#96. Alguna mínima estructura
Apuntes sobre una construcción, un poema de Mercedes Halfon y Mariana Enriquez.
Supongo que el calentamiento global y todo eso nos va a matar. Supongo que voy a seguir durmiendo con el ventilador a todo lo que da un par de días —o semanas— más. Supongo voy a seguir despertándome transpirado cada mañana. Supongo que algún día todo esto de la ola de calor va a terminar y ahí, tal vez, sí pueda dormir mejor. O al menos despertarme seco.
En la esquina de mi casa están construyendo un edificio. Buena parte del año pasado consistió en hacer ese pozo gigante que hacen siempre que van a construir algo. Después, semanas y semanas de llenar ese vacío con tierra y concreto. Eso duró bastante tiempo. No me acuerdo bien cuánto, pero sé que fue una tarea de meses. Sin embargo, una vez que dejaron listo el piso, la velocidad con la que empezaron a armar la estructura del edificio y cada uno de los pisos fue muy superior a la lentitud de lo anterior. En mi mente esto iba a ser al revés: poco tiempo para crear el vacío y taparlo y mucho tiempo para levantar la estructura.
Del ruido de la obra ya escribí y sobre ese tema no hablo por recomendación de mi psicólogo.
El proceso para levantar un piso entero del edificio dura dos o tres días, no más. Empezaron a levantar todo hace dos semanas y ya van por la mitad del edificio. Al poco tiempo de arrancar ya habían sacado los andamios que agarraban todo y que cortaban la mitad de la vereda.
Siempre le presté mucha atención a las construcciones en general. No sé si me interesa la arquitectura en sí o más bien las estructuras en general. Armar algo. Levantar una cosa. Arraigar una edificación al piso.
Hace casi un año le escuché leer a mi amiga Mercedes un poema que escribió que justamente tiene que ver con esto, con las estructuras. Me volví bastante fan de este poema y, como si se tratara de un hit de Aspen, siempre disfruto mucho de leerlo y de compartirlo cada vez que encuentro una oportunidad:
La choza
Miro el cielo por entre las ramas quietas
como un esqueleto azul.
Con mi hermano jugamos a la choza
yo no sé, José, por qué estos palos
no se quieren agarrar a la tierra
qué mal se nos ha dado la construcción
una vida tratando de crear una estructura sólida
como cuando mamá te regaló
una olla buena de acero inoxidable
pero al tiempo la vimos en el fondo del terreno
los pájaros y los perros bebían de ahí.
Siempre envidié la performance de la música. Es decir, lo que le envidio a las personas que hacen música es justamente que “hacen” algo delante de otros. Y lo más poderoso de eso es que el efecto es inmediato, nadie puede apagar sus oídos en medio de un recital. Puede irse, pero hasta eso es una respuesta a lo que está pasando arriba del escenario.
La escritura es una disciplina más solitaria y, para ser sincero, sería muy aburrido ver a alguien “hacer” un texto: triste y solitaria imagen la de una persona sentada delante de una computadora tipeando. Todo esto lo pensé la semana pasada, cuando estaba en Tandil, en medio de un recital de Mi Amigo Invencible. Físicamente estaba en ese lugar, enganchado con la música y con bailar y con cantar, pero mentalmente pensaba en la envidia que me daba que haya un grupo de gente poniendo el cuerpo para mostrar algo. Envidié que la obra necesite estar arriba de un escenario.
Digamos que la lectura sería como la parte performática de la escritura, aunque mucho menos emocionante que tocar en una banda. Subirse a un lugar o pararse en la mitad de una sala y empezar a leer, eso sería el show de la escritura. Pocas veces leí en público y las veces que lo hice me puse muy nervioso. Además, cada vez qu elo hago me agarra una especie de síndrome del impostor: como no escribo poesía, ni narrativa, siento que no tengo nada para leer. Generalmente, cuando me invitan, llevo textos de otras personas. Por eso pienso que si fuese músico sólo haría covers.
Mientras duraron los andamios en la vereda, cada vez que pasaba por la obra, miraba para arriba. Veía a los obreros ir y venir. A veces comían sentados en los bordes de la estructura de caños metálicos o sobre las vigas amarillas que están usando para armar el edificio. Cuando hacían eso me preguntaba si no les daba miedo caerse, si alguno no tendría vértigo y si se reirían del que lo tuviera. Si le decían sos un cagón al que no se animara a sentarse a comer con las patas colgando.
A veces también los espiaba desde la ventana de mi cocina, que justo da en dirección a la obra. Vivo en un séptimo piso y el edificio recién va por el cuarto –van a ser diez–, así que podía ver todo lo que hacían: el display de roces entre ellos, la manera en la que se dormían una siesta bien temprano, apenas abría la obra, hasta que arrancaban a laburar. Mi ejercicio voyerista tenía múltiples intenciones: odiarlos por el ruido que hacían y adorar a algunos otros que se paseaban tonificados, sin remera, llevando y trayendo bolsas de cemento o materiales.
La mejor postal de los obreros es la de Chico Buarque, es decir, su canción “Construção”. Se publicó en 1971 y es un tema rarísimo. Increíble, pero rarísimo. La instrumentación, los arreglos. Un loco total. Y en la letra Buarque va y viene entre la instantánea de la vida de un obrero en su trabajo y algo más grande, algo que excede a ese recorte y que tiene que ver con una manera de estar en el mundo: Buarque usa al obrero para describir la vida en el mundo moderno, es decir, la alienación total.
Hace un par de semanas me encontré con mi amiga Mailen y hablamos de esta canción. Después vimos un video de un cover que hizo Fito Páez de este tema. Fue en un concierto donde tocó muchas cosas del cancionero popular latinoamericano. La versión que Fito hizo de “Construção” es un loco también, más arrabalera, con bandoneón y todo. Digamos que trasviste la canción, le saca la playa de Brasil y le mete el adoquín de San Telmo. Pero la esencia de todo está ahí porque la estructura del tema es igual, sólida como la original del 71. O como la amistad con mi amiga Mailén. O como la música que escuchamos juntos, que aunque no se ve y flote en el aire es imposible de romper.
Lo más parecido a un rockstar que tiene la literatura es Mariana Enríquez. Hace unos días lo comprobé cuando la fui a ver al Teatro Coliseo. Hizo algo así como una lectura performática. La sala estaba llena y me pareció delirante: cientos de personas yendo a escuchar a una señora leer. En un momento leyó dos textos con un tono más personal: uno sobre un romance fugaz que tuvo a los 30 en París y otro sobre el día en el que dejó de tomar cocaína.
Por supuesto que me gustó más el segundo que el primero (un saludo para Enrique Symns). En su texto, Mariana escribe sobre la avenida Córdoba, que es justo la que pasa por la esquina de mi casa. Dice que es una calle “aburrida y un poco peligrosa, una especie de límite, un lugar ausente y tenebroso”. En alguna de las cuadras de Córdoba, a principios de los dos mil, había un antro que se llamaba Búkaro y en el que Mariana pasaba varias noches y varias mañanas y en el que un día decidió dejar de tomar cocaína:
Una noche tan intrascendente e intensa como las demás —en esa época aprendí que ese dúo es posible— me metí en el baño del Búkaro a tomar un tiro, como tantas otras noches. Cuando iba a encender la luz, me di cuenta que no hacía falta. En el baño era pleno día. No tenía techo, el baño. Y el sol brillaba en el cielo de otoño totalmente solo, sin nubes, en medio del azul más límpido que se pueda imaginar. Por la posición, debía ser el mediodía. Yo creía que, como mucho, serían las 4 de la mañana.
Ese sol fue mi límite. No fue una revelación ni me caí de culo como San Pablo de camino a Damasco pero recuerdo que me sentí muy patética. Muy sola y muy triste. Me tomé el tiro igual pero en vez de quedarme en el Búkaro salí a caminar. Caminé por Córdoba, casi vacía y hostil bajo el sol de ese domingo al mediodía; yo no tenía hambre, si un poco de sed de cerveza.
Fue la última vez que tomé cocaína. No pienso en el sol de ese día como una especie de llamada de la vida: el sol mata, es desierto, es deshidratación, es una estrella cercana que va a morirse y matarnos, es la crueldad del verano con sus olores, es la migraña y la ceguera. No fue eso: es que me di cuenta que era tarde. Que no quería pasar otro mediodía en un baño con cocaína color rosa dentro del papel celofán de los cigarrillos. Que ya estaba bien de estar triste y aburrida, que era vanidoso y obsceno estar tan obsesionada conmigo misma. Así dejé de tomar, en seco. El Búkaro cerró: creo que mataron a un chico ahí adentro, a cuchilladas, y nadie encontró el cuerpo hasta muy tarde, o les dio miedo llamar. No sé cuándo fue. Busqué la noticia pero no está online o no la encuentro. Ahora me pregunto, sin embargo, si ese muerto habrá existido. Si el lugar de verdad se llamaba Búkaro o nosotros lo llamábamos así. Y me impresiona cuántas vidas perdí y olvidé en mi propia vida.
Me paro sobre la escritura. Ese es el piso que me sostiene. No imagino una vida sin escritura. Imaginarme eso sería imaginarme como alguien que piensa sin pensar, es decir, como una persona que no puede estructurar las ideas. Leo cosas de otros, a solas y en público, todo el tiempo. La mayoría de las veces pienso que escriben mejor que yo, pero eso no me desanima, sino que me obliga a volver a intentarlo sólo para parecerme un poco a alguien que me supera. O para robarles alguna idea. Mi estructura son las palabras. Son el andamio que uso para levantarme o en el que me siento a almorzar, con las piernas colgando para abajo, sin tener miedo a caerme.
Este es el primer newsletter que leo y me gustó mucho, escuché las canciones y leí la poesía. Gracias por compartir tus letras, las hice mías.