#49. Rutas
Ideas sueltas sobre salir a la ruta, viajar, un libro de Miguel Prenz, el Gauchito Gil y las pinturas de Florencia Bothlingk.
Lo que encontré fueron camas sin identidad. Porque el problema de las camas de hoteles, hospedajes, departamentos de alquiler temporal y cualquier espacio así, es que no tienen identidad. Podrían ser las camas de cualquier lugar y esos lugares también podrían ser cualquier lugar.
Y salís de viaje y lo que hay son camas duras, frías, con sábanas poco blandas y almohadas duras. Nadie se preocupa por un sueño suave y dulce cuando tiene un lugar de alojamiento temporal. Lo mismo pasa con la decoración de interiores: en todos lados los mismos platos horrible de vidrio, las frases motivacionales –del tipo “sueña, ríe y ama”- y los adornos hechos con cañas secas.
Pero, a pesar de este atentado contra el sueño y el buen gusto, no hay nada mejor que dormir lejos de casa. Y de vacaciones.
El desafío a la paciencia más grande que existe cuando sos chico es salir la ruta y aguantar horas enteras de quietud. Pero pasan los años y las reglas cambian y aunque me cueste irme de viaje –no soporto muchos días lejos de casa- nada me gusta más que salir a la ruta. Chica rutera, como la canción de El Mató. Kilómetros de nada, distancias larguísimas donde no existe internet ni los teléfonos celulares. Una resaca del siglo XX.
Hay un género que es el de la literatura de viaje (en realidad no sé si es un género, pero seguro ya se escribieron tesis de doctorado para confirmar o refutar esto) y se trata de ese tipo de historia donde los personajes se van de viaje y, a medida que avanzan, la experiencia los transforma. Desde El Señor de los Anillos, con Frodo saliendo de La Comarca para quemar el anillo, hasta Tundra, de Abi Andrews.
Hace tres días que mi amiga Natalia y yo estamos de viaje. Es una travesía por el litoral. Desde El Palmar hasta la selva misionera, en auto. Un poco más de diez días y un poco menos de 15. No sé si la experiencia va a ser tan radical como quemar el Anillo Único en el Monte del Destino o ir de excursión en un barco con tránsfugas hasta Alaska, pero seguro tiene su magia.
Necesidades para salir a la ruta con alguien:
1. Tener tiempo y hacer coincidir las agendas.
No soy una persona religiosa, pero sí me considero alguien de fe.
Una de las paradas fue en el santuario del Gauchito Gil. Soy muy malo describiendo lugares y sensaciones: cualquier intento que haga por tratar de decir cómo es el lugar o lo que se siente estar ahí se va a quedar corto. El paisaje es incapturable.
Sin embargo, soy bueno para decir acciones. Verbo verbo verbo.
Nos desviamos un poco del camino para poder llegar. Apenas estacionamos, una horda de trapitos se nos acercó para decirnos que ni las moscas se iban a acercar al auto, mientras otros nos ofrecían velas, estampitas, cintas, llaveros, pulseras. El capitalismo de la fe.
En La misa del diablo, un libro de Miguel Prenz, se cuenta toda la trama de tráfico sexual, venta de drogas y de pornografía infantil que sale de Mercedes, el pueblo que está pegado al santuario del Gauchito. El hilo conductor es el crimen de Ramoncito, un niño de 12 años que fue decapitado y despellejado en un “crimen ritual”.
(Mariana Enriquez tiene un cuento basado en ese mismo caso, “El chico sucio”).
Alrededor de la capilla del Gauchito había un cementerio de escombros. El lugar parecía un pequeño basural. Era realmente muy trash, pero la actitud de los visitantes era cero trash: todos caminaban en silencio, algunos se apoyaban contra el vidrio del santuario y otros tocaban la cruz roja que había por fuera de la supuesta tumba y se persignaban. Todo el lugar estaba tapado de placas con agradecimientos de diferentes familias y se mezclaba todo en un mismo lugar: desde agradecimientos por un viaje sin accidentes de tránsito, hasta personas que sobrevivieron al cáncer.
Atrás del santuario había una especie de fogón donde dejar velas. Había un tipo con una pala que trabajaba de sacar la cera vieja que queda de las cientos de velas que prenden. El fogón estaba tapado por placas de acero, de las que le agradecen al gauchito. Las que se pusieron más cerca del fuego estaban derretidas.
Necesidades para salir a la ruta con alguien:
2. Que las dos personas que viajan tengan plata para la birra.
La mayoría de las rutas por las que me moví fueron rutas de la Patagonia, es decir, caminos donde todo alrededor está seco y lleno de matas. Acá es todo lo contrario y para donde mires lo único que hay son plantas. Con Natalia estamos fascinados con el verde y con “verde” no me refiero a la vegetación sino al color verde. Este color de verde de estas rutas no es cualquier verde.
En un momento del viaje le comenté a mi amiga de las pinturas de Florencia Böhtlingk. Ella sí que entendió el verde de este lugar. Es una artista que puede usar el verde hasta el infinito y crea imágenes que generen la misma sensación que genera ver la vegetación del litoral. Supongo que haber crecido en una tierra seca y ventosa es lo que me hace quedar fascinado con la selva. Prefiero las ciudades, pero me dejo caer en la trampa de la madre naturaleza.
Lo impactante del santuario del Gauchito –más allá de lo trash- era cómo convivían en un mismo lugar diferentes narrativas. Por ejemplo: los puestos vendían recuerdos religiosos y también camisetas de fútbol y toallas de Toy Story 4. Hasta había pegatinas con la línea para denunciar trabajo sexual y tráfico de personas sobre el propio santuario, es decir, un registro completamente fuera de lugar (el registro del Estado), pero que a la vez a alguien le pareció que tenía sentido que esté ahí. Al lado de las pegatinas, un montón de fotos con caras de mujeres desaparecidas y la palabra justicia debajo.
Necesidades para salir a la ruta con alguien:
3. Coincidir en la playlist.
La segunda parada fue en Colonia Carlos Pellegrini, un pueblo de entre 800 y 1200 personas. Está pegado a los Esteros del Iberá (que son un pantano, pero le dicen estero porque, según el guía que nos tocó, “es más comercial”). El camino para llegar estaba bastante arruinado y tardamos como dos horas y pico en hacer poco más de 100 kilómetros. Y la lentitud con la que nos movimos por la ruta fue la misma con la que nos encontramos en el pueblo.
Como seguramente viste en cualquier publicidad, el lugar está lleno de yacarés (como unos caimanes chiquitos). El animal puede quedarse quieto durante horas, sin hacer nada, y si come un pescado puede tardar 15 días en volver a comer. Algo de esa manera de pensar también la tienen los lugareños. Es como si la idiosincrasia del lugar, de sus animales y su geografía, condicionara su manera de estar en el mundo. A mi amiga y a mí lo único que nos produce esa forma de ser es envidia. Pero sobre todo ansiedad.
Gracias por llegar hasta el final. Generalmente nunca llegamos hasta el final de nada. Perdón por el delay en el envío, pero es muy difícil conseguir buena internet acá y el viernes no pude programar el correo culpa de la mala señal. Si te gustó este texto lo podés compartir. También podés comprarme un cafecito –no voy a volverme rico, pero voy a estar agradecido. Si querés decirme algo podés contestar este mail o escribirme por Instagram o Twitter: mi usuario es @malasenial.