Me fui a dormir como a las cuatro, más o menos. Estaba bastante borracho. Cerveza. Vino. Sidra. Cerveza otra vez. Esas fueron las bebidas de la Navidad. Sé que no hay que mezclar, pero bueno. No lo pude evitar.
Cuatro horas y media después ya estaba despierto. En mi mente pensé que ir a la cama pipón y borracho iba a ser suficiente para dormir, aunque sea, hasta el mediodía. Meter ocho largas horas de sueño.
Mi condena es dormir poco. Que no haya horario suficientemente tarde que me deje tirado en la cama unas cuantas horas. No hay remedio. Debería entregarme al insomnio y dejar de romper las pelotas.
I. No es el fin
Esta es la última entrega de este año de Vueltas en la cama. La primera del año que viene no va a existir: el viernes 31 no pienso hacer nada para que salga el sábado primero. Merezco un descanso (aunque siempre pienso que estoy bastante al pedo la mayoría del tiempo).
Siempre me pareció ridículo el tema del cambio de año, esa idea psicomágica de que el primero de enero pasa algo que renueva nuestras energías. El tiempo es una cosa lineal que siempre va para adelante y el primero de enero es un día más que se suma al anterior, el 31 de diciembre.
Sin embargo, siempre está ahí flotando la idea del final.
Últimamente los libros que más me gustan son esas novelas que no tienen argumento, que parecen relatos sueltos unidos por un hilo finito casi invisible. Lo mejor que tienen estas novelas son los finales: siempre inconclusos e imprecisos.
Entre mis libros favoritos, de esos sin argumento y casi que sin final, está el Nervio óptico, de María Gainza. La mezcla entre crítica de arte y autoficción hacen que el libro sea bastante único y especial. Ahí el final es una parte más de esa mezcla donde nunca se termina de entender dónde empieza y dónde termina la historia.
Para argumento y cierres conclusivos ya están las series, que solo tienen sentido en ese nivel, en esa secuencia lógica de sucesos. Las series son puro argumento.
Hace un tiempo una amiga inició a su hermana en el camino del feminismo y la literatura. Una vez le prestó un libro de Rejtman (si mal no recuerdo) y dijo que no le gustó porque no entendía los finales. Ella sentía que “faltaba algo”, que las historias no podían terminar ahí y que el tipo capaz era un poco vago, que hacía esos finales porque le daba paja seguir escribiendo. Nunca lo sabremos, aunque seguramente la hermana de mi amiga está equivocada.
“Los finales tienen que ser como el whisky caro” le escuché decir una vez al escritor Emilio Cicco. Para él un buen final tiene que ser como esos whiskys chetos que tienen retorgusto, los que te dejan el sabor en la boca después de que te lo tomaste. Milito esa creencia aunque no pueda pagar whiskys caros.
Una vez fui a una charla que dio Mariana Enríquez en el Centro Cultural San Martín (está disponible acá y es muy divertida) en la que ella habló de los finales y dijo esto:
Hay mucha gente que me dice que mis cuentos no tienen no tienen finales cerrados, que escribo finales abiertos. Por supuesto que no tienen finales cerrados. Es que nuestra época es incertidumbre. Lo más honesto que podemos ofrecer es decir que no sabemos. Las historias terminan ahí, no es que soy perezosa o no tengo la habilidad de pensar un final atadito. La vida es misteriosa. También es misteriosa la literatura. Hay un misterio fundamental en el cotidiano que no puede ser explicado. En eso la realidad se parece al género fantástico y esa imposibilidad de explicar lo que sucede debe ser reconocida. No es la tarea del escritor proveer de comodidad o confort o tranquilidad. No creo que tengamos ninguna tarea, pero si hay una tarea que nos compete -aunque menor- es provocar preguntas.
II. Hija del caos
Resulta que me puse a ver la temporada dos de The Witcher, una serie de Netflix basada en los libros de Andrzej Sapkowski y en los videojuegos que se hicieron (que también se basan en los libros, pero con unas cuantas variaciones).
Soy un militante de Fito Páez, Charly García y las series fantásticas. No me parece que sean series menores para niños y adolescentes, ni que las “realistas" y “serias” tengan que ser para adultos. Diego esto en voz alta porque en lo único que pensaba mientras veía la segunda temporada era en los hostil que es la infancia.
(Todo esto viene de que la vida de la protagonista, Ciri, es un calvario y su infancia es realmente una mierda).
Generalmente las voces de los y las niñas de la ficción son bastante pedorras y muy artificiales. Ninguna infancia se ajusta a las infancias que nos dio Cris Morena. Pensar que ese momento de inocencia es pura luz es una mentira total. En The Witcher la infancia es una confusión, una carga y un peligro. En Game of Thrones hay algo de esto también, en los personajes de Sansa y Arya Stark. La fantasía sirve para mostrar esa oscuridad que el realismo a veces esconde. Ese mundo oscuro que los adultos siempre tratan de negar.
III. Perdón
Esto te tendría que haber llegado ayer, pero para qué te voy a mentir: el viernes 24 me dio mucha pereza escribir. Ahora te estoy diciendo esto casi a la una de la mañana del domingo 26. No escribo por obligación, ni por placer: escribo esto cada semana solo porque quiero y querer algo no siempre es sinónimo de pasarla bien.
Además, soy bastante vago. No me gusta trabajar. Pensar que ser “trabajador” es una cualidad positiva es una mentira. A ver, no me disgustan mis trabajos, pero tampoco es algo que disfrute. Si me dan a elegir entre trabajar y vivir al pedo, prefiero vivir al pedo. Tener tiempo para la nada. Pero no quería hablar de la vagancia, sino de que esto no salió ayer.
El 24 y el 25 me la pasé escuchando un disco de Fito Páez que se llama Yo te amo. Es un álbum que pasó bastante desapercibido en su momento, a pesar de que es de lo mejorcitos de los últimos años. Ahí hay un tema que se llama “Perdón” y es tan visceral y tan literal y tan tilingo que es precioso. El tipo es un llorón que le pide perdón a su novia por ser como es. Ahora me siento así, como ese tipo llorón, pidiendo disculpas porque esto llega hoy domingo y no ayer sábado. Yo sé que no te importa, que la única persona que espera que estos correos lleguen soy yo mismo.
En esa conferencia que mencioné antes de Mariana hay un tramo muy gracioso donde ella cuenta que esperaba que haya algún tipo de repercusión con un cuento suyo sobre la dictadura, pero que no la hubo. “Ahí entendí que la literatura no le importa nadie”, dice Mariana. Ahora yo entiendo que los newsletter tampoco le importan a nadie. Podría dejar de escribir ahora y nadie va a reclamar nada.
Por eso me voy a tomar vacaciones y el primero de enero no voy a escribir. Después seguro que sí, pero me propuse hacer otra cosa el año que viene. Como hago esto porque lo necesito, sin ningún jefe que me pida nada, me siento con el derecho de cambiar las reglas todas las veces que quiera. Además me aburro rápido de todo. Esto termina acá, pero después sigue diferente.
Como dice esa canción de Sui Generis: “No rompas más las bolas porque no es el fin”.