#89. Una teoría sobre los finales
Última teoría de la serie de teorías y última entrega de este año.
El único sueño interesante de la semana fue una pesadilla, pero light. Un amigo y yo teníamos un programa de radio. Por algún motivo el equipo de producción no me quería mucho, así que, cuando teníamos que salir al aire, yo estaba adentro del estudio sin micrófono y sin auriculares. Se lo comenté a mi analista –que es el mismo que el de mi amigo con el que tenía el programa– pero no le dio importancia. Seguramente porque no tiene que ver con mis padres.
Hoy es el último día del año. Mañana va a ser igual que hoy, pero distinto. No se puede explicar el por qué, pero cada 31 de diciembre hay una esperanza de que algo cambie. Sin embargo, el tiempo es lineal y sólo va para adelante: un día se suma al anterior y así hasta el infinito. El primero de enero podría ser treinta y dos de diciembre, pero hay algo en el aire, un pase psicomágico nos hace creer que no, que no es treinta y dos sino primero y que por ser primero es distinto. Como si apenas pasada la medianoche cambiaran el aire y la energía de lo que sea que tengamos alrededor.
Hace un tiempo una amiga me contó que intentó iniciar a su hermana mayor en el camino de la lectura. En mi caso le debo el placer de leer a la revista Genios y sus adaptaciones de “clásicos de la literatura”. También al divorcio de mis padres: para no tener que aguantar el ruido que había en mi casa me encerraba a leer en silencio. Resulta que mi amiga le prestó a su hermana Nadie vive tan cerca de nadie y Velcro y yo. El primero es un libro de cuentos de Tamara Tenenbaum y el segundo uno de Martín Rejtman.
Al tiempo, cuando las hermanas se volvieron a encontrar, la mayor le dijo a mi amiga que había disfrutado de los libros pero que no los había entendido del todo. Entonces mi amiga le preguntó por qué y ella contestó que no había entendido los finales porque eran muy abiertos y que se había quedado con la duda de si las historias seguían o no. Es decir, se preguntó por qué los relatos llegaban hasta donde llegaban, por qué esas historias que estaban bien no podía seguir un poco más para ser cien por ciento conclusivas. Mi amiga no supo qué contestar.
Disfruto bastante de las historias que se terminan de la nada y en la mitad de algo. Esto en relación a la literatura. Cuando pasa en otras situaciones es un bajón, pero en lo que respecta a los libros lo disfruto bastante. Me gusta el capricho del final, cortar algo y listo. Definir en qué momento una historia se termina y no sigue más en ningún lado. Ni en la ficción, ni en la vida real. Pero los finales que más disfruto son los que saben igual que el whisky caro, esos que tomás y te generan un retrogusto en la boca después de que pasan por la garganta.
Mi abuela tiene ciertos momentos de conciencia. Un rato, apenas unos minutos. Pero cuando está despierta no siempre dice cosas lógicas o coherentes. En los últimos días, cuando se despertaba, comentaba qué muerto la había visitado. Por ejemplo, a mi mamá le preguntó si saludó a la abuela Petra –la abuela de mi abuela–. A veces canta: ayer cantamos juntos “Luna tucumana”. Dicen que las personas que están más próximas a morirse, que vendría a ser el final definitivo de todo, tienen este tipo de experiencia ¿sobrenaturales? Sinceramente no sé qué hay del otro lado o si realmente hay algo. Tampoco si hay un limbo entre un estado y otro.
Cada vez que me paro al lado de la cama del hospital y veo a mi abuela dormida por la medicación me pregunto qué estará pasando en su cabeza. Me pregunto si sueña, si ve cosas mientras está dopada, si escucha, si piensa en que capaz se muere, si quisiera saber cuál va a ser el día exacto en que eso va a pasar o si está hablando con algún pariente fallecido hace décadas.
Hace un par de semanas la fui a cuidar un par de horas a la casa de mis tíos. Ellos tenían que salir y no se podía quedar sola. Nos sentamos a tomar el té. Tuvimos una conversación muy extraña con tono de despedida y llanto desconsolado sobre el final de la charla.
Dos días después ella quiso agacharse para agarrar un pantalón y se cayó y se quebró la cadera y acá estamos, escuchando conversaciones que tiene con personas que murieron. Un día antes de la caída yo le dije al chico que me gustaba “mejor la dejamos acá”. Un día después el chico que le gustaba a un amigo le dijo “mejor la dejamos acá” y tres días después una amiga le dijo a su novio “mejor la dejamos acá”. Pero cuatro días antes de todo, una de mis mejores amigas dejó de recibir respuestas del chico con el que se estaba viendo, de la nada. Fue la semana del desamor. Una vez le escuché decir a un chico que lloró más por la separación con su ex que por el suicidio de su padre. Elijo creer.
Aviso parroquial:
Me voy a tomar unas semanas de vacaciones. Los sábados de enero no va a salir Vueltas en la cama. La programación habitual vuelve el 4 de febrero. Pero vamos a estar trabajando para usted. Se vienen cositas.
Del único final que siempre hay que escapar es del final de una fiesta. Como escribió Marcos López hace unos días en su cuenta de Instagram: “El problema de la fiesta es el fin de fiesta”. Cuando estaba en una época más intoxicada me encantaba cerrar las fiestas, ser el último en abandonar la pista de baile, salir a la calle, que sea de día y que el sol me pegue en la cara. Ahora, un par de años después, me doy cuenta que eso es un bajón y que es clave volver a casa antes de que salga el sol.
Sin embargo, aunque nos escapemos a tiempo de la fiesta, el final nos pega y el despertar del día siguiente puede ser fatal. Vuelvo con lo que escribió Marcos López:
Enfrentarse la mañana siguiente a la nada misma. La nada misma es uno mismo frente al espejo sin fuerzas ni para lavarse los dientes. La lengua pastosa. La cabeza que se explota.
Hay una sola estrategia: respirar. Respirar hondo y llevar la mente a la planta de los pies, y asumir que de este estado de la nada misma es de donde hay que sacar las energías para recomenzar de a poco.
Luego asumir que la vida es esa nada misma que sentimos con todo el cuerpo y agradecer que nos podemos dar dos duchas por día como dijo Ricardo Darín cuando no acepto ir a Hollywood ni por toda la plata del mundo. Le ofrecieron un vagón de guita y Ricardo dijo no. Prefiero estar en mi casa, con mi familia, y agradezco a que me puedo dar dos duchas calientes por dia.
Y siempre respirar. Profundo. Cuando inunda el sentimiento de la nada contrarestarlo con oxígeno y mirando el chorrito de agua y pensar en el chorrito de agua. En el manantial de donde se genera. Luego una ducha. Ropa limpia. Desayunar y volver a trabajar como todos los lunes, aunque hoy es miércoles.
El chiste de las fiestas, de la noche en general, es que son efímeras, que terminan. Por eso no me gustan mucho los afters: traicionan la regla número uno de la noche. Hay que saber retirarse a tiempo, esquivar el cementerio de botellas y los ejércitos de zombies que salen de las discotecas. Crecer es darse cuenta en qué momento exacto hay que dejar de bailar.

Cuando estoy rayado –como lo estuve las últimas semanas– hago dos cosas que siempre me ordenan el humor y las ideas: escuchar toda la discografía solista de Charly García en orden cronológico y después escuchar esta conferencia de Mariana Enríquez –ya la cité alguna vez el año pasado–. La combinación es rara: seguro que Charly no leyó a Mariana y a Mariana no le gusta nada la música de Charly, a pesar de que escribió uno de los mejores perfiles que se hicieron sobre él (se puede leer acá). Pero a lo que quería llegar es que en esa conferencia Mariana dice algo que serviría para explicarle a la hermana de mi amiga, la que leyó el libro de Tamara y Rejtman, por qué algunos finales son como son:
Hay mucha gente que me dice que mis cuentos no tienen no tienen finales cerrados, que escribo finales abiertos. Por supuesto que no tienen finales cerrados. Es que nuestra época es incertidumbre. Lo más honesto que podemos ofrecer es decir que no sabemos. Las historias terminan ahí, no es que soy perezosa o no tengo la habilidad de pensar un final atadito. La vida es misteriosa. También es misteriosa la literatura. Hay un misterio fundamental en el cotidiano que no puede ser explicado. En eso la realidad se parece al género fantástico y esa imposibilidad de explicar lo que sucede debe ser reconocida. No es tarea del escritor proveer de comodidad o confort o tranquilidad. No creo que tengamos ninguna tarea, pero si hay una tarea que nos compete -aunque sea menor- es la de provocar preguntas.
Después de la semana del desamor hablamos una y otra vez con mis amigas de por qué se sincronizaron nuestros desencuentros. Uno sabe cómo empieza una historia, pero no cómo termina. Los finales son escurridizos, imprecisos y desconocidos.
De todas las teorías que barajamos la que más nos gusta es la que le echa la culpa a la época. Supongo que hay algo de la pandemia que nos cambió, aunque todavía no podemos darnos cuenta exactamente de qué manera, como si se tratara de algún tipo de estrés postraumático no identificado. O como si la narrativa del “quedate en casa” hubiese dado la vuelta para convertirse en una excusa perfecta para cortar cualquier tipo de encuentro (o posibilidad de encuentro).
Justo esta semana habría cumplido 90 años Manuel Puig. El primer libro que leí de él fue Boquitas pintadas, una novela llena de desencuentros. Cartas que van y que vienen, conversaciones entre personas que por un motivo u otro nunca pueden estar juntas. Ahora no hay cartas, pero si mensajitos que no se contestan o citas que no se concretan. Una amiga recién llegada al mundo de las apps de citas me dijo que no entiende por qué, después de conseguir un match, el chico con el matchea no le escribe o no le contesta el “hola” tímido que ella le escribe. El misterio de internet.
No sé si es la época, o el momento del año, o el calentamiento global, o la inflación, pero sí siento que hay cierta dificultad para intentar armar algo. La prioridad siempre es el deseo, pero no en el sentido progresista de la idea, sino en el sentido egoísta: no es lo que quiero, lo que busco, así que me retiro. Imagino que debe haber algo de miedo también. Las personas están muy asustadas, alcanza con salir a caminar por la calle para darse cuenta. Eso sí, tal vez, tenga que ver con la pandemia: la vida siempre fue incierta y frágil, pero que exista una enfermedad a escala global lo volvió explícito. Y el miedo es coercitivo, limita nuestras decisiones.
Supongo que todo esto mezclado es lo que hace que nadie quiera dar ese salto que implica encontrarse con otra persona: probar eso que no es claro y que no se sabe para dónde va a ir. A veces siento que ese pequeño riesgo es el que se intenta evitar constantemente. Yo disfruto bastante de lo desconocido y del riesgo, así que intento aunque intuya que las cosas van a salir mal. Pero al final del día todos trabajamos, cada vez más horas, en la fábrica de gente sola.
El 31 de diciembre de 2012, hace exactamente 10 años, Marino Blatt escribió:
¡Basta de autodesafíos!