#24. Esperando el final
Unas ideas sueltas sobre el fin del mundo, un disco con covers de Virus y todos los problemas que generan los likes.
Es como el cuento “Casa tomada”, pero en mi espalda. Empieza a la altura de la cintura y empieza a subir sobre el mismo nervio hasta la base de mi cuello. Los músculos se ponen duros. Si me muevo es peor. Hago un poco de presión y se siente como una piedra. Solo puedo mirar el techo. Si trato de hacer otra cosa aparece el dolor. No puedo girar la cabeza, ni levantar los brazos, ni moverme demasiado.
Descartadas todas las posibilidades de poder dormir con este dolor en la espalda y en el cuello.
Trato de engañar a los músculos. Muevo muy despacio el brazo izquierdo en dirección a la mesa de luz. Intento agarrar el teléfono, pero no lo encuentro. Tengo miedo de moverme de más y que el dolor se de cuenta que lo estoy tratando de cagar. Seguro que si se aviva manda otra punzada desde ese nervio que arranca en la cintura y termina en la cabeza.
Hoy no voy a poder descansar. Mañana no me puedo dar el lujo de quedarme despierto otra vez. Voy a pedirle pastillas para dormir a mi vecina. No quiero dar vueltas en la cama.
I. Esperando el final
Cuando Blas Matamoro escribió en La canción del pobre Juan, una novela de fines de los 80, que la Argentina era un país que existía cada vez menos estaba diciendo una frase que jamás pasaría de moda. Todo el ruido de los últimos días es la confirmación de que este lugar existe cada vez menos, que nada es estable y que todo está a punto de explotar, como si el propio aire fuese una bomba de tiempo.
Siempre me llamó la atención la obsesión que apareció a fines de los noventa -y sobre todo en los dos mil- con la distopía. Cientos de películas, series y libros que solo muestran cómo va a terminar de destruirse el mundo más temprano que tarde: pandemias que convierten en zombies a las personas, desastres naturales que arrasan con todo, robots y computadoras que se revelan y nos matan a los humanos.
(Capaz no es la Argentina sino el mundo lo que existe cada vez menos).
Hace un par de días se publicó el trailer de Matrix Resurrection, la cuarta entrega de la saga que empezaron las hermanas Wachowski en 1999. El cambio de milenio trajo más incertidumbres que certezas y por eso Matrix es mi película distópica favorita: en el 99 adelantó un montón de discusiones que tendríamos en los años siguientes. En Filosos, el podcast de Tomás Balmaceda sobre filosofía y cultura pop, hay un episodio sobre Matrix en el que piensan cómo la película gira alrededor de las preguntas sobre la certezas y qué pasaría si realmente todo lo que nos rodea no es más que una ilusión creada por un dios maligno -o por unas máquinas, como en el caso de la película.
Esa distopía tecnológica que arrancó Matrix creció mucho más durante los dos mil y aparecieron un montón de series y películas en ese sentido: Black mirror, Years & years y Yo robot, por mencionar algunas. La narrativa del derrotero tecnológico llegó también a la literatura argentina hace no mucho cuando se publicó Kentukis, la última novela de Samanta Schweblin. Lo que empieza siendo un invento simpático -un muñequito que te conecta por azar con una persona random del mundo- termina convirtiéndose en un objeto perverso que lo único que hace es volver locos a los usuarios que se vuelven adictos al voyerismo.
Con la llegada de la pandemia empezaron a aparecer miles de textos sobre la incertidumbre, lo impredecible que se volvió vivir y miles de opiniones de personas que tiraban ideas para “no pasarla tan mal”. El triunfo de la cultura de la terapia. En ese contexto apareció un texto de Mariana Enríquez, en la revista de la Universidad de México, en el que cuestionaba todo ese delirio que mezclaba distopía pandémica con filosofía de la autoayuda. Esto escribió Mariana:
No sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad. Todas estas palabras que escuchó, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de Instagram y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción?
Todo es cada vez más frágil, inestable e impredecible y todo el tiempo estamos buscando algo a qué aferrarnos, un espacio que no cambie, que sea firme y nos dé algún tipo de certeza. Sin embargo, el mundo siempre fue incierto. El contexto actual solo vino a hacerlo explícito.

II. Tiempo de placer
La generación del bicentenario -o sea, la mía- llegó tarde a todas las leyendas del rock nacional: no vimos a Spinetta, ni Cerati y nos tocó un Charly low definition. Y como vivimos todo el tiempo en vidas líquidas e inestables vamos siempre a buscar estabilidad al pasado, esa única cosa que ya no puede cambiar. Nos encanta la nostalgia y la ropa usada en décadas anteriores, esa que se vende en ferias americanas. Por eso también nos gustan tanto los covers.
Hace poco salió un pequeño disco con versiones de Virus que hicieron un puñado de artistas jóvenes: Joaquín Vitola, Javiera Mena, Rayos Láser y Potra, entre otros. Se llama Viaje de placer y son solo seis canciones para bailar y llorar de nostalgia. Virus -o Federico Moura- es una banda que se engancha perfecto con mi generación: el espíritu hedonista, las fiestas, las superficies de placer y la ironía. ¿Cómo habría sido un Federico Moura tuitero?
El chiste de los 90 era negar a los grandes del rock, separarse lo más posible de trío Spinetta, García, Páez y separarse de la tradición. Los Babasónicos y todas las bandas que aparecieron alrededor del rock chabón y el punk se esforzaron por decir “no somos eso”. La gracia estaba en la negación del pasado.
Ahora, varios años después, pasa todo lo contrario y lo que suena es la referencia de la referencia. La generación de músicos de los dos mil se amigó con el pasado y cada vez que puede trata de rescatarlo. En la misma línea que este disco sobre Virus están las recopilaciones Días de adolescenciay Noches de rouge, dos álbumes en el que las bandas y artistas del sello Yolanda Discos versionan canciones de los 60, 70 y 80. Estamos tratando de ser modernos siendo vintage.
III. El arte del likeo
Escucho en la radio que The Wall Street Journal publicó una investigación que difunde informes de cómo Instagram reconoce que genera problemas de salud mental en adolescentes, sobre todo los que surgen de la autopercepción de la imagen corporal. El mismo día descubro que mi némesis del secundario -una marica malísima- pasó de ser un chico desabrido a uno ultra hegemónico que vende contenido porno en OnlyFans. También junta likes con fotos y videitos hot en Twitter.
Con alguno de mis amigos y amigas siempre decimos que nos encantaría volver a la época pre redes sociales, días en los que era más fácil pasar desapercibido y en los que no había la necesidad de reportarse ante todo el mundo todo el tiempo. También hablamos de cómo generan ansiedad las redes sociales para conseguir citas y amantes: si conseguís matches o no, si te chateó el de OkCupid, si te ghosteó el de Tinder.
Pero más allá de los problemas de autopercepción corporal o la ansiedad que generan los amantes, lo que más me molesta es la pérdida del anonimato, tener que estar siete por veinticuatro inmerso en el show de yo. Hace unos meses Tamara Tenenbaum escribió una nota sobre la noche porteña y en un momento del texto dice:
La noche ya no es lo mismo desde que todo se fotografía, o al menos no lo es con esa gente (esa generación) que tiene el hábito de fotografiarlo todo, que no tiene el código de que las cosas que suceden a cierta hora es mejor no documentarlas. Las redes también mataron el anonimato.
Estamos presos del registro, del compartir, de crear permanentemente un archivo de la vida cotidiana. Recibimos likes y fueguitos por registrarnos a nosotros mismos. A raíz de esto, el artista Lino Divas sacó un libro hace poco con dibujos que se ríen de esta locura, del arte del likeo. En el libro hay megusta por todos lados, chistes en cada página y depresión cuando los terminás de ver todos los dibujos.
Mi jefa no tiene redes sociales y yo la envidio profundamente. Si la Matrix existe está en Instagram y Twitter. El “mundo de antes” capaz no sea mundo sin barbijos, sino el mundo del anonimato y la privacidad, dos lujos del siglo XX que probablemente nunca volvamos a recuperar.
