#33. Las cuerdas que cambian todo
Unas ideas sueltas sobre los violines y los instrumentos de cuerda. Después, un poema de Cristina Peri Rossi y para cerrar una pintura de Blanes.
Los problemas que tengo para dormir no tienen nada que ver con mi cama, ni con la luz que entra por la ventana, ni con mi gato, ni con nada. El problema soy yo. Mi cuerpo. Mi cabeza. Mi rutina. Buenos Aires.
Resulta que esta última semana estuve de vacaciones. Mañana vuelvo a mi casa después de ocho días de playa. Desde que llegué a Uruguay todas las noches duermo como un bebé: no tengo pesadillas, no tardo en dormirme y consigo hasta doce horas seguidas de sueño acostándome pasadas las diez u once de la noche.
La solución al insomnio son las vacaciones. Si viviera de vacaciones podría dormir mejor, tranquilo, sin nada en la cabeza que me haga dar vueltas en la cama. Vivir al pedo. Vivir sin horarios. Vivir sin obligaciones. Vivir por vivir.
I. Las cuerdas que cambian todo
El sábado pasado, cuando estaba por llegar a Colonia, una mujer habló por el altoparlante del barquito. Dijo que habíamos arribado a destino, que agradecía que hayamos elegido Buquebus para nuestro viaje y que esperaba vernos a bordo prontamente. Una vez que terminó de hablar empezaron a sonar unos violines.
Me llamó la atención la música que pusieron. Era una melodía triste, como de escena de velorio. ¿Por qué festejar que llegamos sanos y salvos a destino con una música deprimente? La referencia pop y estúpida que se me pasó por la cabeza fue la orquesta del Titanic y esos pocos músicos que se quedan a tocar el violín y el violoncello en la cubierta del barco mientras se hunde.
Sin embargo, más allá de lo deprimente que era la banda sonora del Buquebus, la melodía me gustaba. Me gustan las cuerdas en general, excepto las guitarras -me parecen re aburridas y muy de chongo. Hay un disco bien raro en la historia del rock nacional que se llama Moda y pueblo. Lo raro del disco no son las canciones, ni nada eso, sino la dupla que lo grabó: Fito Páez y Gerardo Gandini. En la tapa hay una Susana Giménez que se rompe de lo fuega que está
Gandini fue un músico académico bastante importante y por algún motivo misterioso terminó haciendo un disco con Páez. Como todas las sociedades que incluyen a Páez, terminaron peleados y después se reconciliaron. Moda y pueblo tiene versiones de temas de Fito y de otros artistas (Nebbia, García y Spinetta, para ser exactos). Gandini hizo los arreglos de cuerdas para los temas y son realmente increíbles. El más raro es “Romance de la pena negra”, que es un poema de García Lorca hecho canción, y la mejor versión es la de “Ámbar violeta”.
El disco también tiene una versión de “Muchacha ojos de papel” bien bien bien fea. Pero ahora que menciono este tema me acuerdo de cuando Spinetta tocó en el concierto de las Bandas Eternas “No ves que ya no somos chiquitos”. Si bien esta versión es similar a la original, la manera en la que los sintes simulan una orquesta de cuerdas es increíble. La canción es diez veces más oscura y mejor que la que grabó con Spinetta Jade.
Hace un tiempo un amigo que probó con el periodismo se aburrió rápido y se puso una librería (cómprenle libros acá, tiene un catálogo muy bueno). En medio de esa transición entre un oficio y otro conoció a una chica que toca el cello y como él es una persona liviana, que decide sobre la marcha, le pareció buena idea empezar a tomar clases con ella.
Con el correr del tiempo ella terminó tocando con Julieta Venegas y ahora se fue de gira con la mexicana. En el mientras tanto imagino que mi amigo debe practicar solo o capaz que siguen las clases por Zoom. Lo que más me entusiasma de todo esto es que capaz mi amigo, dentro de un tiempo, tenga el superpoder de volver algunas canciones más lindas o más oscuras. O tal vez tenga la oportunidad de musicalizar un viaje en Buquebus.
II. Fascista de mierda
Parte de mi objetivo de vacaciones era intentar no enterarme de nada de lo que pase en la Argentina durante siete días. Pero eso es casi imposible de lograr si cada tanto entrás a chusmear Twitter o tus amigos y amigas te escriben un mensaje con un “no sabés lo que pasó”. A veces también puede ocurrir que pase algo tan grande que aunque quieras escaparte o negarlo no podés. Algo así fue lo que pasó con Lucas González, el chico de 17 años que mató la Policía de la Ciudad.
Cuando pasan cosas así no digo nada. Me guardo la indignación y el odio para mi. Me siento un hipócrita compartiendo un post al respecto si después no voy a hacer nada. Es como una rabia que queda en el aire, que es pasajera. Elijo la empatía silenciosa, la molestia interna y el pesimismo crónico. Ahora escribo sobre esto acá porque escribir acá es como hablar bajito, mientras que decir cosas en redes sociales es hablar fuerte -casi que es gritar.
El periodismo sirve para registrar acontecimientos, para construir un archivo público de la historia. No puede darse el lujo de sostener el compromiso para siempre: hay que seguir engordando el archivo. Hoy, mañana y pasado va a haber graph sobre el asesinato de Lucas. Traspasado se va a cambiar de tema. Así funciona.
Por eso el periodismo no sirve para la empatía, ni para pensar la realidad: todo es demasiado rápido y nada dura mucho tiempo. En cambio la ficción y la poesía, que son cosas más lentas que pueden quedar flotando en el aire para siempre, sí sirven para pensar lo que sucede alrededor de nosotros.
A raíz de lo de Lucas vi circular mucho un poema de la uruguaya Cristina Peri Rossi que seguramente de más en el clavo que cualquier informe de policiales. Te lo dejo acá:
Proyectos
Podríamos hacer un niño
y llevarlo al zoo los domingos.
Podríamos esperarlo
A la salida del colegio.
Él iría descubriendo
en la procesión de nubes
toda la prehistoria.
Podríamos cumplir con él los años.
Pero no me gustaría que al llegar a la pubertad
un fascista de mierda le pagara un tiro.
III. Cambio de planes
La idea original era usar este último apartado para hablar de unas novelas que leí en la playa, pero pasaron cosas.
Hace unos días vi por primera vez la pintura de Blanes “Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”, que está en el Museo Nacional de Artes Visuales de Uruguay. Es una de mis pinturas favoritas del mundo. En el Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina había un boceto de esta obra, pero se lo robaron en diciembre de 1980.
La pintura de Blanes es gigante, como muchas de sus obras. La imagen es tremenda. Una mujer tirada en el piso, muerta, su bebé al lado tocándola, unos tipos que entran a la habitación del conventillo para revisar el cuerpo. Es como una imagen pandémica de hace 150 años.
Un par de días después leo que en no sé qué país de Europa vuelven a decretar una cuarentena para toda la población. Un rato después de leer la noticia mi llama mi vieja llorando y me dice que un amigo de mi hermano -a quien queríamos mucho- se mató en un accidente de tránsito. Me dice que llame mi hermano, que mi hermano llora, que mi hermano no está bien y yo intento llamar, pero no puedo. Insisto, insisto, insisto, pero no puedo: me da ocupado.
Hace dos años, cuando se murió mi amigo Matías, no esperaba que nadie me dijera nada. Con el correr del tiempo aprendí a negar la muerte. Esa negación se profundizó con la pandemia, donde cientos de miles de personas empezaron a morir día a día. Nos convertimos en esos médicos y en ese bebé de la pintura de Blanes: miran la muerte y hacen como si nada.
Siempre que pienso en esto me acuerdo de de un texto que escribió Diego Geddes en su newsletter El diario de la procrastinación:
Cada vez que dan las cifras diarias de muertos por covid (200, 400, 500, 600 y cada vez más) escucho la frase hecha de que no hay naturalizar la muerte. Entiendo el sentido con el que lo dicen, pero no puedo repetirla, porque básicamente no me la creo y porque va en contra de la pulsión vital que nos permite seguir adelante.
Finalmente, le escribo un mensaje de texto a mi hermano y él responde con un audio. Tal como me dijo mi vieja, no para de llorar. Él dice que está mal, que cómo se murió su amigo, qué él nunca se despidió de un amigo, que era un pibe buenísimo, que somos chicos, que cómo nos vamos a morir.
No sé qué hay que decir y ni si quiera sé si hay que decir algo. No encuentro la manera de esquivar a los lugares comunes. No hay palabras para acompañar el duelo ajeno, ni tampoco el propio. Siento que soy pésimo para acompañar el dolor del otro. Lo único que puedo responderle a mi hermano es que con el tiempo todo va a estar bien: mi manera sutil de decirle que hay naturalizar la muerte solo para poder seguir.