#139. Algunos muertos
Mi amigo Mati, unos consejos de John Cage, una revista nueva y un poema de Frank O'Hara.
Me sorprendo de lo fácil que me está resultando dormir. Si duermo bien no tendría que escribir esto que, se supone, es una trinchera contra el insomnio. Imagino que si sostengo esta buena racha debería cambiar el nombre del newsletter por, no sé, “vueltas por el día” o “vueltas en la ciudad” o “vueltas en la casa”. Tal vez todo se deba a que estoy cansado, con mucho trabajo y otras exigencias extralaborales. El verano, que ya empieza a entrar en su ocaso, vino con mucha intensidad. Pero sobre todo, con mucho brillo. Del divertido. No del que te deja ciego.
Buscando una cosa encontré otra, como pasa casi siempre. Estaba tratando de revisando mi casilla de mail para saber cuánto tenía que pagar de expensas y descubrí que tenía guardado un correo que le mandé a mi amigo Matías en 2015, un par de años antes de que se muera. En lo que le escribí había un trabajo práctico ajunto que habíamos hecho para la facultad. Era una falsa necrológica de Cacho Castaña. Paradójicamente, Cacho vivió un poco más que Mati y de hecho, para cuando se murió, mi amigo lleva un año y pico abajo de la tierra. Lo habíamos hecho para un taller de escritura que teníamos en la universidad y que ambos odiábamos: los dos éramos periodistas, ya escribíamos y ya publicábamos. Nuestras docentes eran psicopedagogas.
Él fue de los primeros amigos que tuve cuando llegué a Buenos Aires. Creo que ya escribí esto alguna vez, no lo recuerdo bien. Al igual que con mi amiga Kyra, asocio a Mati con muchas primeras veces. Por ejemplo, la primera vez que tomé ácido fue con él y el plan fue ir a un recital de Entre Ríos en el Planetario (adentro). Yo salí tan loco que lo abracé y le dije que mirara el cielo porque las estrellas “seguían girando” como durante el show.
Mati no era una persona dócil. Supongo que su encanto radicaba en ese carácter espantoso. Una amiga que conocí a través de él siempre hacía el chiste de que yo era la versión clean de Mati. Ella y yo seguimos siendo muy buenos amigos hasta el día de hoy. A veces nos ponemos místicas y decimos que él nos dejó el uno al otro –ella también se quedó a cargo de los gatos de nuestro amigo, Alfonsina y Fausto, así que le dejó un Imanol y unas mascotas–.
En los últimos meses lo tuve bastante presente. Imagino que eso pasa porque me gustaría discutir algunas muestras sobre las que escribo con él, o saber qué pensaría del libro que escribí. No creo en ese lugar común de que los muertos viven en uno o que se los puede hacer presente con el recuerdo. Nadie tendría jamás un duelo si fuese así. Lo que duele, lo que angustia, es justamente eso: tener la certeza de que esa persona que se murió no va a existir nunca más, que pasa a ser una idea y que, con el tiempo, esa idea se vuelve difusa y se escurre en la memoria de la misma manera que se escurre entre los dedos la arena de la playa.
Hace un par de semanas decía que durante el año pasado no pude leer nada, pero que sí escribí mucho. También comentaba que eso me generó cierta culpa: mi plan era leer unos 50 libros a lo largo de 2023 –había llegado a 37 en 2022–, pero que finalmente había conseguido cumplir sólo un tercio del objetivo. A raíz de esto, Amadeo Gandolfo –autor de un newsletter genial, El evangelio del coyote– me mandó un mail y me dijo:
No sé si estás al tanto de las "Reglas para estudiantes y docentes" de John Cage, son de mis cosas favoritas de la vida, durante mucho tiempo las tuve pegadas arriba de mi escritorio, mientras escribía la tesis de doctorado:
1. Encuentra un lugar de confianza y después trata de mantener en el tiempo esa confianza.
2. Obligaciones generales de un estudiante: extraer todo de su maestro; extraer todo de sus compañeros de estudios.
3. Obligaciones generales de un maestro: extraer todo de sus estudiantes.
4. Considéralo todo un experimento.
5. Sé autodisciplinado: esto significa encontrar a alguien sabio o inteligente y elegir seguirlo. Ser disciplinado es seguir el buen camino. Ser autodisciplinado es seguir un camino mejor.
6. Nada es un error. No existe ganar ni perder, solo el hacer.
7. La única regla es el trabajo. Si trabajas llegarás a algo. Son las personas que hacen todo el trabajo constantemente las que finalmente consiguen las cosas.
8. No trates de crear y analizar al mismo tiempo. Son procesos diferentes.
9. Sé feliz siempre que puedas. Disfruta de ti mismo. Es más fácil de lo que piensas.
10. Estamos rompiendo todas las reglas. Incluso nuestras propias reglas ¿Y cómo lo hacemos? Dejando mucho espacio a la incertidumbre.
Revisé cada una de los reglas y me sentí mejor. Creo que soy un buen alumno. Además, estoy de acuerdo con esto otro que me dijo Amadeo:
Ahí lo dice clarito: "No trates de crear y analizar al mismo tiempo. Son procesos diferentes". El año pasado estuviste creando, no te dio mucho tiempo para analizar. El problema es que vivimos en un mundo que nos reclama que hagamos todo todo al mismo tiempo. A veces hay que poner el cerebro en remojo y dejar que las ideas de otros nos fertilicen.
Con Mati intentamos hacer juntos una revista de arte, pero no nos salió. Hicimos un número cero y armarlo fue realmente muy tortuoso. Él era genial, pero trabajar al lado suyo era una misión imposible. Por suerte, siempre hay revanchas.
Ayer lanzamos Vida cotidiana, una revista que armamos con Delfina Bustamante, Florencia Böhtlingk y Claudio Iglesias. A contramano de los tiempos que corren, en los que parecería que el desanimo gana terreno, nosotros quisimos armar un proyecto editorial. Nuestra intención es generar un registro de lo que pasa alrededor nuestro: vamos a publicar críticas y reseñas de muestras, discos, libros, películas, series, obras de teatro y de danza. También decidimos incluir una sección que lleva el nombre de la publicación para que todos los que quieran puedan compartir sus impresiones y crónicas del mundo que nos rodea, es decir, de la vida cotidiana que cada uno lleva.
Pueden seguirnos en Instagram. Y también pueden leernos acá todas las veces que quieran.
Me subo al colectivo y el tipo que tengo adelante descubre que no tiene saldo para pagar el boleto. Me pregunta si se lo puedo pagar y le digo que sí. Intenta darme los trescientos pesos del pasaje y no se los acepto. Últimamente vengo pensando mucho en una teoría de mi amigo Santiago: él dice que hay que hacer circular la plata, que hay que repartirla y que siempre, de alguna manera, vuelve. El tipo insiste en que reciba su dinero y yo contesto: “Tranqui, te toca pagarle a alguien la próxima vez. Hoy por vos, mañana por mí”. Me siento un idiota por repetir ese lugar común, pero al mismo tiempo es una idea con la que estoy muy de acuerdo.
Durante el viaje sigo leyendo El hechizo del verano, el libro de Virginia Higa que compré en Mar del Plata. En lo que tarda el 68 en ir desde Cabildo y Lacroze a mi casa llego a leer un ensayo sobre Jane Austen. Higa repasa algunas críticas que le hacían a su obra y destaca la que dice que “no tenía imaginación” porque sólo escribía escenas costumbristas de su vida cotidiana. Sobre esto, dice:
¿Es posible que lo que unos ven como defecto para otros –para nosotros, sus lectores– suponga una virtud? Si en las novelas de Austen no hay escenas donde dos hombres hablen entre ellos sin ser observados por una mujer quizás sea por esa misma razón: serían tan extrañas para ella como una escena de guerra, una discusión política o una aparición extraterrestre. Una huella textual de su apego a lo visto y oído. Una riqueza en la pobreza.
Estoy adentro del grupo de los que no escriben de lo que no conocen. A veces pienso que tengo poca imaginación, pero eso tiene que ver con el prejuicio que dice que los escritores “de verdad” escriben ficción. Cien por ciento ficción: todo inventado. Sin embargo, no creo que la realidad sea aprehensible con palabras así que todo lo que se escribe es, al final del día, un invento.
A la vez, esa incapacidad por “inventar” es un gran motor para conocer y experimentar cosas nuevas. Hacer algo para contarlo, para escribirlo. Algo parecido me pasa con sacar fotos. Muchas veces decido hacer cosas o exponerme a otras para ver si en esa experiencia encuentro una imagen para registrar. He ido a fiestas y lugares a los que no hubiera ido jamás si no fuera por el motor invisible que creo que tiene mi cámara. No es necesario inventar un mundo nuevo, pero sí es necesario tratar de encontrarlo cada vez que haga falta. Es decir, siempre.
Dedico parte de una tarde a discutir con Joaquín sobre la traducción de una palabra (una) de un poema de Frank O’Hara. Sobre esta escena tengo sentimientos encontrados: por un lado, me parece completamente snob y cursi; por otro, me parece fascinante y me tomo la discusión muy en serio. Mi nivel de inglés no es tan bueno como el suyo, pero mis clases semanales, después de algunos meses, empiezan a dar sus frutos y puedo distinguir levemente si una traducción es buena o mala.
La palabra en cuestión es “statuary”. La traducción que leemos la traduce como “estatuario”, pero en el contexto queda fea esa palabra, que significa –según la RAE– “perteneciente o relativo a la estatuaria” o “adecuado para una estatua”. Raro. Si la palabra elegida por O’Hara hubiera sido “statue” o “sculpture” sería todo más fácil. Pero no, eligió “statuary” –por eso es él un poeta–. Entiendo que también se puede traducir como “colección de estatuas”, pero ese uso –otra vez, según la RAE– es menos común aunque se podría traducir como “esculturas”, palabra que me gusta más. En fin, esto no le importa a nadie y lo que sí importa es que el poema de O’Hara es hermoso:
Tomar una coca-cola contigo
es aún más entretenido que andar por San Sebastián, Irún, Hendaya, Biarritz, Bayona
o sentir náuseas en la Travesera de Gracia de Barcelona
en parte porque con tu remera naranja te pareces a un mejor y más feliz San Sebastián
en parte por mi amor por ti, en parte por tu amor al yogurt
en parte por los tulipanes anaranjados fluorescentes alrededor de los abedules
en parte por la complicidad que asumen nuestras sonrisas frente a la gente y las esculturas.
Es difícil de creer cuando estoy contigo que pueda haber algo tan quieto
tan solemne y desagradablemente definitivo como las esculturas
cuando frente a ellas, en la cálida luz de Nueva York de las 4 en punto,
deambulamos una y otra vez
entre unas y otras como un árbol respirando a través de sus lentesy en el espectáculo de retratos parece no haber ni un solo rostro, solo pintura
de repente te preguntas por qué alguna vez alguien los hizo
Te miro
y preferiría mirarte a ti que a todos los retratos del mundo
posiblemente exceptuando al “Jinete polaco” de vez en cuando y de cualquier forma, está en la colección Frick
que gracias al cielo todavía no has visitado así que podremos ir juntos por primera vez
y el hecho de que te muevas tan bellamente más o menos cuida del futurismo
como en casa nunca pienso en el “Desnudo descendiendo una escalera” o
durante un ensayo de un dibujo único de Leonardo o Miguel Ángel que solía
impactarme
y qué bien que le hacen a los impresionistas todas las investigaciones sobre ellos
pues nunca tuvieron a la persona correcta para estar cerca de un árbol cuando el sol se ocultaba
o ciertamente Marino Marini cuando no escogió al jinete con tanta dedicación como al caballo
parece que todos fueron engañados por esa cierta experiencia maravillosa
que no voy a desperdiciar en mí y que es la razón de que te esté hablando de ella.
Si busco el nombre completo de Mati en Google lo primero que aparece es la cuenta de Instagram de un influencer nutricionista que predica la vida sana. Creo que si Mati viera esto decidiría volver a la tumba sin dudarlo.