La ola de calor es un enemigo del sueño. El ventilador no da a basto y su frescura ya no alcanza: el Liliana me dejó de garpe, algo que creí imposible que sucediera. Además, no puedo dejar el aire acondicionado prendido toda la noche porque el bidón donde cae el agua del desagote se llena, empieza a rebalsar y le cae todo a mis vecinos de abajo -vivo en el último piso-. Este verano descubrí que soy un chico tibio, que me gustan las medias estaciones: siempre voy a preferir el otoño antes que el invierno y la primavera antes del verano. En esa tibieza puedo dormir mejor.
Hace unos años viví un tiempito en San Pablo. No aprendí a hablar muy bien portugués, aunque puedo leer y escribir a la perfección. Las primeras semanas fueron duras. Había tomado clases de portugués antes de viajar, pero no fueron suficientes: sentía que todo el mundo hablaba demasiado rápido y que cada persona tenía su propio acento.
Una noche fuimos con un amigo al teatro Oficina, que es un teatro hecho de andamios. En realidad no es que el teatro sea de andamios, los asientos sí: el escenario es alargado y está a nivel del suelo, al costado hay dos andamios altísimos donde las personas se van acomodando y miran al suelo donde pasa todo. Acá hay un montón de fotos para que se entienda un poco mejor de qué estoy hablando.
Lo que vimos en ese teatro fue una versión de El banquete de Platón. Fue algo realmente increíble. Yo no entendía absolutamente nada de lo que decían, pero igual era todo increíble. Fue una experiencia bastante dionisiaca realmente: pasaban actores y actrices por los andamios medio en bolas, dándote frutas en la boca o te hacían tomar vino del pico de una botella. Sobre el final de la obra me puse a llorar, a pesar de que no había entendido absolutamente nada de lo que habían dicho en las casi tres horas de función. Era la combinación de todo lo que estaba pasando lo que me había emocionado. A veces, esas cosas que son extrañas o deformes pueden ser tan intensas como aquello que entendemos y nos cierra por todos lados.
Muchas veces voy a ver cosas o me pongo a leer libros y textos que no termino de entender del todo pero que igual me conmueven. Algo de esto me pasó la semana pasada cuando fui a ver Obra del demonio, de Diana Szeinblum, una producción incluida en el Ciclo Invocaciones que tuvo como punto de partida a Pina Bausch, la coreógrafa alemana.
En una época tomé clases de danza contemporánea con una amiga que es bailarina. Me gustaba mucho ir. Durante ese tiempo mi cuerpo era más elástico y yo más flexíble. Después dejé las clases y me volví más rígido. Estoy tratando de volver al estado anterior. Todavía no me sale del todo, pero ahí vamos.
No fui a ver muchas obras de danza en mi vida, ni tampoco sé mucho de esa disciplina en particular. Las obras que vi las puedo contar con los dedos de mi mano. Sin embargo, siempre me gustaron mucho todas. La ausencia de relato, la habilidad física de quienes bailan, la abstracción total de los movimientos. Toda esa combinación de supuesta imprecisión -en realidad es la precisión total porque la conciencia que tienen los bailarines al moverse es absoluta- me atrapa, me enreda. Puedo ver algo que me gusta en algo que no entiendo. Puedo disfrutar de un escenario que parece incompleto o que todo el tiempo esconde algo que es casi imperceptible. Sólo hay que saber entregarse -o querer entregarse- para poder disfrutar.
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Mi maratón de poesía me llevó a Cristina Peri Rossi. En verdad no fue mi maratón de poesía sino el trabajo: tengo que hacer notas de libros, pero como no estoy pudiendo leer nada demasiado largo propuse escribir sobre Nocturno urbano, un libro de Cristina Peri Rossi que recopila relatos breves y poemas. Este es uno que me gustó mucho:
Literatura II
“Todo lo conviertes en literatura”
me reprochas, llorando“cuandto te deje, seguro que escribes
una novela contra mí”no exageres, mujer,
no da para una novela
quizás solo para algún poemita
que luego leeré en público
y nadie sabrá que eras tú.
“Todo lo conviertes en literatura”
me reprochas llorando“cuando te deje vas a escribir contra mí”
entonces no me dejes,
te digo, besándote en los ojos.
En el colegio me decían que yo bailaba bien porque era gay. Durante varios años creí que una condición sine qua non de ser trolo era bailar bien. Sin embargo, cuando llegué a Buenos Aires, y encontré a un montón de otros gays bailando, me di cuenta que no todos lo hacían bien. Muchos sí, pero muchos otros no. Tampoco sé exactamente qué significa bailar bien y qué sería bailar mal. Supongo que tiene que ver con el ritmo del cuerpo. Yo mejoré el ritmo de mi manera de bailar después de estudiar piano. Eso me ayudó a entrenar el oído y el oído me ayudó a entrenar el cuerpo. Entonces, como la música pop -y alguna música electrónica- es más o menos igual puedo saber de antemano cuándo hay que bailar lento, cuando hay que bailar un poco más rápido, cuando hay que cambiar los movimientos porque está por cambiar el ritmo y así. Es como ver el futuro del sonido con el oído. Y después traducir la visión en movimientos.
En Trelew hay dos cementerios: uno privado –en las afueras de la ciudad, muy cheto y con un jardín divino– y otro municipal –bastante decadente, cerca del centro, arriba de una loma–. Atrás del municipal hay un baldío. Y atrás del baldío una calle, que a su vez después se convierte en una ruta que te lleva hasta el otro cementerio.
En ese baldío más de una vez aparecen mesas servidas que arman los gitanos del pueblo. Esas mesas servidas son ofrendas, generalmente, para algún tipo de deidad. Son literalmente mesas servidas: platos con comida, copas, bebidas alcohólicas y alguna gallina muerta en la mitad.
Desde que soy chico me obsesionan las mesas servidas. Me encanta ver la acumulación de cosas arriba de una mesa. Me gustan los restos de una celebración. O la montaña de mugre que hay después de una fiesta en la mesa donde antes hubo fantasías y música fuerte.
Termino de escribir esto sobre la hora. Ya es tarde. Barajo la posibilidad de no mandar nada, pero la autoexigencia y el compromiso hacen que me siente en la computadora a las dos y pico de la mañana para terminar de escribir lo que empecé a escribir ayer y que venía pensando desde hace días.
Estoy en Tandil. Vine a visitar a una amiga. Afuera hace frío y yo agradezco el frío del lugar. Buenos Aires está insoportable. El calor ya no es divertido. Mis amigas están durmiendo hace un rato. Aprovecho el silencio para escuchar con los auriculares un disco nuevo que salió y que tenía ganas de que salga.
Cuando uno cambia de escenario la música suena distinto. No sé si será el tipo de aire, la presión atmosférica, la altura o la distancia que hay del mar, pero no todo siempre suena igual en todos lados. Por ejemplo, en aquel momento que vivía en San Pablo las canciones de Babasónicos sonaban diferente. En ese entonces escuchaba mucho Romantisísmico. Cuando caminaba por esas calles de esa mega ciudad brasileña todo sonaba distinto. Tal vez la combinación de idiomas (español en mis auriculares, portugués en la calle) era lo que convertía a la música en otra música. O quizás era que estaba lejos de casa. No lo sé, pero estoy seguro que las cosas no suenan igual si uno se mueve de un lugar a otro.