Semana de mal dormir. Me acosté tarde casi todas las noches. En algunas me colgué jugando a The last of us, culpa de la serie lo volví a agarrar. Creo que esto ya lo había dicho antes, que estaba jugando The last of us de nuevo. Me doy cuenta que soy una persona que se repite todo el tiempo: los mismos temas, las mismas imágenes, las mismas canciones y así.
Es como cuando Lanata le dijo a Charly: “Yo creo que hiciste grandes cosas y que después te empezaste a copiar a vos y creo que te das cuenta”. Y Charly le dijo: “Yo creo que vos sos un pelotudo, pero bien”. El tema es que yo no soy Charly y tampoco tengo a Lanata diciéndome que hice grandes cosas y que ahora me copio y que me doy cuenta, sino que me lo estoy diciendo a mí mismo. Tampoco estoy seguro de ser un pelotudo pero bien, creo que sólo soy un pelotudo que no puede dormir y listo.
Salgo a pasear con mi mamá por el barrio chino. Mi vieja se ofende un poco con los comerciantes de la zona: dice que ya no consigue con tanta facilidad lo que antes sí. “Ahora está lleno de peluches y chucherías, antes no había tantos peluches, ni tantas boludeces”, aclara. Estoy de acuerdo con ella y también me sorprendo de la cantidad de peluches que hay en todos lados. La mayoría de los locales rebalsa de peluches, casi todos de Pokémon. Hay Pikachus, Lapras, Togepis, Chamanders y varios más que no conozco. También venden ropa otaku –la temática que más se ve es Naruto– y los uniformes de Hogwarts, el colegio de Harry Potter. También me sorprendo bastante de la confusión geográfica: Pokémon y Naruto son series japonesas, no chinas, pero se consigue todo su merch en el barrio chino. Y Harry Potter es una saga inglesa, nada que ver con oriente. Es que en China hacen todo para todo el mundo, es decir, el merch yanki es chino y el japonés también. No es todo lo mismo, pero en este barrio sí.
Mi mamá está tratando de buscar unas “zapatillitas”. No sé exactamente a qué se refiere, pero entiendo que es un tipo de calzado bastante sencillo que, en teoría, sólo se consigue en este lugar. Sin embargo, no encontramos las “zapatillitas” por ningún lado. Y mi vieja vuelve con que el barrio chino no es lo que era antes. Lo que sí encontramos es un centímetro por cien pesos y dos agujas de crochet de madera: una de 3.5 mm y la otra de 4.5 mm. Son las más comunes, dice mi vieja. Son las que se usan para casi todo, según ella.
Este es un paseo madre e hijo (gay). Miramos vidrieras. Revolvemos góndolas de chucherías. Olemos sahumerios que no vamos a comprar. Caminamos a la par por la calle. Comentamos chismes de Trelew. Hablamos mal de algunos vecinos. Nos preguntamos por personas que hace años no vemos: el hijo de, el primo de, la novia de, la chica que. Tenemos pequeñas riñas para ver quién paga lo que consumimos. No, dejame, pago yo. No, yo pago esto, vos pagá eso otro. No seas pesada. Vos no seas pesado. Y así hasta el infinito, hasta que uno de los dos se cansa de pelear. O hasta que uno de los dos es más rápido para sacar la plata, como si nuestras billeteras fueran un arma lista para cometer un asalto.
Heredé muchas cualidades de mi vieja. Yo también tengo la mecha corta, a veces puedo contestar mal y –al igual que ella– casi siempre pienso que sólo hay dos maneras de hacer las cosas: como las hago yo o mal. A pesar de eso, le robé algunas cosas bastante útiles: rara vez me paralizan los problemas y la tristeza, soy habilidoso para el uso del dinero y bastante práctico para resolver los imprevistos de la vida cotidiana.
También heredé su obsesión por la cocción de la comida. Mi vieja laburó muchos años en un laboratorio de bromatología y no tolera las cocinas sucias, ni la carne mal cocida o casi cruda, como la prefiere la mayoría de la gente. Por eso a mí me gusta la carne bien quemada porque si no está así pienso que me va a agarrar Síndrome Urémico Hemolítico. Mi vieja se esforzó una vida entera para que eso no me pasara. No la voy a cagar a esta altura del partido.
Entonces, caminamos por el barrio chino y a ella le da asco casi todo lo comestible que ve, aunque reconoce que la comida frita es más segura porque el aceite hirviendo mata todo. Lo único que no le da desconfianza son las galletitas de la fortuna, a pesar de que nunca comió una. Cuando las ve me pregunta qué son y yo le digo y ella me dice que las quiere probar. Entonces, compro dos y antes de comerlas leemos el destino que tienen adentro. Dice la mía: “El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”. La de mi vieja: “La fortuna favorece a la mente preparada”. Leemos los papelitos en voz alta. Y después de la lectura, mi mamá dice: “No se entendió una mierda”.
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Compré una cámara de fotos nueva. Es una cámara japonesa muy linda. Más allá de sus cualidades técnicas, como objeto es algo lindo. Brilla cuando le da el sol, como si fuera una moneda o una joya cara. Confieso que la compré más por capricho que por necesidad. Mi cámara anterior no tenía un problema en sí, pero esta es una cámara que usaron varios artistas que me gustan y, además, tiene un lente mucho mejor.
Hace unos días fui a revelar los primeros dos rollos que usé en esta cámara nueva. En el primero hay de todo. El segundo es una cobertura del cumpleaños de 50 de una amiga (fotos muy buenas, pero que en su mayoría no se pueden compartir). Con esta cámara las imágenes salen más nítidas y con colores más marcados. Comentamos esto con mis amigas: todas quedamos fascinadas. Por ahora sólo se trata de eso, de ver cómo cambian las imágenes según como combino algunas cosas (cámara, rollo y luz). No creo tener un buen ojo. En realidad, todavía no sé que estoy mirando. Tengo la mirada errática. Estoy mirando un poco de todo, como quien va a una fiesta que no conoce a chusmear quién va y qué música pasan. Cada tanto alguien posa para mí y yo disparo.

Últimamente sólo puedo leer poesía porque sólo puedo tener lecturas fugaces. El domingo pasado leí en la cama un poemario de la Piba Berreta. Le saqué una foto a una parte de un poema y se la mandé a varios amigos por WhatsApp. El libro en el que está se llama Poesía nuclear, lo editó Elemento Disruptivo. El fragmento dice:
ser egoísta es querer sobrevivir
eso no es mucho
es lo que hacemos
sin cuestionarnos
la naturaleza es exigente
no quiero trabajar
no nací para eso
no creo en eso
de que el trabajo es dignidad
Varias personas me escriben casi a diario para preguntarme cómo voy el proceso para dejar de fumar. Cuando digo que vengo bien, todos me felicitan. Es como si se tratara de un éxito colectivo, algo que pone feliz a todo el mundo, como la copa del mundo. Ah re.
Hace unos días leí en Viejo Smoking, el newsletter de Cecilia Absatz, algo que justamente tenía que ver con dejar los vicios:
Algunos logran dejar una adicción a pura prepotencia, de un día para el otro. Dejar de fumar a mí me tomó un año entero. Dejar de comer (demasiado) más de diez años. Pero algo ocurre cuando se logra superar una adicción: se la extraña. No se extraña el tabaco en sí o lo que sea; se extraña la sensación de estar haciendo algo malo. Lo dice muy bien Renton en Trainspotting: “Las calles están inundadas de drogas para el dolor o la desdicha, y las tomábamos todas. Diablos, nos habríamos inyectado vitamina C si solo la hubiesen declarado ilegal.
El año pasado me encontré en la puerta del Puticlú al escritor Pablo Katchadjian. Él había ido al cumpleaños de no sé quién y yo había ido por ir, como hago casi todas las semanas. Entramos juntos al bar y después de charlar un rato en la barra salimos a fumar. Cuando lo hicimos le dije que si estuviéramos en los 70 podríamos fumar adentro sin que nadie se quejara. Él, en tono de chiste, me contestó: “Es como si todo el mundo se hubiera olvidado de la belleza de la autodestrucción”.
Me parece que voy a tener que ir al psicólogo por esto.