#17. Estamos condenados a leer
Unas ideas sueltas sobre la lectura, Tamara Kamenszain y las bios.
En la lista de cosas para dormir mejor no incluí comer rico. Quizás, debería probar cenar, todos los días, algo que me guste mucho. Darme un gustito cada día de la semana, irme a la cama con la panza llena y el corazón contento.
Anoche cené comida japonesa. La hacen en un lugar cerca de mi casa. Son como unas brochettes de distintas cosas. Vienen con un tarrito de arroz y con una ensalada exótica. El sabor es tan específico que no sé cómo describirlo. Sólo puedo decir que es muy rico.
Probé diferentes técnicas para dormir mejor, para no levantarme en la mitad de la noche, pero nada funcionó tanto como esta comida japonesa: me acosté, me dormí al toque, tuve sueños lindos y me levanté fresco. Quisiera cenar comida japonesa todos los días, pero no me da la guita para costear esa vida.
Propongo un nuevo lugar común: panza llena, corazón contento y sueño asegurado.
I. Estamos condenados a la lectura
Siguiendo con esto de las técnicas para dormir mejor, hace unas semanas decía que una de las más efectivas que había encontrado era leer un poco en la cama. Después de un rato siempre me agarra sueño. Intenté buscar evidencia científica, algo que me explique qué pasa en mi cerebro cuando leo un rato en la cama y por qué me quedo dormido después de un rato. Pero no soy muy bueno para buscar evidencias: no encontré nada.
Todos los que tenemos ciertas “aspiraciones intelectuales” sentimos que leer es una obligación. No podemos no leer. Si no lees, sos chanta. Algo hay que leer, siempre. La lectura es como un ticket dorado a la fábrica de los chocolates de los intelectuales. Sin embargo, en este mundo gris ganó el dinero y cada vez hay menos tiempo para leer y más tiempo para trabajar. Así que, a las intenciones intelectuales, les ganaron las intenciones económicas y financieras.
Los que nos quedamos a mitad de camino entre una cosa y la otra, es decir, los que somos medio vagos para trabajar en cosas rentables y a la vez queremos parecer intelectuales, tenemos que decidir cómo leer más en el escaso tiempo que nos queda para respirar, cocinar, ir al baño y ver amigues. Este es el gran reto del siglo XXI: cómo leer más (o simplemente cómo trabajar menos, que es medio lo mismo).
Hace unos días fui a cenar a la casa de una amiga. Arriba de una mesita tenía un montón de libros en sobres de papel madera: se los habían mandado distintas editoriales, pero no los había abierto. Le pregunté por qué tenía esos libros así. No tengo tiempo para abrir todo eso, me dijo. Al principio pensé, guau cómo no los vas a abrir, con lo lindo que es abrir libros nuevos. Después incluso llegué a pensar que mi amiga era una mala lectora, pero, rápidamente, casi al instante, me di cuenta de que estaba equivocado. Mi amiga no sólo es una buena lectora, sino que es sincera consigo misma: sabe que el tiempo es escaso, que no podría leer todo lo que le mandan aunque quisiera y aprendió a convivir con eso.
El principal problema que tengo últimamente es que no me puedo concentrar. Entonces, ahora que estoy levantado en la mitad de la noche, miro la pila de libros que tengo en la mesa de luz y no puedo decidir qué leer. Sé que cualquier cosa que agarre no me va a enganchar y lo voy a dejar: apilo en mi mente comienzos de libros que nunca termino. Me convertí en un lector de comienzos.
Y voy apilando libros y voy saltando de una cosa a la otra y cambio todo el tiempo de lectura y empiezo todo y no termino nada. A veces me consuelo pensando que no importa terminar un libro, que lo importante es leer algo, lo que sea. También pienso que puedo decir que leí un libro de comienzos, que todos los comienzos de libro que leí en los últimos meses equivalen a unos cuantos libros.
(Quizás debería hacer una obra conceptual sobre esto).
Una vez, en una clase, le dije a una alumna, que era madre, que tenía la sensación de que ahora se leía más que antes. Ella me decía que no, que su hija no leía nada. Mi contraargumento fue que su hija leía un montón, pero no libros, sino mensajes de whatsapp, tuits, leyendas de memes, subtítulos de series. A mi alumna no le gustó mucho mi hipótesis y se puso unos auriculares. No quería que su hija escuche lo que yo estaba diciendo.
II. La novela de la muerte
No sé si es otro lado B de la pandemia, pero cada vez que una persona del mundo de la cultura se muere, esa ausencia se siente como multiplicada por mil. Angustia colectiva y generalizada durante días. Nos ponemos tristes, nos parece insólito, durante varios días volvemos a los textos y las canciones que esas personas hicieron. Quizás, simplemente era el momento de que eso suceda -aunque nunca es el momento de morirse. Pero, en los últimos meses, estamos alerta con la muerte: está ahí en la calle, en la cama de los hospitales, en las casas, en todos lados y todo el tiempo. A veces, con mayor o menor éxito, lo podemos negar y seguimos adelante. Es el chiste de estar vivo: naturalizar la muerte y a seguir funcionando en el barro.
El punto es que la semana pasada falleció Tamara Kamenszain. Y se sintió horrible.
No conocemos a muchas de las autoras que leemos. No somos sus amigas. No sabemos dónde vive, ni quiénes son sus parientes, ni nada de nada. Pero, cuando no están, no lo podemos soportar. Nos agarra ese egoísmo de querer más. No soportamos la idea de que no vamos a volver a leer otro poema nuevo de Tamara, ni tampoco otro de sus ensayos. Nos convertimos en la canción de Charly, esa que dice dame uno más, dame un poquito, sólo un poquito no más, yo quiero más, yo necesito, sólo un poquito no más.
Llenamos las redes sociales de Tamara. Vemos su cara, leemos sus poemas, escuchamos sus entrevistas, sus charlas. Sus amigos comparten anécdotas, cuentan historias que no habían podido contar hasta entonces. Nos esforzamos por mantenerla viva un poco más, intentamos tener conversaciones con la persona que acaba de morir.
Hacemos circular a Tamara. Compramos los libros de ella que nos faltan. Releemos los que ya tenemos. Volvemos a ese ensayo suyo que leímos cuando estábamos en la universidad. Pensamos qué hubiese pasado si Tamara. Tratamos de que no se vuelva parte del aire tan rápido, de retenerla un rato más. Negamos la muerte, pero no para seguir funcionando, sino para quedarnos ahí, al lado de ella, al lado de la persona que hace unos minutos estaba respirando.
Pensamos a Tamara. Tenemos conversaciones entre nosotros sobre su obra. Especulamos sobre los alcances de su figura dentro del campo literario. Planteamos hipótesis para un montón de tesis que nunca vamos a escribir. Intentamos darle vuelta al asunto con sus poemas, encontrar una explicación que nos quite la tristeza que nos genera que esa persona que no conocimos ya no esté viva.
III. Nueva bio
Una vez le mandé una foto sugerente a un chico y me respondió: “gordita y mirando para abajo”. Como respuesta rápida, casi inteligente y ácida, dije: “nueva bio”. Pero, lo que tendría que haber sido un típico caso de sexting, se transformó en una obsesión que no puedo sacar de mi cabeza: las bios de Instagram y Twitter.
Pienso que las bios deberían ser un género en sí. El Fondo Nacional de las Artes tendría que incluir en su premio anual de Letras la categoría bios. Las empresas deberían dejar de mirar cvs y leer bios. Son un texto que no dice nada y dice todo de nosotros mismos, esos pocos caracteres donde tenemos que sacar todos nuestros talentos, brillos y miserias, al mismo tiempo.
La bio puede ser un poema o un quemo. Una bendición o una condena. Algo divertidósimo o un torre atómico. Todo o nada. Algunas de mis bios favoritas: “voy envuelta en tejidos baratos”, “todos los días la misma pregunta, diferente respuesta”, “militante del libro chiquito”, “actriz de Giphy”, “no me ignoren que me desnudo”.
En relación a mi mismo, odio mi bio. No soy bueno con las bios. Mis bios no me hacen justicia. Más de una vez tuve que pedir una segunda opinión antes de mandar una bio. Hacer una bio es todo un arte, no es para cualquiera. Hay gente que lo hace bien y gente que lo hace mal. Yo estaría en el segundo grupo.
Todo el tiempo estamos vomitando información sobre nosotros mismos: lo que escuchamos, lo que miramos, lo que comemos, el lugar donde vamos a tomar whisky o cerveza. Pero, cuando tenemos que decir en tres o cuatro líneas quiénes somos, no sabemos qué decir y qué no decir. Es como la esquizofrenia del yo.
Capaz que el problema es que sabemos mostrar, pero no contar.