empezó a juntar plantas, insectos, animales e incluso personas, pero estas últimas aparecieron cuando ya era un adulto. En ese entonces, cuando era un preadolescente, solo coleccionaba cosas indefensas y pequeñas, pero en grandes cantidades. Fue tal la acumulación de restos naturales, que su papá le cedió el altillo de la casa en la que vivían para mostrar allí sus tesoros. Moreno se volvió mucho más ambicioso: siendo apenas un veinteañero salió de excursión por toda la Argentina y juntó cientos de miles de piezas. Cuando tenía apenas 32 años fundó el Museo de La Plata –antes, en 1877, había fundado en Buenos Aires el Museo Arqueológico y Antropológico, con 15 mil piezas óseas que le pertenecían–. Hacer ciencia tenía que ver, en gran medida, con coleccionar y estudiar esqueletos y animales embalsamados. Hacer patria, también.
Todo ese universo volvió a aparecer en el último tiempo con Historia Natural, la novela de Marina Yuszczuk en la que una hija de Francisco Moreno, Virginia, narra esos orígenes del Museo de La Plata. En su ingenuidad, la relevancia de todas las cosas que tiene alrededor se mezcla: el cadáver de un perro parece ser tan importante como el de un gliptodonte. Pero lo mejor de ese personaje no es necesariamente su confusión y su ingenuidad, sino la manera en la que representa toda esa idiosincrasia de finales del siglo XIX, que veía a los pueblos originarios como una amenaza y al sur del Río Colorado como “el país del diablo”. Dice Virginia:
En los minutos que le llevaba a un soldado agacharse a recoger el arma, el indio se acercaba con sus boleadoras en alto, montando a pelo, veloz y mortal, y lo hacía pasar a mejor vida; por si hiciera falta, atrás venían otros para ultimar bajo la punta de su lanza a los que habían quedado tendidos, agonizando. y allá iban, a internarse en el desierto con su botín y sus cautivas, a entregarse a las borracheras y los sacrificios de animales. Sin conocer la Pampa –pero ¿quién la conocía?–, yo había soñado desde pequeña con ese desierto de los poemas donde los fugitivos se perdían al atardecer, rojo como sangre, sabiendo que iban a morir en un territorio sin caminos, sin mapas, nombrado por los indios.
Las historias de los aborígenes que arribaron al Museo de La Plata para ser exhibidos y estudiados son bien conocidas. La llegada de estas personas al museo marca un punto de inflexión en la novela de Yuszczuk y en la vida de Virginia. Ella siempre mira con los anteojos del siglo XIX, la voz de ese personaje representa la cosmovisión del tiempo en el que vive. La hija de Moreno es naif y despiadada al mismo tiempo, una militante del racismo científico de aquellos años que no se ajusta a los estándares morales de estos días. La ficción aparece como un gran terreno fértil para sembrar las fantasías más despiadadas y para revivir las creencias que justificaron la matanza de miles de personas, de la mano de un personaje inventado. Qué mejor que escuchar a una narradora con la que no estamos de acuerdo.
Por aquellos años, los aborígenes no aparecían mucho en el imaginario artístico y cultural de la Argentina. Fueron pocos los artistas que se dedicaron a retratar ese mundo y si lo hicieron fue de una manera bastante particular, como el caso de Victor de Pol. Nació en Venecia en 1865 y cuando tenía 22 años vino a parar a la Argentina, contratado para trabajar en proyectos escultóricos en los edificios de la joven ciudad de La Plata. Uno de esos primeros encargos fue hacer una serie de obras en el Museo de La Plata: para la fachada hizo doce bustos de científicos y exploradores –entre los que estaban, por ejemplo, Félix de Azara, Alexander von Humboldt y Charles Darwin– y también unas esculturas de dos smilodones (tigres dientes de sable) para la entrada. Mientras estuvo habitando el Museo, de Pol aprovechó para retratar a los nativos que estaban allí encerrados e hizo dos esculturas que ahora están en el Museo Nacional de Bellas Artes: una de una mujer a la que llamaron Tafá y otra del cacique Inakayal, uno de los líderes tehuelches que más resistió el avance de la Conquista del Desierto. Dicen, se comenta por ahí, que Moreno e Inakayal tenían una buena relación y que, cuando el cacique finalmente se rindió, el científico intervino para que el gobierno no lo metiera preso. Sin embargo, lo único que logró fue cambiar una cárcel por otra: en vez de ir a parar a un calabozo fue a parar a los subsuelos del Museo de La Plata para ser estudiado hasta su fallecimiento en 1888. Sus restos fueron devueltos a sus descendientes más de 100 años después, en 1994. En varias oportunidades se dijo que el argumento que levantó Moreno para mantener en cautiverio a Inakayal era “su parecido con el hombre prehistórico”.
Ah, qué hermosa la ciencia, justificando encarcelaciones y secuestros. Si hoy la ficción sirve para revivir esas ideas, que podrían ser relativamente cuestionables si se las pensara por fuera de esa fantasía (digo relativamente porque el mundo se volvió un lugar super extraño, en un abrir y cerrar de ojos muchas personas quisieran volver al pasado y ser Virginia a mucha honra), en aquel entonces ficción y realidad eran la misma cosa. La “verdad” científica de Moreno era también la “verdad” que ofrecía la ficción. Quizás por eso La cautiva, de Esteban Echeverría, generó tanto impacto: lo que se contaba en ese poemario fue tomado como documento histórico y pensar en la Pampa o la Patagonia era pensar que en ese paisaje sólo existía una horda de hombres montados a caballo con cabezas incrustadas en sus lanzas. La cautiva primero y la ciencia después generaron el mito de que un paisaje y sus habitantes lo único que podían hacer era matarte.
Viva la patria. Viva.
Antes de ser una calle en Palermo, Humboldt fue un investigador alemán que se dedicó a viajar y estudiar la geografía y la naturaleza de América Latina. Lo hizo entre 1799 y 1804, en compañía de Bonpland, que antes de ser una calle de Palermo, fue un investigador francés (quizás con estos datos, irrelevantes e inútiles para sobrevivir en el mundo de hoy, se entienda un poco mejor la disposición de las calles de Buenos Aires). Las crónicas y los descubrimientos de esa travesía se publicaron en varios tomos durante veintiún años. Una de sus mayores contribuciones fue esbozar la teoría que dice que alguna vez América del Sur y Africa estuvieron unidas (en el Museo de La Plata, hoy, la museografía explica muy bien este tema).
En varias oportunidades, Humboldt publicó algunos libros que fueron ilustrados por Johann Moritz Rugendas, un pintor alemán que también se dedicó a viajar por América Latina. César Aira le dedicó un libro muy simpático a este artista, Un episodio en la vida del pintor viajero, que fue ilustrado con varias obras suyas. El plan de Rugendas era ser un pintor más bien histórico y empezó su formación en el Taller de Adam, un pintor de batallas. Sin embargo, Europa no estaba en un momento muy bélico cuando él empezó su carrera así que se fue a tomar clases de “pintura de la naturaleza” en la Academia de Munich. Sobre esto, escribe Aira:
La “Naturaleza” que podía tener un mercado en cuadros y estampas era la exótica y lejana, lo que complementó su vocación artística con la viajera. En el umbral de los veinte años, se le abría un mundo ya hecho, y también, a la vez, por hacer, más o menos como le sucedió por la misma época al joven Darwin.
Es por eso, por ese afán de encontrar lo nuevo y lo exótico, que entre 1821 y 1825 recorrió Brasil como dibujante de una expedición científica. Parte de ese estudio científico incluyó retratar los “mercados de esclavos”, es decir, los lugares donde se comercializaban personas. La obra es muy particular: casi todos los esclavos están ubicados en las partes sobre las que se proyecta la sombra del sol, mientras que los compradores y vendedores –vestidos con trajes y galeras– están en las zonas iluminadas. Los esclavos que están ahí parecen casi felices, viviendo adentro de ese mercado como si vivieran en libertad.
Después de ese viaje, volvió a Europa y publicó un libro con grabados que ilustran su aventura carioca, Voyage pittoresque dans le Brésil. El libro fue un éxito y sus obras fueron tomadas como verdades reveladas: no hay imaginería, capricho, gusto, ni estilo en las obras de Rugendas para sus espectadores; solo descubrimientos y hallazgos. Las obras no tenían un valor visual o estético, sino documental y esa pretendida documentación era, en teoría, objetiva, carente de sesgos. Pura. Cierta. Irrefutable.
Entre 1831 y 1847 Rugendas empezó un segundo viaje por América Latina que tuvo su inicio en México y que siguió por los países más australes de la región –traicionando al compañero Humboldt que nunca demostró ningún tipo de interés por lo que existía más allá de Perú–. En esta segunda aventura pasó por Chile, Bolivia, Uruguay y Argentina. Es en ese momento que llega a sus manos el libro de Esteban Echeverría y hace 25 ilustraciones inspiradas en el poemario y deja una pintura sin terminar que muestra la vuelta de una cautiva. Durante su paso por el país, obviamente, no recorre, ni retrata el sur argentino porque después del río Colorado sólo hay muerte y destrucción.
Después de sus aventuras, Rugendas volvió a su país natal y tuvo un final desdichado: en 1858 se casó, pero el matrimonio no le duró mucho porque en menos de un mes muere, pobre y olvidado en una ciudad del sur de Alemania. Curiosamente, el compañero Moreno también murió sin un peso y sin mayor reconocimiento –la versión de Yuszczuk le agrega bastante más muerte y desdicha a la familia Moreno de la que realmente tuvo–. Sin embargo, el siglo XX fue más generoso con estos dos personajes y así como uno tuvo un mausoleo propio en una isla del Nahuel Huapi, el otro se convirtió en un artista de renombre y, como todo artista famoso, el mercado del arte se empezó a llenar de falsos Rugendas.
Uno de los falsificadores más icónicos fue Roberto Heymann, un comerciante brasileño que, antes de ser un estafador, se dedicó a vender antigüedades francesas, libros y grabados. Era descendiente de inmigrantes franceses y de hecho también tuvo una tienda de antigüedades en París (por muchos años fue el único librero brasileño en esa ciudad). Una de las explicaciones que se encontró para justificar sus falsificaciones fue que quería sobrevivir al avance del ejercito nazi. Suena disparatado, pero tiene sentido: Heymann era judío y en 1940 estaba en Francia, sin saber lo que le podría ocurrir. En medio de esa paranoia, se puso a falsificar unas cuantas obras para poder venderlas y conseguir su supervivencia con las ganancias. A partir de Voyage pittoresque dans le Brésil, aquel libro que había hecho famoso a Rugendas, Heymann se puso a fabricar copias falsas que distribuyó entre varios coleccionistas. Hasta ahora ya se identificaron 14 obras falsas, muchas de ellas acuarelas, algo que no era frecuente en el trabajo de Rugendas. La mayoría de estas falsificaciones muestran situaciones brasileñas urbanas, que eran las que más conocía y las que más demanda tenían en el mercado en ese momento.
Chanta o genio absoluto, fue cada vez más ambicioso con su taller de falsificaciones y directamente dejó de copiar para crear artistas. Cuando entró en contacto con el historiador, político, editor y coleccionista argentino Bonifacio del Carril le vendió una serie de obras de un pintor viajero francés, llamado Alphonse Giast. Sin embargo, el tipo nunca existió, pero del Carril nunca se enteró de esto y llegó a incluir reproducciones de esas obras falsas en su megalómana Monumenta iconographica (una enciclopedia de dos tomos que repasaba las imágenes “más importantes” de la Argentina). Otra colección de obras de Alphonse Giast que comercializaba Heymann fue donada a la Universidad de Chile y llegó a ser tomada como fuente para estudios acerca de las costumbres y la indumentaria chilena desde fines del periodo colonial hasta los primeros años de la república.
No se sabe cuándo falleció Heymann, pero sí que sobrevivió a la Segunda Guerra porque hay indicios de que siguió vendiendo falsos Rugendas hacia 1950. Si llegó al final de sus días con el bolsillo abultado o si terminó en la lona, como el compañero Moreno y el pintor alemán, no hay forma de saberlo. Lo que sí sabemos es que así se piensa, se escribe, se pinta, se falsifica y se inventa, una historia natural y una historia de la imaginación.
Escribí este newsletter con dedicación y amor. Para hacerlo dediqué varias horas a leer, revisar y consultar:
· Historia Natural, de Mariana Yuszczuk.
· Un episodio en la vida del pintor viajero, de César Aira.
· La cautiva, de Esteban Echeverría
· Observaciones sobre un taller de falsificaciones, de Marcelo Bortoloti.
· ¿Un paisaje abstracto?, de Laura Malosetti Costa.
· La periferia de lo humano, de Michel Nieva.
· Este texto sobre Victor de Pol de la investigadora Patricia Corsani.
· Fui hasta La Plata para visitar el Museo de Ciencias Naturales.
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Impresionante Ima!!!! Me encantó!!!! Me gusta como deconstruis el sentido de lo que damos como "histórico" y como "arte". También encontré esta idea en tu libro. Me parece genial!!! Graciaaaaaaasssss!!!! ❤️
siempre un lujo leerte Ima! espectaculares todas las referencias, como lo baitearon a bonifacio del carril!!!