#140. Los jueguitos
Un juego de Nintendo, un disco de Juliana Gattas y otra vez el problema de la traducción.
Los sueños vuelven a mi cerebro. Me refiero a los que aparecen cuando te vas a dormir, no a los otros, los que son como metas que uno se pone en la vida y que la mayoría de las veces no se concretan (lo normal es que las cosas no ocurran, o que salgan mal). Resulta que una tarde de esta semana me encontré en la calle con un pseudo amigo con el que compartí departamento hace unos años. Teníamos una relación cordial, pero no éramos íntimos –en el fondo cada uno representaba lo que el otro odiaba–. Cuando lo vi venir caminando amagué a saludarlo pero me di cuenta que él estaba mirando, a propósito, para otro lado. En el instante que nuestros cuerpos se cruzaron, él aceleró el paso. Esa misma noche soñé que volvíamos a convivir y que por algo que no recuerdo yo entraba a su habitación y le meaba la alfombra. No sé qué significará esto, pero no lo voy a llevar a la terapia: seguro tiene que ver con mis padres y sobre ese tema ya estoy cansado de hablar.
Paso todo el fin de semana jugando con la Nintendo. Un compañero de trabajo me prestó una versión del Zelda que no había jugado nunca hasta ahora. En mi otra Nintendo, una más vieja que la que tengo ahora –que no es mía, sino que es un préstamo por tiempo indefinido–, jugué a todas las versiones del Zelda que se habían inventado hasta entonces. Me gusta mucho jugar con los jueguitos. Cuando era chico los usaba para inventarme historias: seguía la narración del juego, pero al mismo tiempo armaba otra paralela en mi cabeza. Supongo que era la manera que tenía de escribir cuando no sabía escribir.
Después de ese fin de semana de letargo digital, pido dos días de vacaciones en el trabajo. El plan original era usar esos días para resolver pendientes, pero finalmente no hice nada: me distraje con los jueguitos. Aclaro que también hice otras cosas, no estuve echado delante de la pantalla durante 48 horas. Por ejemplo, dediqué una tarde entera a revisar las fotos que saqué cuando viajé a Trelew a fin de año porque volví a mi taller de foto y quise llevar algunas de esas imágenes para compartir.
Me gusta revisar el material un tiempo después del que hago las fotos. Nunca lo miro en el momento. Es como cuando terminás de escribir algo y lo dejás quieto un ratito para volver a leerlo con otros ojos. Me doy cuenta que las fotos de los viajes tienen un humor muy parecido entre sí, como si hubiera algo en las vacaciones que transforma al humor en una cosa constante, casi inmutable. En las fotos del sur veo ese espíritu de turista que fotografía lugares comunes y también la liviandad que uno tiene cuando está exento de obligaciones. Imagino que gracias a ese estado conseguí lindas fotos de mis amigos y otras con encuadres raros, torcidos, caprichosos. Las vacaciones se deben haber inventado para eso: para cambiar el punto de vista y para permitirse perder el tiempo de la misma manera que lo perdí la última semana, durante horas, cada vez que me quedé preso en el sillón culpa de los jueguitos que tanto me gustan.
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Estoy obsesionado con conseguir una camisa naranja. Pero no cualquier camisa, sino una que se parezca a la que me estoy imaginado. Obviamente: esa no existe. Por eso es una camisa imaginaria. Si yo imaginara una de verdad, una existente, sería todo más fácil. Bastaría con desplazarse hasta el local de ropa que la vende y listo. Preguntar si aceptan cuotas, comprarla con la mayor cantidad posible sin interés y volver a mi casa feliz. Pero no. La que quiero es esa con la que fantaseo. El desafío, siempre, es que eso ideal que uno imagina se parezca lo más posible a lo real. O a lo disponible en el mercado textil. Todo siempre es un problema de expectativas. El truco es poder aprender a aguantar eso que no es como quisiéramos que sea. Saber que la camisa naranja y perfecta que quiero no está en ningún lado, pero que tal vez haya otras que no estén tan mal.
Una historia de la niñez:
Cuando tenía más o menos diez años mi hermana llegó a mi casa con una versión pirata de Sin restricciones, el disco de Miranda! que salió en 2004. En ese momento, ella ya estaba en el colegio secundario y tenía una amiga cuyo hermano era como un genio de la computación y que se dedicaba a piratear discos, después de esperar mil horas a que se bajen de Internet usando una conexión Dial-Up. La cosa es que ese álbum llegó a mi casa y a mí me partió el cerebro. En verdad, lo que me fascinó antes que el disco fue el videoclip de “Yo te diré”, el primer tema de Sin restricciones.
Mi hermano y yo íbamos al mismo colegio, apenas sonaba el timbre de salida corríamos a mi casa para no perdernos Los 10 más pedidos de Mtv. Durante muchas semanas ese videoclip se mantuvo en el top 3 –después fue reemplazada por el de “Don”–. La primera vez que lo vi no podía creer lo que estaba mirando. No entendía cómo era posible que esos chicos afeminados, maquillados, un poco metrosexuales y otro poco gays, estuvieran en la televisión ¡Que fueran el mainstream! ¡El top 3 de los más populares! Para ese momento yo ya era bastante trolo, pero me esforzaba para que no se me notara demasiado. Entonces, para poder disfrutar del disco de Miranda! tranquilo, me ponía el cd pirata en un equipito que tenía mi hermano, enchufaba unos auriculares y me encerraba en mi cuarto a escuchar ese templo del pop. Hacía todo eso para que nadie sospechara –o se diera cuenta– que era fanático de ese electropop dramático, es decir, para que nadie notara que me gustaban los chicos.
Todo esto para decir que Juliana Gattas sacó un disco como solista y que es realmente muy bueno. Los gays estamos agradecidos con esa producción. En un post de Instagram leí que era lo mejor que le había pasado al pop argentino en los últimos 10 años y definitivamente lo es. Supongo que me gusta porque tiene ese espíritu de música para trolos que tenía aquel álbum pirata que mi hermana trajo a mi casa. La diferencia con ese momento –y este otro– es que ya no estoy paranoico con que piensen que me gustan los chicos: con el tiempo todos se dieron cuenta, no soy muy bueno mintiendo. Tampoco soy un careta.
Llevo el problema de la traducción del poema de Frank O’Hara a mi clase de inglés. Mi profesora, que es lo máximo, es una pequeña cómplice mía y siempre se entusiasma cuando llevo cosas para discutir en la clase, aunque se salgan del temario. También descubro que cuando me salgo de la agenda para hablar de algo que me interesa mucho, ese lenguaje que me resulta extraño sale con más naturalidad.
Le comento a la profesora mi hipótesis de que la traducción que leí no era del todo buena porque traducía de manera literal “statutory” como “estatuario” y no como “esculturas”, algo que le daba más musicalidad al poema en su versión al español. Sin embargo, mi profesora me señala que el que está equivocado soy yo. Pongo cara de decepción, como cada vez que no tengo razón –me gusta mucho tener razón y sé que está mal decirlo, pero el problema es que a todos les gusta tener razón pero nadie lo dicen: se dan baños de falsa humildad cada vez que pueden–. Su argumento es sólido: dice que por algo O’Hara eligió “statutory” en vez de “sculptures”, que hay algo de su intención poética que radica en esa palabra y que es esa la palabra que seleccionó para contrastar con la imagen suave del chico con la camisa naranja. También me dice, de una manera muy sutil y elegante, que soy un poco atrevida, casi irreverente, por querer cambiarle a O’Hara las palabras de sus poemas, que si yo pongo “esculturas” en vez de “estatuario” estoy reinterpretando su obra. Y cuando me dice esto me siento mal: tengo la sensación de que estoy traicionando a ese tipo que no conozco, pero que me cae muy bien.