El momento de vacas gordas –dormir ocho horas todos los días– se terminó. Confirmo lo que siempre sospeché: todo lo bueno dura poco. Esta semana, se hizo difícil ir a la cama temprano, descansar, amanecer fresco y lúcido. Muchas obligaciones, muchos planes. Me cuesta bajarme de cualquier cosa. Siempre pienso que puedo seguir un poco más. Que algo mejor puede pasar. Aunque al final no pasa nada.
Supongo que volví a fumar porque nunca dejé de fumar del todo. Desde que empecé, siempre tuve temporadas, nunca fui un fumador regular. En algún momento dejo y en algún otro momento retomo. Con el resto de las cosas de mi vida soy un poco más constante, por ejemplo: empecé a escribir y publicar notas a los 18 años y sigo en eso. Esto está muy bien, es más sano escribir que fumar –depende–. Sin embargo, a diferencia de las otras veces en las que volví a fumar, después de una temporada de pulmones limpios, ahora me siento con un poco de culpa. Ya no disfruto de los cigarrillos como antes y empiezo a pensar que realmente es un mal hábito, pero qué le voy a hacer, no estoy pudiendo abandonarlo. Todos tenemos un pequeño granito en el culo que no sabemos cómo sacarnos de encima, a pesar de que nos molesta tanto. De todos modos, creo que el tema de la culpa tiene que ver con que mi regreso al sector fumador fue de la mano de cigarrillo industriales –¡y mentolados!–, antes me los armaba y me autoconvencía, como todas las personas que rolan sus puchos, de que eran “más sanos”.
La semana pasada fui a La Plata a conocer la casa nueva de mi hermano –muy linda por cierto–. Cuando me desperté de la siesta vi en Instagram que ese mismo día mi amigo Mariano tocaba ahí. Decidí quedarme e ir al show esa noche. Cuando fui hasta el lugar tenía que esperar a que mis amigos volvieran para poder entrar: llegué justo cuando ellos se fueron a tomar un helado. Me quedé en la vereda, fumando. Pensé en que eso que estaba haciendo era uno de los principales motivos por los cuales había vuelto a fumar: el cigarrillo es un compañero para los momentos de espera y si encima son en una esquina perdida de La Plata y de noche, fumar mirando la nada le agrega un condimento relativamente sexi a la situación –no, no es sexi, ya sé, hace mal, pero qué me importa, sostengo mi vida gracias a fantasías que me armo–.
En Lugares donde una no está, el libro con la poesía reunida de Laura Wittner, encontré un poema que habla de fumar. Está en El pasillo del tren, una plaqueta que publicó en 1996:
Ventajas de fumar
Los pensamientos son silenciosos como sombras,
oscuramente torpes al maniobrar
en la noche cerrada
hacia una idea sobre algo.
El cigarrillo que se enciende
con su señal ígnea en equilibrio
permite contemplar los pensamientos.
Camiones que rompen filas
en lenta marcha atrás: cada cual
hace su maniobra y se aleja
y se pierde, por el camino oscuro.
Me gusta eso de “contemplar los pensamientos”. Uno podría pensar que el teléfono es como el cigarrillo del siglo XXI: cuando estás sola en un bar mirás stories o twitts, pasás el tiempo, un objeto te hace compañía. Pero la diferencia es que mirar stories no es tan sexi como fumar un pucho mirando la nada y, sobre todo, el brillo del celular y el frenesí de ceros y unos que llenan la pantalla nunca te dejan contemplar los pensamientos.
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Supongo que no soy tan canchero como me gusta creer porque hace unos días, en El Cuartito, un lector de –creo– este newsletter me saludó desde lejos, me dijo “me encanta lo que escribís” y en vez de decirle gracias o ir a saludarlo, apenas le levanté la mano y salí corriendo a un chino a comprar unas birras: me dio mucha vergüenza y mucho pudor.
Querido lector: gracias por tus halagos y por el saludo. Perdón por ser tan boludo. No te merezco. Espero que tus ojos no me abandonen cada sábado –o domingo–.
Supongo que me enamoré más de la idea que de la persona. Siempre es así. Sé que escribir esto es repetir un lugar común, que la idea de que uno se enamora de la idea es una idea muy manida. Pero bueno, uno no puede escapar de esas esquinas por las que todos pasan. Por eso son lugares comunes. Además, lo único que tengo es eso: una idea. No puedo enamorarme de un tipo que no conozco y mucho menos de uno que está muerto. Pero sí puedo enamorarme de la idea que tengo de él. Es lo que me imagino de Frank O’Hara lo que me gusta. Implantar en mi cabeza imágenes de él escribiendo esos poemas donde todo es relax y todo es importante. Su literatura es una certeza liviana, no tiene el peso de las verdades absolutas, pero sí tiene la misma intensidad:
Mañana
Debo decirte
que siempre te amo
pienso en ello en grises
mañanas con la muerteen la boca el té
nunca está debidamente caliente
entonces y el cigarrillo
seco la bata marrónme da escalofríos te necesito
y miro por la ventana
la nieve silenciosaDe noche en el muelle
los ómnibus brillan como
nubes y me siento solo
pensando en flautaste echo siempre de menos
cuando voy a la playa
la arena está húmeda de
lágrimas que parecen mías
aunque nunca lloro
y te abrazo en mi
corazón con un humor
muy real del que te enorgullecerías
el estacionamiento está
repleto y me quedo de pie
haciendo tintinear las llaves el auto
está vacío como una bicicleta
qué estás haciendo ahora
dónde comiste
para el almuerzo y había
muchas anchoases difícil pensar
en tí sin mí en
la oración me deprimes
cuando estás soloAnoche las estrellas
eran innumerables y hoy
la nieve es su tarjeta
de visita no seré cordialno hay nada que
me distraiga la música es
sólo unas palabras cruzadas
ya sabes cómo escuando uno es el único
pasajero si hay
un lugar más lejos de mí
te ruego que no vayas
Supongo que eso de no sentir pertenencia, de lo que hablaba la semana pasada, tiene que ver con que siempre hice muchas cosas, muy diferentes entre sí. Mientras esperaba que mis amigos llegaran, fumando en una esquina de La Plata, una ex compañera del secundario pasó caminando. No la veía desde que terminamos el colegio, es decir, hace más de 10 años. Tardé un poco en reconocerla, pero enseguida pude matchear su cara con su nombre. Se acercó a saludarme. Me contó que le habían contado que yo había sacado un libro y me felicitó. Le agradecí el saludo y le dije “vos cómo estás”. Ahí ella me dijo que bien y que muy contenta porque tenía como una suerte de centro de estética: después de un derrotero universitario –quizo estudiar medicina, veterinaria, abogacía y administración de empresas–, decidió hacerse cosmiatra y ahora tiene su propio local. Acto seguido, me preguntó “qué es de tu vida” y yo hice agua. No encontré la forma de resumir poco más de una década en una small talk. Simplemente contesté: “Soy periodista”. Eso es cierto, es una verdad, pero también soy un montón de otras cosas. De hecho, si hoy honesto, dedico la mayor parte de mi tiempo a hacer cosas con tecnología: bots que te dan información sobre cuestiones médicas, aplicaciones para geolocalizar servicios de salud sexual y hasta repositorios académicos. Pero ese es como mi rol útil en este mundo. Cuando hago eso soy como Superman. Pero el resto del tiempo –y cuando me presento ante alguien– digo que soy Clark Kent, periodista.
Supongo que lo que más disfruto de estar con Mailén es el silencio. Con esto no quiero decir que me gusta cuando no hablamos, sino cuando nos quedamos callados para que pase otra cosa. Esa “otra cosa” es escuchar música. Hace unos días vino a cenar a mi casa y después de comer nos quedamos en silencio como hasta las tres de la mañana haciendo sonar varios discos completos. Si hablábamos era sólo para comentar el álbum que acabábamos de escuchar. No es tan fácil compartir con alguien el silencio, generalmente llenamos todo de palabras o conversaciones intrascendentes. Pero el silencio, ah, divino tesoro.
En unos días Mailén se va de viaje unos cinco meses. A modo de despedida el viernes hizo un recital muy especial, lleno de amigas y amigos que tocaron y cantaron con ella. El set era un hermoso homenaje a todos esos Mtv Unplugged con los que crecimos: veladores y luz tenue por toda la sala. Esto ya lo escribí –cuando mi amigo Juan se fue a México a finales del año pasado–, pero me gusta saber que Mailén está orbitando en la misma ciudad que yo, aunque no la vea todos los días. Ella, al igual que Juan, son parte de lo que me gusta de Buenos Aires. Imagino que es eso lo que me genera un poco de tristeza, ahora que se va. Vuelve dentro de un rato, ya sé, pero bueno. Soy víctima de un Dios, frágil temperamental, y de una nostalgia que siempre llega por adelantado. Mailén todavía no se fue y yo ya la extraño.