#37. Las reinas de la noche
Unas ideas sueltas sobre las travestis, reírse en lugares públicos y un estacionamiento.
Por primera vez en muchos años me quedé dormido. Generalmente me levanto tipo ocho sin despertador, pero la semana pasada había puesto el despertador a las siete, pero lo apagué y seguí durmiendo hasta las diez. En el medio falté a la clase de gimnasia a la que vamos con mis amigas en la plaza del barrio.
(Ya sé que ahora se dice “entrenar”, pero la verdad es que nosotras no nos estamos “entrenando” para nada. Además me parece medio tilingo decir “entrenar”).
Al principio me sentí culpable, pero después se me pasó. Tenía ganas de seguir durmiendo y eso hice. No hay que sentirse culpable por hacer lo que uno quiere. Lo otro, la culpa, es una trampa.
I. Las reinas de la noche
Además de mi mamá hay otras dos personas que se ganaron en mi vida la categoría de madre y yo la de hijo. La primera fue una profesora mía, Josefina Licitra, que al día de hoy cada vez que hablamos nos referimos a nosotros como “madre” e “hijo”. La segunda fue mi madre travesti, Daniela Ruíz.
Cuando conocí a Daniela ella dirigía una cooperativa de teatro de chicas trans. Tenía una florería por Tribunales con su marido y en el sótano la base de operaciones de las travestis. Además, los sábados a la noche era la host de una fiesta de trolos que nos encataba y que no existe más. En esa fiesta ella era como la madre de todas las mariquitas que íbamos ahí a bailar y emborracharnos. Una vez hice perfil de ella que ganó un premio que en su momento era importante, pero que ahora, al igual que la fiesta, no existe más. Todo lo importante deja de ser importante después de un ratito.
Al poco tiempo de conocerla empecé a ayudarla con cosas de la cooperativa. Mientras escribíamos proyectos, formularios para pedir subsidios y miles de rollos más, Daniela me daba consejos de amor, clases de ESI y hasta tips para saber qué hacer si me paraba la policía. “Yo te voy a sacar buena a vos, vas a ver”, me decía. También me contaba historias de cuando recién llegó de Salta, de la zona, de los clientes que tuvo en los 90 y unas cuantas aventuras travisteriles más.
Hace un par de semanas leí Las malas, el libro de Camila Sosa Villada que salió por Tusquets. Llegué bastante tarde a la novela: todo el mundo la leyó apenas salió en 2019. La manera en la que se entrelaza la fantasía con esas historias travestis es magnífica. Con ese libro Camila le puso brillo y magia a una historia marcada por la desigualdad y la discriminación.
Un par de ediciones atrás pasé el link de una entrevista buenísima que le hicieron a ella en Caja Negra, el ciclo de entrevistas de Filo News. Ahí ella menciona al Archivo de la Memoria Trans y el libro que editaron con fotos de álbumes personales de las travestis de décadas anteriores, que también incluyen relatos de las protagonistas. Ahora hay un podcast que también revive todo eso.
Una vez estaba en la florería de Dani y llegó una amiga suya de la primera época, una trava icónica: Ivana Bordei. Resulta que había ido hasta el local para llevarle a Dani un libro de fotos que había encontrado. De cada persona que aparecía en cada foto contaban una historia que casi siempre tenía el mismo final: o la había matado la policía, o un cliente o alguna causa asociada al SIDA. Yo tenía 19 o 20 años cuando pasó eso y no podía dejar de incomodarme cada vez que ellas hacían un chiste sobre alguna muerta, no entendía cuál era la gracia.
Después de que Ivana se fue de la florería me acerqué a Dani y le pregunté por qué se reían tanto. Ella me contestó: “Nena, es lo único que podés hacer para aguantar que se te mueran mueren casi todas las amigas”.
II. Un mundo casi maravilloso
Al igual que todas las personas que sigo en Twitter, mis conocidos, amigos, no tan conocidos y no tan amigos, fui contacto estrecho la última semana. Tuve que aislarme un par de días y después ir a hacerme un hisopado.
Saqué un turno, pero fue al pedo: cuando llegué al centro de testeo había una cola cuadra y tardé casi una hora entrar a hacerme el test. A la costumbre argentina de hacer filas para todo hay que sumarle la de amontonarse en la cabecera de la misma: gran parte de la demora tenía que ver con un grupo de desquiciados que se iban amontonando en la puerta del centro de testeo para putear a los enfermeros, preguntar “esta es la fila para el centro de testeo” y miles de dudas más sumamente ridículas.
Para matar el tiempo y no aburrirme tanto me puse a escuchar el podcast Un mundo maravilloso, de Charo López, Martín Garabal, Alexis Moyano y Adrián Lakerman. Es un podcast diario de humor bastante delirante y bastante divertido.
Con algunos capítulos sonrío un poco y con otros me estallo. El primero que escuché se llamaba “Minguito” y no lo voy a contar porque es como explicar un meme.
Con ese episodio me empecé a reír en la fila del centro de testeo, de una manera muy muy tímida, tratando de conservar algo de seriedad y de cara de “situación” -por el contexto donde me estaba cagando de risa. Después seguí con otro que se llama “En el SUM de Charo” y ahí directamente me entré a cagar de la risa, casi que empiezo a hacer fuerza para no mearme con algunos tramos.
La gente me empezó a mirar mal. Un par de señoras reprobaban con la cabeza. Yo no no podía para de reir y de no avanzar en la fila. Me parecía increíble estar riéndome ahí, pero a la gente no le gustó mucho me felicidad. Me molestó un poco y pensé en que sería hermoso poder reir o llorar desenfrenadamente en la calle sin que nadie mire ni te pregunte “¿Te sentís bien?”. Estás esperando para saber si tenés Covid o no ¡cómo no te vas a querer cagar de risa!
III. Concierto salvaje
La semana pasada fui a un concierto de Fito Páez. Fui en la bici y decidí dejarla en un estacionamiento a unas cuadras del ¿estadio? porque imaginé que los que estaban más cerca iban a estar llenos. Esta misma brillante idea la tuvo el resto de las personas que iban al show.
Llegué a uno y el tipo que agitaba la bandera con la E gigante me dice: “Flaco, no sé si hay lugar para bicis, pero preguntale al muchacho de la caja”. El “muchacho” era un nene de 11 o 12 años, no más. El pibe manejaba todo en el estacionamiento y a mi me pareció particularmente violento que hagan trabajar a un nene de esa manera. Lo ayudaba su hermano, que no debería tener más de 8 o 9, indicándole a los conductores por dónde estacionar.
En un momento llega un tipo con su mujer y su hija. Yo estaba esperando que me den el ticket por la bici. El loco mira a su hija, una adolescente con cara de orto, y le dice: “Ves nena, mirá como laburan estos pibes, ojalá vos labures así”. El tipo era un rancio, vestido todo de blanco (parecía sacado del Faena o Miami) y acaba de estacionar una Grand Cherokee.
El nene del estacionamiento le cobró mil quinientos por dejar el auto. Al toque pensé: “Mirá, lo re cagó al cheto”. El rancio pagó y se fue feliz por haber sido atendido por un servicio de trabajo infantil. Después el nene se dio vuelta, me miró y me dijo: “Por la bici son trescientos pesos”. ¡Trescientos pesos! ¡Si sale 56 la estadía! Me puse del orto. Me dieron ganas de cagar a puteadas al nene por querer estafarme, pero las infancias son mi límite. Y seguro que el hijo de la mierda no es él, sino el padre.