#59. El escondite
Unas ideas sueltas sobre esconderse, Mar del Plata, un texto de Fabián Iriarte, el aniversario de El amor después del amor y una cosita sobre algo que escribió Osvaldo Baigorria.
La semana pasada soñé con Borges. No es que me quiera hacer el intelectual escribiendo esto, más bien todo lo contrario: nunca leí nada de él. Ni un solo libro. Quizás algún que otro cuento, pero que ni si quiera recuerdo. Por eso me sorprendió mucho haber soñado con él.
En el sueño me encontraba con Borges en un bar tradicional, digamos que en el Tortoni. No era ese el lugar, pero supongamos que era ese porque era un café con esa misma onda. Yo tomaba una coca cola y él un té. No recuerdo de qué hablábamos, pero sí me acuerdo que una moza le hacía bullying por ser ciego. Sentí pena por Borges y mucho enojo, así que me puse a putear a la camarera. Otro escritor que te cargás por zorra.
La semana pasada viajé a Mar del Plata con mis amigas. La excusa fue ir a la edición costera del FILBA. Además, otras amigas y amigos iban a participar del festival así que fue como una especie de viaje de egresados, pero con playa y lobos marinos de cemento.
Mar del Plata es una de mis ciudades favoritas del país. El año pasado hice una entrega de Vueltas en la cama casi entera sobre este lugar, el mar y la decoración de las casas de playa. Siempre que voy pasan cosas intensas. Cuando era chico, por ejemplo, estábamos pasando un verano con mi viejo ahí y a él se le cayó una asadera justo en la muñeca, lo que le generó un corte muy profundo en las venas –como el que se hacen los suicidas–. Me acuerdo la manera en la que salía la sangre, como él se apretaba la muñeca con la mano sana mientras mi hermano le tiraba azúcar. Me acuerdo que me dio mucha impresión y que agaché la cabeza, pero fue peor: mis ojos se clavaron en la sangre que se iba filtrando entre los azulejos del piso. Por suerte el suicidio involuntario no pasó pasó a mayores, mi papá llegó a tiempo al hospital y hoy sigue vivo.
Fuimos a varias lecturas de las que se hicieron en el FILBA y en una de ellas escuché un texto de Fabián Iriarte, un escritor de Laprida que vive en Mar del Plata, sobre esconderse. El texto era genial y él lo leyó de una manera muy graciosa. Algunas partes eran como ensayos breves y otras narraban escenas de su infancia en Laprida, como esta:
Escena de infancia # 1: En Laprida se celebraba todos los años, sin falta, el carnaval. Desfilaban muchísimas carrozas con las reinas y princesas de diferentes clubes de fútbol (Newbery, Lilán, Juventus) y asociaciones del pueblo. En febrero de 1972 (tenía yo 8 años) nos pusieron, a mi hermana Verónica y a mí, en una carroza que representaba diversas naciones de la Tierra: éramos Japón. Algunos chicos se burlaban de mí, porque no había demasiada diferencia entre los atuendos masculino y femenino con que nos vistieron, el kimono. La carroza tuvo tanto éxito entre los espectadores del pueblo, corrieron tantas noticias de su originalidad y belleza, que los organizadores del carnaval de Necochea solicitaron que desfilara también en esa ciudad al año siguiente, y allí fuimos. Mi único éxito, creo yo, como performer un poco involuntario.
Cuando me miro en las fotos, advierto en primer lugar cierta seriedad en mi ceño, no sé si debido a la conciencia de la “importancia” de representar a mi pueblo en el desfile o a que no me sentía demasiado cómodo con el kimono que dejaba ver mis pies con ojotas que reemplazaban el calzado nipón, los antebrazos al descubierto y, sobre todo, los ojos delineados como para “achinarlos”, como se dice incorrectamente. Pienso, en segundo lugar, que es la única vez (que yo sepa) que hice una especie de travestismo, pero un travestismo de etnia, de rasgos faciales, y sartorial. No asocio este episodio con la idea de escondite, pero pensar en mi infancia me hizo recordarlo, y me pregunto: ¿lo habrá sido? Si lo fue, ¿de qué me escondía?
Durante mi infancia y buena parte de la adolescencia mi escondite era la lectura, sobre todo la literatura fantástica. Tener que dedicar cientos de horas para leer todos los libros de Las crónicas de Narnia o Harry Potter era la excusa perfecta para:
No tener que hablar con los adultos.
No tener que salir a jugar con otros chicos que –obviamente– me caían mal.
Como leer está “bien visto” nunca nadie me dijo que pare de hacerlo para charlar con alguien o para salir a jugar a la vereda. En su texto Fabián también habla de la lectura como un escondite y a raíz de esto cuenta la siguiente escena:
Escena de infancia # 3: La lectura puede también funcionar como escondite. Tendría unos 13 años cuando, en ocasión de un viaje de mi madre a “la Capital” (así se la llamaba a Buenos Aires mucho antes de que se convirtiera en CABA), le pedí que me trajera la novela La felicidad es demasiado lío [Happiness Is Too Much Trouble], de la norteamericana Sandra Hochman, algunos de cuyos capítulos yo había leído, abreviados, en ejemplares de la revista Para Ti, que mi tía Cata, secretaria de la Biblioteca Popular, recibía como abonada todas las semanas. Mi mamá cumplió con mi encargo, pero me dijo que la empleada de la librería porteña, cuando se enteró de que el libro no era para ella sino para mí, le advirtió que no era apropiado para mi edad. (…) Le prometí entonces a mi madre que guardaría (escondería) la novela en mi biblioteca hasta cumplir 15 años; por supuesto (y ahora estoy revelando el secreto), para la medianoche de ese mismo día yo ya había leído un tercio del libro… Ese fue el escondite de un objeto más breve de la historia de mi humanidad.

Muchas veces conté que mi universo de obsesiones no es muy vasto: el rock nacional, el arte argentino, mi vida patagónica, las series de superhéroes y no mucho más. Una vez una escritora me dijo que uno necesitaba tener en la cabeza dos o tres temas y que con eso “se puede tirar toda la vida”.
Resulta que la semana pasada El amor después del amor cumplió 30 años y, curiosamente, ese disco sí fue un escondite para mi. Si bien cuando vivía en Trelew nunca me escondí de nada, ni me escondí a mi mismo, sí hubo una situación que a toda costa quería esquivar: el viaje de egresados a Bariloche. En ese entonces, hace 10 años, yo ya era trolo y no quería compartir cuarto con los varones (heterosexuales) de mi escuela, pero no estaba permitido que duerma en los cuartos de las chicas. Por suerte en ese entonces El amor después del amor cumplió 20 años y Fito Páez organizó un concierto gratis en el Planetario. Mi yo del pasado encontró la excusa perfecta para no ir a donde no quería.
Como el concierto coincidía con la fecha de mi cumpleaños 18, le dije a mi vieja que no iba a ir al viaje de egresados y que en cambio quería que me pagara un pasaje para ir a ese concierto. Fue un show increíble. En ese mismo recital estaba una de mis mejores amigas, a quien conocí un año después. El otro día, a raíz del aniversario número 30, me mandó un mensaje de WhatsApp que decía: “No puedo creer que ya pasaron 10 años”.
Estar camuflado (o escondido) entre una multitud de personas desconocidas, cantando esas canciones ultra hiteras, fue una de las cosas más felices que me pasaron. Ahí entendí que mi obsesión por querer estar en esta ciudad tenía que ver con eso, con ser nadie, con ir caminando por la calle y que nadie me conozca, con poder vivir escondido a la vista de todo el mundo.
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A raíz del sueño de Borges compartí en Instagram una foto suya que le sacó Sara Facio y que está en la colección del Museo Nacional de Bellas Artes. Al rato de subirla un amigo comentó: “Amo Borges jugando a la escondida”.
Hace unos días invité a un amigo, que es editor, a dar una charla para mis alumnos de periodismo. En un momento de la conversación se me ocurrió preguntarle por qué valía la pena seguir insistiendo con la crónica y el periodismo narrativo, si casi nadie la publica ni la paga bien. Él me dijo que esos textos a veces sirven para que después aparezcan otras cosas nuevas, para que algo cambie y también que generaba cierto placer escribirlos. Me quedé pensando en eso varios días.
En el último tiempo me pregunto bastante seguido para qué hago lo que hago y, leyendo el texto que Osvaldo Baigorria escribió para la apertura del FILBA, encontré una posible respuesta –que también tiene que ver con lo que dijo mi amigo–:
Cuando escribí artículos sobre diversas expresiones contraculturales, supe que la motivación iba más allá de ganar el pan con el sudor de mi frente, porque mediante esos textos intentaba con cierta inocencia aportar algún granito de arena para cambiar, mejorar, transformar el mundo en el que vivía.
En el texto de Baigorria hay varias partes que reflexionan sobre escribir, ser escritor y cómo todo eso se relaciona con la amistad. Cada tanto releo ediciones viejas de Vueltas en la cama para chequear si eso sobre lo que quiero escribir no apareció antes. Siempre que lo hago me vuelvo a sorprender que en casi todos los números aparece el “un amigo me dijo que” o “el otro día hablaba con fulano sobre”. Casi todo lo que escribo lo estoy escribiendo con mis amigos o las personas con las que me voy cruzando. Sobre esto mismo Baigorria dice:
Incluso cuando escribimos a solas y le ponemos nuestra firma a una obra estamos escribiendo en colaboración, una colaboración que pasa inadvertida, que se oculta. ¿Cuántos textos se han producido leyendo o conversando con otros textos y personas, incluso inmediatamente después de un encuentro oral? Nunca hay un yo que escribe, hay muchos yoes, no solo porque “yo” es muchos y porque “yo” es un agenciamiento de voces precedentes y sucesivas que se encontraron en un punto, en una coma, en un párrafo.
El día del aniversario número 30 del disco de Fito compartí en Twitter una foto que Alejandro Kuropatwa le sacó a él con Cecilia Roth. Pero la intención no era compartir una foto linda, sino volver a usar a El amor después del amor como un escondite. En esta oportunidad escondí un mensaje para alguien que vive lejos y que extraño mucho.