Se supone que acá, en el comienzo, tendría que hablar de cómo dormí esta semana. Pero no puedo. Tendría que decir que durante varias noches me quedé dormido en posiciones extrañas. Que eso se tradujo en un dolor de cuello bastante intenso y bastante molesto. También tendría que contar que conseguí irme a la cama temprano casi todos los días y juntar varias horas de sueño, pero que el tema de la postura arruinó el descanso. Tendría que decir todo eso, pero últimamente me está costando escribir. Esto es una condena. Incluso cuando logro descansar bien, irme a la cama empantana mis días. Si no es el insomnio, es una contractura.
Perdón, pero hoy no voy a poder escribir lo que tenía en mente. Claudiqué. Dije: no escribo nada, ya está. Dije: mejor escribo porque algo tengo que mandar. Dije: me quedé sin ideas. Dije: estoy lleno de ideas. Dije: no tengo tiempo. Dije: voy a encontrar el tiempo. Dije y pensé muchas cosas, pero no hice nada: finalmente no escribí. Pido perdón por la verborragia, lo que me pone así –boludo– nace desde la culpa que genera la autoexigencia y esa obsesión por no querer fallar nunca.
Pasé los días pensando y pensando sobre qué escribir, pero no encontré nada de nada, ni tampoco tuve el tiempo necesario para poder desarrollar, un poco más, los pequeños destellos de lucidez que aparecieron en mi cerebro. Quiero ser honesto porque los mails se escriben así, con honestidad, con el corazón en la mano porque son las cartas del Siglo XXI. Siempre que pienso en los mails, me acuerdo de aquel texto de Pedro Mairal en el que se disculpa con los editores de la revista Orsai, por no poder entregarles la nota que les prometió, y en el que también dice:
El mail es un género no contaminado todavía. A veces me gustaría recuperar mails que le mandé a gente en los que me parece que lograba decir algo que quería decir. Los mails todavía son un refugio al que no llega la radiación literaria. La gente escribe mails con toda naturalidad, cuenta con gracia las cosas, y después las quiere poner en un cuento o una novela y las arruina con palabras como «rostro pensativo», «allí», «luz cansina». Esa es la radiación literaria, que va mutando en tics de la época: el superyo que cada generación considera que es Literatura con mayúscula.
Fue una semana intensa. Llena de estímulos y dispersiones. También de exigencias, música y despedidas. Fue como andar por la calle Corrientes a las nueve de la noche: una experiencia frenética. De esto no me había dado cuenta hasta el jueves pasado, cuando fui al teatro con mi amiga Melina. Fue abrumadora la cantidad de estímulos que encontramos en las dos cuadras que separaban el teatro del bar donde tomamos una sidra, en medio de este veranito porteño que estamos atravesando en pleno invierno. Doscientos metros fueron suficientes para ver: famosos, turistas, gente pidiendo comida y plata, oficinistas que volvían apurados en sus casas, maricas, tortas, travestis, un cantante de tango, un imitador de Sandro, las luces de los carteles, el ruido de los autos y los colectivos, una fila interminable de gente para comer una pizza. Dos cuadras bastaron para ver toda Buenos Aires. Pero mientras caminaba, me torturaba porque se iba terminando la semana y mi cabeza se mantenía en blanco, sin una idea para escribir, sólo con unas anotaciones olvidadas en mi teléfono que no me servían para nada.
Y, finalmente, la semana terminó y no había ningún texto en mi computadora, ni tampoco la posibilidad de hacerlo porque en cuanto terminé de trabajar tuve que salir apurado para no llegar tan tarde al festejo de cumpleaños de mi amigo Agustín, a quien amo profundamente. Entonces pensé en escribir sobre él, pero ya era tarde. Además, lo que tenía para decir sobre Agustín era demasiado cursi y demasiado nuestro ¿Qué iba a hacer? ¿Contar que me parece una de las personas más sensibles e inteligentes que conozco? ¿Escribir “Feliz cumpleaños amigo, estoy escribiendo esto para vos, te amo mucho”? Imposible. Jamás lo haría. Jamás escribiría eso: feliz cumpleaños amigo, estoy escribiendo esto para vos, te amo mucho. Jamás.
Todos los planes de la semana fueron más tentadores que sentarse con el Word. El otro día, caminaba por Corrientes porque iba a ver La mujer fantasma, la obra de Mariano Tenconi que se estrenó esta semana en el San Martín. Pensé que tal vez ahí encontraba algo de escritura, la punta de algún hilo del cual tirar. Pero no. Solo tuve energía para mandarle un mensaje de audio a Tenco para felicitarlo, para decirle cuánto me había emocionado su obra y para pedirle que me comparta el texto porque me daban muchas ganas de leerlo. Quería escribir sobre cómo escribe Mariano y sobre cómo le entiendo cada vez más su gramática –ya vi varias obras suyas–. Lo que me empieza a pasar es que puedo descubrir las conversaciones que hay entre cada una de sus puestas en escena. También me hubiese gustado hablar de la pregunta por las cosas útiles y las inútiles, algo sobre lo que él ya escribió en un ensayo muy lindo que se llamó “Contra lo útil”. Todo el tiempo vuelvo a ese textito y entiendo que las cosas no tienen que necesariamente servir para algo. Todo esto se dispara a partir de la pregunta ¿para qué sirve el teatro? “Yo creo que sólo las cosas inútiles son imprescindibles para el alma”, dice Delia, cuando empieza La mujer fantasma. Y yo, en este momento en el que no puedo juntar dos ideas en dos oraciones, me siento consolado por esa afirmación porque pienso que lo que intento escribir cada semana es algo que no sirve absolutamente para nada, entonces, es algo imprescindible para el alma. Pido perdón otra vez, me puse solemne. Es que los mails son lugares para relajarse y también para ser así, solemne. Toda la ironía y la acidez que tengo cuando hablo, la pierdo cuando escribo. En vivo soy Charly García. En texto soy Victor Hugo Morales.
Si me hubiera propuesto escribir sobre la obra de Tenconi no habría podido: no es mi área, no me siento del todo cómodo. Esa incomodidad es la que me arrastra hasta acá, hasta este momento en el que no sé qué decir, al mismo tiempo que no puedo dejar de pensar en el otro ¿debate? que propone La mujer fantasma sobre hacer arte comprometido o hacer obras a partir de lo intrascendente. Siempre doy vueltas sobre esa disyuntiva. Muchas veces me siento mal cuando no comparto posteos de Instagram sobre lo que pasa en el país. Sin embargo, siempre llego a la misma conclusión: no le encuentro mucho sentido. Todo el tiempo aparece la idea en mi cabeza de que soy un snob, que escribo sobre cosas estúpidas que no le importan a nadie. Sin embargo, al final del día, confieso, no me siento mal porque me doy cuenta que todo está mezclado, que las idioteces de la vida cotidiana están metidas en este mundo gris, inflacionario y de derecha. Sobre el final de La mujer fantasma una voz en off dice:
Literatura de la vida privada. Hacer arte de situaciones intrascendentes. O hacer arte comprometido. Hacer un teatro preocupado por los problemas sociales. ¿Qué es lo íntimo? ¿Qué es lo político? A estas alturas, mejor dejarse de tantas preguntas. Es hora de ponerse afirmativa. Porque en esta obra lo íntimo se convierte en político. [...] Pero no lo olviden. Es ficción. Es teatro.
Fui poco asertivo toda la semana. Di vueltas con todo. No concreté nada. Ganó la procrastinación. Hasta las acciones más chiquitas costaron el doble y sobre todo hubo dudas. Por ejemplo, desperdicié unas cuantas horas de la semana pensando en si compartir o no una foto que nos sacaron a Joaquín y a mí dándonos un beso. La imagen era muy linda, pero me parecía muy de cornuda subirla a Internet. Soy un militante acérrimo de la anticornudez, nada me genera más rechazo que las personas que exhiben la felicidad que les provoca su vida en pareja. Supongo que esto tiene que ver porque tengo más estima por la vida con amigas que por la vida en pareja. Me puedo imaginar una vejez sin novio, pero no una vejez sin amigas. Si hubiese compartido la foto me hubiera traicionado a mí mismo y en este sentido soy igual que el Juez Oyarbide: “Yo soy trolo y peronista, pero no soy traidor”. Por eso, finalmente, no compartí la imagen. La dejo acá abajo para que se entienda el exceso de cursilería que hubiera implicado hacerla pública:
El día que había programado guardarme para escribir, terminé en un piso 29 escuchando el disco nuevo de Mi Amigo Invencible, Arco y flecha. Fue ahí que nos la sacaron la foto del beso, en la presentación del álbum. Con una mano en el corazón: me parecía más divertido ir a bailar el disco de mis amigos que quedarme en casa, adelante de la computadora y con una hoja en blanco.
Ante mi desesperación y mi “creo que esta semana no voy a escribir nada”, Joaquín me dice que escriba igual, lo que sea, pero que escriba, así lo puede leer desde el aeropuerto de Lima, en medio de una escala larguísima. Pero no sé si voy a llegar a hacer algo para que él lea mientras espera que pasen las horas. No creo que pueda escribir “lo que sea” para poder aliviar su intervalo aéreo. Y sin embargo, como pasa con la situación de mi amigo Agustín, jamás podría decirle: “Joaquín, no sé si voy a poder escribir algo, cualquier cosa, lo primero que me se me venga a la cabeza, para que tengas algo para leer mientras esperás que salga tu próximo vuelo”. No lo quiero decepcionar. Entonces, no le digo nada.
Tampoco podría escribir del disco de los invencibles porque hice una nota larguísima para el diario en el que trabajo sobre Arco y flecha –una nota que sale mañana domingo–. Entre el día que entregué aquel texto y el momento en el que tuve que hacer otro para mandar por mail, no aparecieron nuevas ideas y repetir lo mismo no me pareció un buen plan. No quiero convertirme en una copia de mi mismo, en un apunte de universidad fotocopiado infinitas veces, por los siglos de los siglos. Amén. Siempre odié el simulacro de uno mismo y sin embargo acá estoy, haciendo el drama del yo. Además, es muy difícil sentarse a escribir cuando tenés encima la emoción de escuchar un disco nuevo, de descubrir canciones y melodías que hasta entonces nunca habían entrado en tus oídos. Esa sensación de satisfacción que provoca la novedad va a en contra de la concentración.
Escuchar un disco completo es algo que me gusta mucho: soy una persona muy sigloventista porque sólo escucho discos de principio a fin. No escucho singles, ni temas sueltos. Pongo play a un álbum y no lo cambio hasta que termina. Lo que pasa es que pienso a a los discos como si fueran libros: cada canción es un capítulo y juntas forman el todo, la novela. Es imposible leer capítulos sueltos de una novela y entender de qué va o cuál es el sentido de la trama.
Siempre digo que esto es un diario del insomnio, de todas esas cosas que se aparecen en mi mente cuando no puedo dormir. Pero esta semana no hubo insomnio, tampoco tiempo, ni concentración. Me ganó el cansancio. No pude organizar mi cabeza. Me dejé vencer por el paso de los días y las distracciones. La rutina me pasó por encima. No pude escribir sobre todo lo que quería escribir. Pero bueno, así funciona la escritura: a veces sucede y a veces no. Hay textos buenos y muchos malos. Son rachas. Un hit y después mil derrotas.