#163. Interrupciones
Los cantantes del subte, los cortes de pelo y un libro de Malena Pizani.
Para algunas cosas –muchas– soy bastante conservador. Por ejemplo, necesito dormir como mínimo ocho horas todos los días. No sé cómo sobreviven las personas que no tienen esta costumbre, que se desvelan y, sin embargo, logran funcionar más o menos bien al día siguiente. En mi caso, cuando no pego un ojo, apenas sale el sol me transformo en una persona sombría, malhumorada y muy muy infeliz. En cambio, si llego a mi cometido de dormir ocho horas de corrido, siento que cuando me despierto mi piel es suave y brillante, que en el mundo es un lugar feliz y lleno de buenas oportunidades. Lástima que eso no me pasa nunca, pero trato de hacerle frente a la oscuridad del insomnio. No me dejo desanimar.
Nunca me gustó que me digan lo que tengo que hacer. Si bien nunca tuve problemas con la autoridad, siempre fui reticente a seguir ordenes y cumplir con las obligaciones. Supongo que por esto también me cuesta subirme a las tendencias. Por ejemplo, Brat, el álbum de Charli XCX, tardé un siglo en escucharlo —ya escribí un poco sobre esto acá—, en parte por la “presión social” de hacerlo. Esto es lo que tenés que escuchar. No podés no escuchar tal disco. Ese tipo de ideas y argumentos generan el efecto contrario en mí: pierdo cualquier tipo de interés en la cosa en sí. Digamos que no me gusta que me impongan nada, sino llegar por mis propios medios y cuando se me dé la gana a eso que, supuestamente, es imperdible. La sensación que me generan esas cosas que circulan por todos lados al mismo tiempo, es que me interrumpen. Mientras que yo quiero mirar para un lado, todo el mundo me dice que mire para otro. Pienso todo esto mientras un tipo canta canciones de Ed Sheeran a dos metros de la mesa en la que estoy sentado. Esto si es una interrupción real. Hay algo medio agresivo en este tipo de shows porque no hay forma de que no las veas o escuches, salvo que te levantes y te vayas del lugar en el que estás. Por qué tengo que escuchar tus covers de Ed Sheeran. Qué te hice hermano. Yo sólo quería almorzar tranquilo y al sol. En silencio. Pero no, tengo que escuchar los hits de ese heredero colorado de James Blunt -reconozco que el tipo que está cantando a dos metros tiene muy buena dicción, muy buen nivel de inglés-. De un momento a otro, estás a merced de alguien que quiere parecerse a un británico. Es desesperante.
Más tarde, viajo en el subte B y una chica canta openings de animé en español. Como vocalista, no es muy buena –perdón–. Me gusta su look: unos borcegos, unas calzas negras con brillitos, una remera de Sailor Moon y unos anteojos negros grandes, como los que usaba Pergolini en CQC. Un tipo en frente mío manda un audio de WhatsApp a alguien y le cuenta que no la aguanta más, que le resulta insoportable y que “no paró de cantar en todo el viaje”. Curiosamente, a diferencia del tributo a Ed Sheeran, esta chica no pasa la gorra, ni tiene una bolsita para juntar plata, ni un alias de MercadoPago. Nada. No tiene nada. Es como que ella quiere cantar y nada más. Me pregunto si piensa que es una artista, si se levanta a la mañana, se mira al espejo y dice soy una artista.
Pasa el día, pasan las horas y a la noche viajo en la línea H. Me subo a un vagón y me vuelvo a encontrar a la misma chica otaku haciendo sus versiones de canciones de animé. En el vagón viajamos ella y tres personas más. No para ni un segundo. Es una canción atrás de la otra. Cuando me estoy por bajar ya no queda nadie en el vagón y una vez que pongo un pie en el andén, ella sigue cantando sola a los gritos. Definitivamente es una artista.
Retomo el tema de los gimnasios. Descubrí que cerca de mi departamento hay uno que abre todos los días, las 24 horas. El lugar se llama GymPower 7/24. Me pregunto quién irá en el horario de trasnoche y, sobre todo, por qué hay gente que quiere hacer pesas, por ejemplo, a las tres de la mañana. Un verdadero misterio.
Durante siete años no tuve pelo. Religiosamente me rapaba a cero todas las semanas. En mi mente, hacer eso era como hacer una performance, una manera de decir “yo no quiero eso que tienen todos”. Sin embargo, con el paso del tiempo descubrí que nadie entendió mi gesto: la gente empezó a creer que simplemente era calvo. No soy un artista, me dije, y desde hace dos años me dejé crecer el pelo. Curiosamente, esas mismas personas que pensaron que era pelado me empezaron a preguntar si había hecho algún tratamiento o si tenía un implante capilar.
Me gusta tener el pelo corto, pero por sugerencia de mi peluquera de confianza lo estoy dejando crecer más de lo normal. Hace dos meses que no le hago nada y creo que nunca tuve tanto pelo como ahora. Ayer, una compañera del trabajo me dijo “que distinto estás”. Yo le conteste que, simplemente, tenía el pelo largo. Cada vez que tengo una conversación sobre esto pienso en ese libro de Maia Debowicz ¿Y si no es suficiente? Ahí se cuenta la relación que tiene la narradora con su pelo –ella quiere que sea lacio y divino, pero está lleno de rulos– y cómo eso se vincula con su propia historia familiar. Atrás quedó estar rapado, atrás quedó tener el pelo corto y yo me siento relativamente igual con todos mis looks, pero las personas no ven igual. No dejo de sorprenderme de cómo determinan nuestra identidad esa cosa deforme que tenemos arriba de la cabeza.
Hace algunos años, Malena Pizani escribió un libro que se llamó Un artista. A lo largo de varias páginas, escribió diferentes tipos –o definiciones– de artistas. Seleccioné algunos que se ajustan a la cantante otaku del subte y también a mí mismo, siendo que mi performance capilar no dio resultados:
Un artista que no vive de la obra
Un artista que es artista a pesar suyo
Un artista que lo deja todo
Un artista de mediana edad
Un artista que no espera nada ni a nadie
Al día siguiente de viajar en la línea B y la línea H, viajo en el tren Mitre. Voy hasta San Isidro. Salgo desde Retiro y en Lisandro de la Torre se sube un señor vestido de traje, con un pañuelo de seda atado al cuello que se mete por debajo de su camisa. El vagón está repleto de gente. Apenas el tren se pone en movimiento, el señor empieza a cantar “Garganta con arena”, a capela, sin micrófono ni nada. Su voz tiene una proyección increíble. El señor se impone por encima del bullicio de la hora pico y del volumen de mis auriculares. Le pongo stop a la música de mi celular y lo empiezo a escuchar. A pesar de la interrupción, confieso, me emociono un poco y veo que las personas a mi alrededor también. Unas jubiladas le hacen coro al cantor popular. Los adolescentes guardan sus teléfonos. De repente, el tipo es la reencarnación de Cacho Castaña, Gardel y todos los tangueros que existieron antes y después que ellos. Hay algo de épico en la escena que no puedo describir. El señor deja todo en ese tema –el único que canta antes de pasar a otro vagón–. Apenas termina de decir “Troilo desde el cielo un verso te dejó”, todo el mundo empieza a aplaudir y le piden otra y le dan plata y lo felicitan y lo siguen aplaudiendo. La magia de la tradición.
Al final se te pianta un lagrimón! ❤️