#69. Nadie sabe lo que vendrá
Esta semana escribí sobre la incertidumbre y la duda. Hay algo de Fabián Casas, Alexandra Kohan, Martín Kohan y Mariana Enriquez. Cameos de mis amigas Mercedes y Javiera y un robo a Diego Geddes.
Lo único que disfrutaba de viajar en colectivo a Trelew era que tenía 21 horas para poder leer de manera ininterrumpida. Qué se puede hacer salvo leer libros. Nunca pude dormir en los colectivos de larga distancia. Sin embargo, ayer volví a viajar en uno y pude dormir todo el viaje. Hasta llegué a soñar. Es que nada me relaja más que la sensación de que, finalmente, me estoy escapando de algo.
Con una amiga estamos en medio de un problema similar. Los contextos no son parecidos, pero a grandes rasgos el problema sí. Ninguno de los dos puede ver muy claro cuál es la solución y, desgraciadamente, coincidimos en que lo mejor es esperar. Ver qué pasa. A veces siento que este es un momento en el que no se puede planificar, ni desear, ni pensar con demasiada calma, ni con demasiada claridad. Imagino que estoy preso en una cadena del desánimo. El desafío es superar la incertidumbre, aguantar no saber lo que vendrá.
Hace unos días leí una columna de Alexandra Kohan que justamente hablaba de esto, pero al revés. Es decir, hablaba del saber. En el texto ella dice que hoy en día aparece todo el tiempo una manera de hablar que tiene que ver con la asertividad y el posicionamiento desde el lugar de saber. Como si ya no pudiéramos aguantar vivir con la ignorancia o con la incertidumbre. Escribe Alexandra:
Jacques Derrida dice: “Si sé lo que hay que decidir, no decido. Entre el saber y la decisión se requiere un salto, aunque sea necesario saber lo más y lo mejor posible antes de decidir”. Ese salto, ese pequeño riesgo, es el que se intenta evitar constantemente. (...) La pandemia produjo la caída de un mundo y en esa caída se trastocó, como nunca había ocurrido antes, nuestra relación con el no saber y con lo incierto. No es que antes no hubiera incertidumbre, es que ahora nos la topamos de frente y es más difícil hacernos los distraídos. Y, porque la pandemia evidenció tan fuertemente la precariedad del saber, es que me resultan todavía más aparatosas y más cómicas esas posiciones de saber.
Nada se me hace más insoportable que esperar y no saber qué va a pasar, o que no me puedan decir a ciencia cierta qué es lo que está pasando. Entregarme a no tener en claro algo –o postergar una decisión culpa de la incertidumbre– es más difícil que dejar de fumar.
El último mes todo se volvió muy complicado, sobre todo la remarcación en el precio de los vinos. Problemas de salud propios y a mi alrededor, un país que existe cada vez menos y una angustia generalizada entre mis amigos y amigas. Tengo la sensación de que todo es frágil y que todo está siempre a punto de quebrarse. Hace unos días le dije a mi vieja que sentía que el mundo se había vuelto muy difícil. Ella me contestó: “Nosotros lo volvimos difícil”.
La semana pasada escuché un episodio de La Inquietud, el podcast de literatura que hacen Fabián Casas y Marina Mariasch, en donde él contaba la historia de su padrino. Un par de días después, Casas escribió sobre su padrino y la manera de entrarle es hablar de los sueños:
Mi padrino tenía una relación muy fuerte con su abuelo, el papá de su madre. El abuelo había muerto antes de la guerra y a él se le apareció una vez en sueño. Le dijo que se levantara y corriera. Mi padrino estaba durmiendo en una casa improvisada, se despertó, salió corriendo porque sintió el ruido de los aviones sobre su cabeza y en el lugar donde él había estado durmiendo cayó una bomba.
Es increíble lo que podemos hacer en sueños. Solemos construir un personaje con dos o tres personas diferentes, y los sueños son inestables, precarios, potentes. Pero cuando volvemos a la vida diurna perdemos esa potencia. Quedamos presa de personajes de una sola cara. La realidad se vuelve en nuestra contra en vez de lograr estar a nuestro favor. Y la vida diurna y estereotipada nos quita lo mejor que tenemos: ese acercamiento productivo al inconsciente. ¿Por qué, si somos genios cuando soñamos, no lo seguimos siendo cuando despertamos y nos ponemos a escribir?
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Durante algunos años trabajé de verificar cosas que circulaban en internet. Era el trabajo perfecto para mi porque se trataba de buscar siempre lo certero, si algo es verdadero o falso. Había una regla de oro: no chequear nada que refiera al futuro. El motivo era que es imposible saber lo que va a pasar, entonces, no había manera de saber si eso que se decía iba a ser real o no. En este caso, el no saber era un alivio: un poco menos de laburo. Ese trabajo era la eliminación total de la incertidumbre.
En el último tiempo debo haber visto al menos unos cinco o seis médicos diferentes, de distintas especialidades. Con una amiga hablábamos de cómo el discurso médico, pandemia mediante, se había convertido en un saber al que por poco le rezamos. Como si de repente fuera la única cosa que podría generar certezas. Sin embargo, estos cinco o seis médicos que vi en el último mes nunca pudieron darme precisión alguna.
Cuando recién arrancó la pandemia, Martín Kohan escribió un ensayo para una antología que se llamó Porvenir. El texto después se publicó en Infobae y el título es “¿Qué va a pasar?”. Lo que dice, básicamente, es que en ese entonces –y ahora un poco también– estábamos en una situación donde era imposible tener certezas y que eso era insoportable. Escribe Kohan:
Me pregunto si será la angustia lo que dispone tan fuertemente a la asertividad. La angustia o la arrogancia, que es a veces su complemento. La urgencia por saber y la pretensión de ya saber (urgencia de saber al menos algo, pretensión de ya saberlo todo) puede que se toquen en algún punto.
Si algo define el estado de situación en el que nos encontramos, es que, como nunca y más que nunca, no se sabe. Lo cual no sería algo inédito de por sí, porque desde Sócrates en adelante, y pasando sin ir más lejos por Descartes, asumir lo que no se sabe es el punto de partida (y más que eso, la condición de posibilidad) para alcanzar algún saber. Y así la duda pasa a ser lo único con lo que en principio contamos. Si sabemos lo que no sabemos (en qué consiste, qué alcances tiene), no hay motivos de inquietud.
Mariana Enriquez –que a diferencia de Kohan no tiene particular interés en ser una intelectual– escribió para esa misma fecha un texto en la revista de la Universidad Nacional de México en donde renegaba de todas las certezas que le pedían: le hacían entrevistas para saber qué pensaba del mundo, qué creía que iba a pasar, cómo imaginaba la “nueva normalidad”. Sobre esto ella dice:
Todas las preguntas me dejan muda. Todos los traumas, todos los miedos, no sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad. Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción? Pienso en insectos escapando de la mano que enarbola el veneno. Esa cucaracha que corre y corre y logra esconderse detrás del lavarropas.
¿Por qué decir: no puedo decir? Aquí habla sólo mi ansiedad. Y la sensación de inminencia. Es posible que hoy esté constituida apenas de ansiedad. Me deja muda e inmóvil en un sillón, encerrada. No en mi casa, eso no importa. Encerrada en mi cabeza.
Estoy terminando de escribir esto desde Tandil: estoy en la casa de mi amiga Javiera (aka @labicivoladora). Hace unos días hice una nota para el diario sobre la relación entre Federico Klemm y Mildred Burton, a raíz de la muestra que mencioné acá la semana pasada. Esa muestra es como un ensayo sobre la amistad, el mejor refugio al cual salir corriendo si la incertidumbre y las dudas te respiran en la nuca.
Leyendo sobre Klemm y Burton pensé en que la amistad es una forma de amor intensa y transformadora, que puede tener tensiones de a ratos, pero que es firme y constante. Tal vez la única forma de amor capaz de ser firme y constante, por eso es la que te puede sacar la angustia que genera el no saber –o al menos ayudar a surfearla–.
Con la escritura me pasa algo parecido: es algo que me ayuda a ordenar las ideas y a inventar una carpita provisoria que ataje los escombros de todo lo que se cae. Últimamente pensé mucho en lo que me dijo Mercedes Halfon cuando le pregunté por qué escribía:
Supongo que escribo para intensificar la vida. Sin escritura todo es más plano. También escribo para pensar. Me cuesta pensar si no tengo un texto delante.
Leer y escribir es como un espacio seguro donde me puedo esconder para pensar, para quitar la ansiedad, para abstraerme. Es como la amistad, genera el mismo efecto en mi. La palabra escrita es algo estático, fijo, constante que solo me da certezas y seguridad. Esto ya lo dijo mejor Diego Geddes hace unos días:
En estos días confirmé algo que ya sabía y eso es algo que siempre sirve. La vida de la escritura siempre va a estar acompañándome, sobre los hechos más banales, como casi todos los que escribo acá, con asociaciones de ideas u obsesiones absurdas.
No sé bien qué va a pasar con todo esto, estoy en unos días en los que pienso mucho en el futuro y en cómo va a seguir todo, pero aún en estos momentos no tan buenos entiendo que va a estar la escritura acompañando.