Resulta que con varios amigos y amigas nos anotamos en el mundial de escritura. Por eso para el newsletter de hoy elegí algunas de las cosas que escribí durante la semana.
Lo que me convirtió en una persona adulta fue comprar una cama de dos plazas. Tengo 27 años y hasta el año pasado siempre dormí en camas chiquitas. Muchas veces mis amigos y mis amigas me juzgaban por dormir en camas de una plaza, me preguntaban qué pasaba cuando alguien dormía conmigo, si no me parecía incómodo, si no creía que era ridículo dormir en una cama de nene cuando tenía más de 25 años.
Siempre me resistí a tener una cama grande. Sabía que una vez que entrara en mi casa una cama así ya no iba a tener retorno: todo en mi vida iba a depender directamente de mi. La cama de dos plazas me hizo entender que ahora estoy por mi cuenta, que nadie me va a sacar de ningún quilombo más que yo mismo, que ya no soy un nene de mamá, que estoy preso en la adultez hasta el día que me muera. No fue tener que pagar el monotributo, dejar de recibir plata de mis padres, ni tener una caja de ahorro en el banco a mi nombre lo que me hizo una persona adulta. Fue tener una cama de dos plazas.
El día que llegó sentí mucho vértigo. Acababa de mudarme y estaba en el medio de la habitación vacía, con el colchón y la base todavía envueltos en ese plástico que tienen las cosas nuevas. Me paré en la puerta del cuarto y la miré. Ahí estaba. Gigante. Nueva. Sólida. Con los resortes perfectos. Sentí que la cama me devolvía la mirada, que me decía loco, se terminó lo que se daba, ahora es en serio. Entendí que mi vida iba a cambiar por completo, que la adultez había llegado. Sentí que de repente estaba parado en medio de la meseta patagonica, solo, desnudo y aguantando el viento helado del sur. Tardé mucho tiempo en entender mi cama nueva y durante varios meses seguía acostándome como si fuese una cama chiquita: nunca dormía en diagonal, ni daba vueltas, ni tocaba la otra mitad de la cama que no ocupaba mi cuerpo. Trataba de fingir que seguía durmiendo en una de una plaza. Un intento desesperado por retener algo de la juventud, de la adolescencia que acaba de perder y que no había forma de recuperar.
Nunca entendí por qué se le dice "cama matrimonial" a la cama de dos plazas. No necesariamente un matrimonio tiene que dormir en una así, ni tampoco es que una persona sola no pueda hacerlo. Pero ahí está la expresión: "cama matrimonial". No creo en el matrimonio, pero parte de la incomodidad que me generan las camas grandes está en esa expresión. No solo me recuerda que ahora soy un adulto que depende de si mismo, sino que cada noche también me dice que estoy solo, que no duermo acompañado, que hay una mitad de la cama que no la ocupa nadie. Ni si quiera mi gato se anima a dormir en esa mitad y siempre lo hace entre mis pies. Dormir solo en una "cama matrimonial" a veces se siente tan incómodo como cuando llegás a una fiesta familiar y alguna tía soreta te dice: "¿Y? ¿Vos para cuándo vas a tener pareja? ¿Conociste a alguien?". No tengo pareja porque no quiero, porque elijo la soledad. No hay "cama matrimonial" ni tía de mierda que me hagan cambiar de opinión. Nada va a hacer que entregue la posibilidad de estar solo en una cama para dos.
Playa Unión
Lo único que no quiero perder del sur es Playa Unión, un lugar un poco desabrido para ser una playa, pero que por algún motivo misterioso es increíble. Nada de lo que me queda en el sur me entusiasma. Nunca encuentro motivos para volver, ni ganas para hacerlo. Escapo todo el tiempo del lugar de donde soy aunque me doy cuenta que el 80 por ciento de mi cabeza está moldeada por el viento cortándome la cara. Pero sí me dan ganas de volver a esa playa sin nada, sin atractivos, ni hoteles, ni bares. Una playa helada en invierno y muy calurosa en verano. No existen términos medios y eso me gusta mucho. Me gustan los lugares con convicciones fuertes.
Plaza Miserere
La Plaza Miserere es una antiplaza y por eso es increíble. Toda llena de cemento y gedes que te piden una moneda. Gente apurada. Gente trabajando. Máquinas alrededor. La Plaza Miserere es la resistencia trash de esta ciudad, que es cada vez más clean y con más protocolos. Es una piña en la cara que te la da el que te dice loco no te sobra una moneda. Ahí está todo: la noche, las fiestas, la violencia, el tren, el subte, la comida peruana y el colectivo que me lleva hasta la casa de mi hermano. Desde la plaza se ve una oficina de abogados en un quinto piso. La oficina tiene carteles gigantes amarillos con letras negras. Despidos. Divorcios. Sucesiones. Siento que es un estudio de abogados de segunda, medio chantas capaz, pero quisiera tener un problema legal solo para ir a conocerlos. Cruzar la Plaza Miserere para solucionar un problema.
Plaza de la estación de Coghlan
A veces paso mil veces por un lugar, pero nunca me entero qué es ese lugar ni cómo se llama. Eso me pasa con la plaza de la estación de Coghlan. Viví dos años y medio en ese barrio y nunca supe cómo se llama esa plaza. A muchas personas les parece una linda plaza en un lindo barrio. Yo pienso que es una plaza espantosa en un barrio espantoso. Capaz que alguna vez me enteré cuál era su verdadero nombre, pero mi memoria se ocupó de borrar ese nombre de mi cabeza. Me gustaría tener una papelera de reciclaje, como la de la compu pero en el cerebro. Arrastrar todos los archivos que tengo de esos años, tirarlos a ese basurero, dar click derecho y poner eliminar todo. El lugar no es un lugar en sí sino todas las historias que pasan en ese lugar. Es una memoria geográfica personal.
Plaza de los perros
Hace un tiempo tengo la sensación de que tengo una vida poco sana. Una amiga me dice que no, que mi vida no es así porque trabajo poco y que la gente que se enferma o tiene problemas los tiene porque trabaja mucho. Pero yo siento que mi vida es insana porque fumo mucho y tomo bastante alcohol. Para estar más linda para el verano decidí empezar a entrenar. Con mi vecina nos conseguimos una personal trainer. Nos da clases en la Plaza de los perros. Me imagino que no se debe llamar así, pero no importa. La plaza ahora es como mi motivación para sentirme menos mal y creer que voy a estar lindo para el verano. Cosa que no va a suceder, pero no importa. Nunca viene mal mentirse un poco.
Lo que más me gusta del barrio donde vivo es que sea el límite entre dos cosas bien distintas: de un lado de la calle Recoleta y del otro lado Once. Me gustan los límites en general, no saber exactamente de qué va la cosa. Estar parado en un lugar que es pobre y rico al mismo tiempo. Me gustan los márgenes, lo que no puedo definir, ni tampoco entender.
Del lado de Recoleta están las señoras que más me gustan, esas que disfrutan la performance de la calle. Para ellas salir a comprar dos tomates, hacer un trámite o conseguir la promoción de doscientos gramos de paleta a cien pesos que tiene el chino es igual de importante. A todos los lugares van con sus tapados de piel viejo, tratando de hacer durar una fortuna que otro antepasado ya se patinó o que sus hijos le quitaron antes de que se mueran. Esta señoras tienen glamour, estilo, ropa de alta costura con olor a naftalina y se sienten dueñas de la calle (en un punto lo son). Son las jóvenes de ayer que resisten el paso del tiempo y se sienten cancheras con sus lentes de sol, su jogging y su tapado de piel sintética. Una vez, mientras estaba en la verdulería, le elogié el tapado a una vecina. Ella tendría como ochenta años. Después de escuchar mi halago me dijo: "Este es de muy buena calidad y fue de los primeros tapados de piel sintética que llegaron al país". Me estiró su brazo y me dijo: "Dale, agarralo, sentilo". Y le hice caso y fue hermoso. Era un tapado suave que no parecía nada sintético, eso era lo mejor de todo que la fantasía parecía realidad.
Lo mismo me pasa del otro lado de la calle, siento que la fantasía avanza tanto que se convierte en realidad. Justo cruzando la calle empiezan las cuadras con las familias judías ortodoxas y al igual que las señoras salen con sus tapados de piel, estas familias salen con trajes a pleno rayo del sol y pelucas y abrigos que tapan el pelo natural y los brazos. Sin embargo, no me animo a tocar esos abrigos. La obsesión es la misma: puedo estar varios minutos quiero, mirando como se mueven las señoras bien y cómo van y vienen las familias ortodoxas. Me pierdo en la fantasía ajena. El punto en el que se unen es la performance de la tradición: ni las familias ortodoxas, ni las señoras bien están dispuestos a salir de esa zona de confort que es la tradición, las normas y las reglas ridículas que alguien alguna vez pensó. Sin embargo, lo que más me hipnotiza de toda esta gente que confluyen justo en la esta esquina de mi barrio es el sentido de pertenencia. Las viejas se sienten parte de una clase social a la que tal vez ya no pertenezcan y las familias judías ortodoxas se sienten parte de una comunidad gigante a la que un supuesto Dios protege mientras esperan la llega del Mesías. Ahí están, las viejas y los judíos ortodoxos, siendo parte de algo gigante, de algo que no puedo ni siquiera imaginar, confiándole todo a esas tradiciones, a ese lugar que nunca los va a traicionar.
Y mientras tanto yo espío desde las esquina, desde la ventana de mi departamento, sin ser parte de nada.