#144. Hablar en lenguas
Un libro de Laura Wittner, Juliana Gattas, un poema de Frank O'Hara.
Empiezo la semana en la playa y la termino en Buenos Aires. Los ruidos de la noche cambian. El mal dormir gana. Ya no tengo alrededor el aire salado y el viento frío de la costa. Lo que tengo son ambulancias del hospital que está en la esquina de mi departamento, los tacheros que hablan a los gritos en la estación de servicio de al lado y algún que otro pasado que se suma al griterio. Me encanta Buenos Aires, no viviría en otro lugar que no sea este, pero debo reconocer que al momento de ir a dormir, a veces, es mi peor enemiga.
Desde hace unos dos años tomo clases de inglés semanalmente. Al principio era una clase grupal por semana, pero desde el año pasado son dos clases particulares semanales. Si soy honesto, nunca termino de darme cuenta si mejoro o no. Por lo que me dicen las personas que tengo alrededor –sobre todo mis compañeras de trabajo–, sí, hay progreso. Lo que pasa es que soy una persona muy autoexigente y ansiosa, entonces, quisiera ser nivel bilingüe aunque el tiempo que llevo estudiando no me lo permita. Ahora, por ejemplo, para aumentar los esfuerzos por conseguir la meta, empecé a ver cosas en inglés con subtítulos en ese mismo idioma. Como ya dije varias veces, hablar, leer y escribir en esa otra lengua me hace sentir que soy una versión disminuida de mí mismo: las ideas que naturalmente se me ocurren en español se vuelven vagas, imprecisas y tontas cuando trato de decirlas en inglés.
Sin embargo, descubrí que hablar en otra lengua me interesa más de lo que pensaba. Mi profesora de inglés contribuyó bastante a esto: siempre me invita a que en las clase hable de lo que me interesa, que lleve temas para compartir y discutir. Por ejemplo, hace unas semanas, llevé el problema de la traducción de la palabra “statuary”, la que encontré en el poema de Frank O’Hara. Desde entonces estuve leyendo algunas cosas sobre traducir y todo lo que conlleva.
Como escribía la semana pasada, con Joaquín leímos Perder el Nobel, un ensayito sobre la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich y sobre el trabajo de los traductores. Los dos nos quedamos un poco manijas con el tema, así que después leímos Se vive y se traduce, de la poeta y traductora Laura Wittner –salió por Entropía hace unos años–. El libro es como un cuaderno de notas que ella va tomando durante algunos años, mientras traduce algunos libros, comenta algunas otras traducciones y, además, suma varios fragmentos de distintos textos que escribieron otras personas sobre el tema.
Todo esto de traducir me interesa de sobremanera. De hecho, me sorprende tanto interés. Sé que ahora habría que preocuparse de otros temas más “serios”, pero en el fondo siempre es mejor encontrarse alguna fuga absurda para seguir funcionando en el barro. En su libro, Wittner dice que una traducción es una versión posible del texto original, es decir, existen tantas versiones de la misma cosa como traducciones se hayan hecho. También que cuando se traduce algo siempre se gana y se pierde alguna cosa. Nada nunca queda igual que el original.
Hace unos días mi amiga Mailén me compartió una canción que grabó para su próximo disco. El tema empieza con una frase que le dije hace un par de años para referirme a una historia de amor fallido. Ahí también está la traducción: mi amiga convirtió una anécdota de desamor en una canción. Y sí, algo se perdió, pero también algo se ganó. Supongo que cuando uno cuenta una historia –sea cual sea, ni siquiera si es una importante o no– está esperando que alguien la traduzca, que haga algo con eso que uno está diciendo. Si bien creo que escribo para ordenar las ideas, para entender lo que pasa a mi alrededor, también escribo para que alguien traduzca lo que digo. Para que se ganen y se pierdan cosas.
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En general, uno no tiene grandes ideas. Con dos o tres ideas se puede tirar toda la vida. Un puñado chiquito de obsesiones y listo. Lo que importa es poder maquillar lo suficiente ese escaso material mental para que, cada vez que uno lo repite, parezca que está diciendo algo nuevo. Sin embargo, eso a veces puede fallar. Por ejemplo, hace un par de semanas, me puse a hacer unos ejercicios de escritura a la par que mis alumnos de la universidad y uno de ellos –que es lector de este newsletter– se dio cuenta de que lo que estaba escribiendo era una reversión de algo que ya había publicado acá. Al principio me sentí medio chanta, pero después dije lo que acabo de decir: uno no tiene muchas ideas y con dos o tres tenés que tirar toda la vida.
Lo que había escrito en la clase tenía que ver con Miranda! y el disco Sin restricciones. La cosa es que hace unos días entrevisté a Juliana Gattas para el diario –sale mañana– y fue algo bastante hermoso e intenso. Esa mina que veías en la tele, que moldeó tu manera de pensar y hasta tu identidad –la estética de Miranda! y ese disco que mencioné fueron claves para configurar mi universo gay–, de repente te está cebando un mate en su casa. Entiendo que suena bastante naif esto que digo, pero confieso que no pierdo el asombro cuando me veo en esas situaciones que me parecían tan lejanas y que, de repente, son parte de un trabajo: ir a hacer una entrevista a la casa de la chica que veías en la tele. Supongo que la sorpresa tiene que ver con que, en el fondo, me sigo sintiendo como un niñito de pueblo, como parte de ese lugar donde el viento sopla muy fuerte y en donde las cosas crecen así: torcidas pero bien agarradas a la tierra.
Lo mejor de escribir es saber que le estás escribiendo a alguien, que tenés un interlocutor. Cuando sabés que esa persona específica, la que tenés en tu mente, te está leyendo, hacés un esfuerzo extra para que el texto quede de la mejor manera posible. De eso se trata también escribir. De esforzarse por entregarle unas buenas oraciones a un par de ojos específicos.
En Mar del Plata intenté conseguir un libro de Frank O’Hara que quería leer hace bastante tiempo, pero no tuve suerte. Quisiera que mi nivel de inglés sea un poco mejor, como para leer sus obras completas en el idioma original. Pero todavía no soy nivel premium en esa lengua. Como si se tratara de un premio consuelo, me llega este poema de O’Hara por mail:
El odio es sólo una entre muchas reacciones
El odio es sólo una entre muchas reacciones
es verdad que el odio y el dolor van de la mano
pero por qué tenerle miedo al odio, qué culpa tiene de existirpor ejemplo la mugre es increíble
no, el odio tampoco
tampoco le temamos a la brusquedad
te sirve de catarsis y habilita la franqueza
como una flecha que al tanteo buscay afuera la maldad, le da aire al amor
no hay por qué resistirse a saltar de cabeza
siempre podés salir si no te espantaalcanza una pizquita de cautela
para envenenar el corazón
y que no se te ocurra pensar en los demás
sin antes preocuparte por vos mismo, por tu autenticidady todas estas cosas, si acaso las sentís,
van a traerte cierta renuencia de regalo
y volverse oro puroY si las siento yo, vos las vas a esquivar con tu sonrisa,
tu inquietud misteriosa
A veces, cuando me invade la inseguridad –casi siempre–, pienso que los escritores de verdad son los que escriben novelas, los que se dedican a la ficción o a la poesía. En mi caso, no entro en ninguna de esas de esas categorías. Después, cuando abandono el auto-pesimismo, me consuelo diciendo que un escritor de verdad es el que escribe y listo. Cuando era adolescente intenté escribir poemas. Supongo que todo el mundo pasó por esa época. Quién no fantaseó a los 16 años con ser una poeta suicida como Pizarnik. Siendo honesto, mis poemas no fueron muy buenos. Eran copias baratas de letras de canciones que me gustaban en ese momento. Después lo volví a intentar –soy una persona testaruda– e hice unos poemas en un taller de Cecilia Pavón. Al igual que los de mi adolescencia, no resultaron muy bien. No tengo el don de la poesía. No sé hablar ni escribir en verso. Pero bueno, tengo otras habilidades. Por ejemplo, puedo correr un kilómetro en menos de cinco minutos.
Lo que parece hermoso será sucio otra vez. Y en la misma ciudad nos unirá un cable de misterio.