#1. A veces es mejor hacer silencio
Unas ideas sobre personas que decidieron callarse, un puñado de cuentos que narran mi generación y una entrevista de Fito Páez de hace 30 años acerca de la nostalgia y el tango.
Debería resolver el tema del piano. Hace varios años que tendría que haberme ocupado de eso. ¿Qué iba a hacer? Apenas entraba una cama en mi anterior departamento, no podía tener un piano ahí. Ahora, en esta nueva casa en la que vivo, sí entra, pero no sé si quiero volver a tenerlo. Se lo podría vender a mi amigo, hace como siete años que lo tiene en calidad de préstamo. O se lo reclamo y vuelvo a tomar clases.
Ayer toqué un poquito, después años. Fue en el quincho de una casa que tiene un cementerio de tazas en el techo. Era un piano vertical alemán, color marrón oscuro. Estaba un poco desafinado y a una de las teclas le faltaba el marfil. Ahora dudo si las teclas eran o no de marfil. Toqué la melodía de dos canciones de Charly. No me salió muy bien, tengo las manos oxidadas.
Tocar el piano es como escribir, es una gimnasia que si no practicás se te entumecen los músculos.
El verdadero problema es que no sé leer música. Miento. Sé qué significa cada cosa, pero leo lento. Debería practicar si quiero volver a tocar. Le escribí a una profesora de piano para saber si estaba dando clases, pero no me respondió. Debe estar durmiendo a esta hora. Ella seguro puede dormir bien. En cambio, yo escribo esto para tratar de ordenar las ideas que dan vueltas en mi cabeza, mientras doy vueltas en la cama.
I. Silencio
Siempre pienso en lo subestimado que está el silencio: cada vez todo es más ruidoso y cada vez, en todos lados, se habla más a los gritos. Me gustan esos amigos con los que comparto el silencio, ratos largos sin decir nada, cada uno en la suya, atento el otro sólo por proximidad física y emocional.
Una vez, después de un recital de una una banda de punk, escuché a la escritora Silvina Giaganti decir que el destino de las personas sensibles es el silencio. Desde entonces no paro de pensar en eso y cada vez digo menos cosas sobre los “temas importantes”, simplemente porque no tengo nada para decir. No hay que decir algo sobre cada cosa que pasa.
Cada vez disfruto más de esos artistas que decidieron callarse un tiempo para producir algo nuevo o, directamente, no volver a hacer nada.
El primer ejemplo que se me viene a la cabeza es el de Fran Lebowitz, la escritora y periodista norteamericana que volvió a circular mucho por una serie documental que salió por Netflix hace poco. Ella empezó su carrera en los setentas y desde entonces solo publicó tres libros: Metropolitan Life (1978), Social Studies (1981) y Mr. Chas and Lisa Sue Meet the Pandas (1994).
Los primeros dos son sobre ensayos acerca de la vida en las grandes ciudades, específicamente en Nueva York. El tercero es un libro para niños, con cuentos, y desde que salió nunca más volvió a publicar: dice que tiene un “bloqueo de escritor”. Hace casi 30 años que está trabada en una novela sobre un grupo de ricos que quieren ser artistas y unos artistas que quieren ser ricos. Sin embargo, a ella no le molesta no producir y entiende que lo que tiene para ofrecer ahora es una manera de estar en el mundo: un punto de vista sobre la vida cotidiana que no puede plasmar en un texto, pero sí en una entrevista o directamente en su propia vida.
El silencio como una manera de estar en el mundo.
Otro ejemplo más cercano de esto es María Gainza, la autora de El nervio óptico y La luz negra. Durante diez años escribió sobre arte en el diario Página/12: en sus textos armaba perfiles de artistas que iluminaban sus vidas y sus obras. Uno de sus mejores artículos es sobre el fotógrafo Alejandro Kuropatwa (además es de mis artistas preferidos). Después de todos esos años en el diario simplemente un día dejó de escribir: por un lado, ya no tenía ganas de hacerlo; por otro lado, sentía que ya no tenía nada para decir sobre la escena que se estaba armando en Buenos Aires. Un gesto de honestidad intelectual, que se convirtió en angustia para los lectores.
Sin embargo, después de abandonar el diario y su carrera como crítica, se puso escribir su propia obra de ficción y el resultado fueron dos novelas impecables, en donde la mirada de Gainza sobre el arte aparece todo el tiempo. Con esos libros casi que inventó un género: historias que mezclan la biografía propia, con la historia y la crítica del arte.
El silencio como un motor para producir algo nuevo.
La decisión de “callar” no es solo de las escritoras y escritores, también existe en la música. A mediados de los 80 Daniel Melero formó la banda Los encargados, una banda muy buena y algo olvidada, que con su único disco condensó todo lo que circulaba en la música argentina de esa década: mezclas de rock con música electrónica, canciones para bailar en la disco o para escuchar arriba de un taxi en una noche bien oscura, camino a una fiesta en el microcentro.
El disco de Los encargados es realmente impecable, de hecho tiene una canción que es clave dentro de la música popular argentina: “Trátame suavemente”. El tema se hizo mundialmente conocido gracias a la versión de Soda Stereo, incluida en el primer disco de la banda de Cerati. Sin embargo, después de ese primer disco la banda se disolvió y Melero se metió de lleno con su carrera solista para entregar joyas como los discos Travesti y Colores santos (este último con Cerati).
El nombre de ese único disco Los encargados es Silencio.
II. Unas canciones que canté en secreto
Hace unos días con un amigo decidimos ver videoclips de principios de los 2000 que nos hayan marcado, o que nos parezcan icónicos. Entre la selección apareció: “Don't let me get me”, de Pink; “Complicated” de Avril Lavigne e “Influencia” de Charly García. Para mi yo del pasado estos tres videos tenían cosas que me volvían loco: la historia de una chica incomprendida en su escuela, un grupo de adolescentes rebeldes que rompen un shopping y un tipo que usaba ropa de mujer y se pintaba los labios. De alguna forma esas imágenes me hacían sentir que mi identidad era una mezcla de esas tres cosas.
Gran parte de mi infancia está marcada por la música. Mientras estaba en el colegio primario en mi casa sonaban Dónde están los ladrones, de Shakira, y también Sin restricciones, de Miranda. Mi hermana mayor tenía el primero en cassette y el segundo era un disco pirata. Amaba con locura esos dos álbumes, pero a la vez sentía vergüenza por escucharlos. ¿Por qué un niño de 9 o 10 años estaba perdido en ese templo del pop? A mi alrededor todos jugaban a la pelota o a romper los vidrios de las casas abandonadas del barrio donde vivía en Trelew.
Me encerraba y me escondía para escuchar esas canciones, así no tenía esa sensación extraña encima. En la infancia y la adolescencia todo es dramático, alegre, doloroso, claro, confuso, orgullo y vergüenza.
Todas esas emociones aparecen en unos cuentos que estuve leyendo estos días. Están en Nada nos puede pasar, el primer libro de Nicolás Teté, que salió por Blatt & Ríos. Hay algo en esos relatos, en esos chicos perdidos en alguna provincia del país, que hacen eco en mi cabeza: la desesperación por dejar el pueblo, la promesa de Buenos Aires, la expectativa sobre el primer amor, la ansiedad por triunfar y, sobre todo, por no fracasar. Relatos breves e intensos que muestran que esa confusión de la infancia y la adolescencia está presente siempre, solo que va cambiando de forma.
Todas esas cosas que marcaron nuestros primeros años de vida -canciones, discos, novelas, iconos del pop- quedan grabadas en nuestra cabeza y son parte de nosotros, nos hacen quienes somos. Es que la identidad es como un pedazo de arcilla: para que se convierta en algo, en aquello que queremos, hay que centrarla, moldearla y trabajarla. Sin embargo, depende de la habilidad del alfarero -y de la música que escuche- poder conseguir lo que quiere. Sin su habilidad la arcilla no es más que un objeto inerte que no sirve para nada.
III. Tango que me hiciste mal y sin embargo te quiero
En 1989 le hicieron una entrevista a Fito Páez en Quemándose vivo, un programa de entrevistas que hacía Sergio De Loof en su bar Bolivia. Era un programa para hablar “de esa mínima esencia que nos mantiene vivos”. La entrevista es increíble y me encantaría transcribirla entera, pero no quiero hacerla muy larga. Por suerte, el Museo de Arte Moderno la rescató y está en YouTube.
En esa nota Fito dice que Argentina es “un lugar signado por una gran melancolía que cubre todo”. Para él, adentro de esa melancolía está el tango, “que es un karma, pero que a la vez es el touch de este lugar”. Sin embargo, ese touch generó una especie de “hiper-inconsciencia que funciona en el tiempo y con la gente y con las generaciones”: al final del día todo termina tenido por esa idiosincracia arrabalera.
En ese momento él contó que se iba del país porque no tenía un mango. Lo dijo en dos entrevistas: una a Clarín y otra a Página/12. Después, se armó todo un revuelo y apareció el tango y el fantasma de la melancolía de todo el mundo: cómo podía ser que Fito Páez se vaya del país. Es que para él, en la Buenos Aires de ese entonces, había un fantasma que hacía que la gente dijera “estamos acá y estamos mal, hay que irse o hay que quedarse para hacer funcionar algo”.
Cuando la vi por primera vez me sorprendió que, después de 30 años, ese fantasma siga en las calles de esta ciudad, en la mente de las personas, incluso en la mía y la de mis amigos. Para Páez el problema es que siempre se le echa el fardo a otro (el poder, la política, el sistema, la economía) y que eso, de no asumir el problema como propio, “funciona en contra del humor que es lo que te permite vivir”.
En ese momento Fito dijo que “los problemas no se resuelven nunca en ningún lado” y que la llave para sobrevivir es “aprender a funcionar en el barro”. Funcionar igual, acá, en este lugar caótico que cada día existe un poco menos. Encontrar puntos de fuga para seguir: charlar con amigos, pintar, leer, tocar el piano, bailar en una fiesta. Hacer algo que te ayude a vivir.
Creo estoy escribiendo esto ahora justamente para descubrir eso, para tratar de entender cómo funcionar en el barro.
Y también para poder dormir mejor.
Me encantó el disco que recomendaste, cuando llegué a esa parte seguí leyendo mientras lo escuchaba y la experiencia agarró otro vuelo. Me encanta lo que estás haciendo :) gracias
Me senté con mi café a leerte en silencio. Muy lindo, gracias!