51. Cumpleaños
Unas ideas sueltas sobre el primer cumpleaños de este newsletter. También sobre un disco de Metronomy y la siere Poco ortodoxa.
Parece que mi gato se vengó de mí por haberme ido tantos días de vacaciones destruyendo mi cama. Durante mi ausencia fue afilando sus uñas en las esquina del colchón. Ahora están todas destruidas: la goma espuma toda desparramada por el piso, todo el sommier arañado, pedazos de tela colgando.
Ahora, cada vez que hago la cama, trato de acomodar la colcha de tal manera que caiga lo suficiente como para tapar las partes rotas del sommier. Una manera sutil de negar que duermo sobre un rascador de gatos gigante.
Uno de los mayores miedos que tuve durante mi infancia era que nadie venga a mi cumpleaños. Imagino que es uno de los miedos más comunes que existen, es decir, seguramente a vos y otro millón de personas también les daba miedo que nadie vaya a sus festejos de cumpleaños.
Todo esto viene a cuento de que hoy se cumple un año desde que empecé a escribir Vueltas en la cama. Desde entonces solo dos veces no escribí nada. Una vez por un problema de fuerza mayo y otra porque me tomé el día (sábado 1 de enero de este año). Si hubiese dejado un tercer sábado más sin escribir las bodas de oro conmigo mismo caerían hoy, en el día de mi no cumpleaños.
Por qué hago lo que hago es un misterio. Imagino que porque me da la gana. O porque estoy esperando que ordenar las ideas que se me ocurren cuando no puedo dormir ayude a que descanse mejor.
Esto es, ante todo, un ejercicio de escritura. Un motivo para hacer lo único que sé hacer.
Tomando un café con un amigo comentamos que en algún momento de los primeros dos mil se empezó a escuchar más música argentina. Generalmente, mis amigos más grandes —los que fueron adolescentes en los 90— tienen gustos musicales más internacionales, pero los que crecimos en los dos mil escuchamos más música de acá
(Esto ahora está atomizado por mil siendo que los pibes escuchan mucho trap y rap local).
Sin embargo, siempre hay excepciones. Por ejemplo, a mi me gusta mucho Metronomy. Creo que es la única banda de afuera de la cual tengo todos los discos y me sé casi todas las canciones.
Hace un par de semanas sacaron un disco nuevo, Small world. A diferencia de los anteriores tiene unos cuantos temas medio “acusticazo”. No hay tanto de popcito electrónico. Más allá de esto, siguen siendo finísimos.
Una amiga coincidió conmigo en que lo mejor de Metronomy es que siempre suena bien, lo pongas cuando lo pongas. “Es de esas bandas que hasta quedan genial para ponerlas bajito de fondo mientras charlas, sin que pierdan identidad”, dijo.
Y yo sé que ahora debería estar escuchando a full Motomami de Rosalía, pero bueno… Siempre fui malo para las tendencias.
Revisando un álbum de fotos viejo encontré algunas de un festejo de cumpleaños. Creo que yo estaba cumpliendo 10 u 11. Había bastantes amiguitos del colegio en la foto. También estaba mi papá. De hecho es la única foto que tengo con mi papá en un cumpleaños mío.
Siempre que tengo una conversación con alguien sobre trap repito las mismas preguntas: ¿cómo van a ser los traperos de viejo? ¿se puede crecer y ser trapero? ¿qué se sentirá dedicarse a algo que esté tan asociado a ser joven? ¿por qué ser joven tiene que ser un mérito, si serlo —o no— depende de algo que no se puede controlar?
Una de las cosas que más me llama la atención de los traperos es cómo se convierten en millonarios en muy poquito tiempo. De la nada al todo en un par de meses. Sobre este cambio en el negocio habló Marilina Bertoldi en la entrevista que le hicieron en el ciclo Caja Negra:
Creo que el momento en el que estamos está afectando a todo el resto de los ámbitos musicales porque hay como una obsesión por el resultado de las cosas. Ahora hay que decir ‘yo hago esto mientras tiene un resultado’ y si ese resultado no está ‘yo no hago más esto’. Todo está muy marcado por el resultado. Por el mercado los estilos van a ir cambiando según cuanto resulte o no. Estamos guiados por un algoritmo, por un mercado que es un monstruo capitalista que llegó a comerse esto.
Debo gastar por mes alrededor de 5 mil pesos en frutos secos. Los compro porque me hace sentir que soy sano. En vez de comer papas fritas cuando quiero “picar algo” agarro los frutos secos. Además, los uso de excusa para decir que reemplazo al cigarrillo con estos cositos carísimos. Pero la verdad es que sigo fumando la misma cantidad de cigarrillos que fumaba antes de gastarme por mes 5 mil pesos en frutos secos.
Como decía antes, soy muy malo para las tendencias y, como agravante, rara vez siento FOMO. Entonces, me cuelgo en ver las series y películas del momento, las novedades editoriales que están circulando y etcétera, etcétera, etcétera. Por eso siempre llego tarde a todo. Por ejemplo, recién esta semana última vi por primera vez Poco ortodoxa, la miniserie de Netflix basada en la autobiografía de Deborah Feldman, Unorthodox: The Scandalous Rejection of My Hasidic Roots.
Es una estupidez tratar de decir algo nuevo o interesante sobre una serie de hace dos años que ya comentó todo el mundo. Además, hoy no estoy muy lúcido y me quiero ir a dormir temprano.
Cuando terminé de ver los cuatro capítulos de la serie me puse a leer notas que habían salido en su momento. También repasé algunos posteos en redes sociales y la sección de comentarios de las notas que leía. Casi todos iban en la misma dirección: lo “terrible” que era la vida de Esther, la protagonista, cuando vivía en una comunidad judía ortodoxa.
A contramano de eso siempre tiendo a pensar que estar en un sistema opresivo no tiene que ver necesariamente con tener una práctica religiosa ortodoxa. No siento que las personas laicas tengamos menos opresiones que un creyente, simplemente elegimos opresiones diferentes.
Hace algunos años conocí en Brasil a una chica cubana que se había exiliado de la isla para irse a vivir a España. Ella me contó que el día que llegó una tía la llevó a un supermercado a comprar galletitas para la merienda. Cuando entró en la góndola correcta su tía le dijo que elija la que quisiera. Ella no pudo elegir porque no sabía qué era cada cosa y porque nunca había podido elegir entre tanta variedad de productos.
Cuando me contó esa anécdota yo quedé sorprendido y, al igual que la mayoría de los espectadores de Poco ortodoxa, pensé “que opresivo debe ser vivir en ese país donde no podés ni elegir unas galletitas”. En mi mente pensé que esta chica cubana era una defensora del capitalismo, que la libertad de consumo la hacía sentir más plena o realmente más libre. Sin embargo, después de contarme lo de las galletitas me dijo que lo que más odiaba de España era la gente que veía en el subte yendo y volviendo del trabajo. Me dijo: “Me sigue sorprendiendo que las personas estén tan alienadas por ese sistema, que piensen que esa es la única manera de vivir en este mundo”.
Mi objetivo era poder conseguir al año mil suscriptores. Sin embargo, 365 días después de empezar Vueltas en la cama, no lo conseguí.
Confieso que hace unos días el dato me amargó un poco. A veces me pregunto por qué hacer algo que casi nadie lee y que, además, no me da dinero.
De todos modos, al rato se me pasa. Pienso que no debería enfocarme tanto el resultado -como sugiere Marilina- sino en el hacer. Seguir escribiendo sin ningún objetivo. También uso como consuelo un consejo que daba Hebe Uhart en sus clases: “Todo trabajo tiene que dar al menos una de las tres P: plata, prestigio o placer”. En este caso solo conseguí una de las tres, pero no soy una persona muy exigente así que con eso me alcanza.
Gracias por leer esta edición de Vueltas en la cama. Gracias a las personas que leen estas ideas desordenadas que mando cada semana. También a los que comparten lo que pienso cuando no puedo dormir. Si te dan ganas podés comprarme un cafecito –no voy a volverme rico, pero voy a estar agradecido. Capaz querés decirme algo, así que podés contestar a este correo o escribirme por Instagram o Twitter: mi usuario es @malasenial.